Quitándose de la cabeza al fantasma y su «tesoro», Kitiara se puso a contar huevos.
—¡Túnica Roja! ¡Avisad al Túnica Roja!
Raistlin estaba en su tienda, aprovechando unos minutos de tranquilidad al final de la tarde para continuar su estudio del libro sobre Magius. Raistlin ya lo había leído una vez de cabo a rabo, pero algunas partes seguían siendo confusas —la caligrafía del cronista era casi ilegible en algunos sitios— y Raistlin iba repasando el libro línea a línea, haciendo su propia copia para futuras consultas.
—Horkin te llama —dijo uno de los soldados, que había asomado la cabeza al interior—. Está en la tienda de hechiceros.
—¿Me habéis mandado llamar, señor? —preguntó Raistlin al llegar allí.
—¿Eres tú, Túnica Roja? —Horkin no alzó la vista. Estaba enfrascado en su trabajo, calentando un mejunje en un pequeño cazo que colgaba de un trípode, sobre los carbones de un brasero. Olisqueó, frunció el entrecejo y metió la punta del meñique en el cazo. Sacudió la cabeza y removió la mezcla—. No está bastante caliente. —Miró con impaciencia el cazo.
—¿Me mandasteis llamar, señor? —repitió Raistlin.
Horkin asintió, todavía sin alzar la vista hacia él.
—Sé que es tarde, Túnica Roja, pero tengo un trabajo para ti. Creo que éste podría incluso gustarte. Es más interesante que mis calcetines.
Miró de reojo a Raistlin, que enrojeció de vergüenza. Cierto, se había sentido frustrado hasta lo indecible cuando le encomendó tareas de sirviente por todo el campamento; tareas que hasta un enano gully podría haber realizado: lavar paños blancos que se utilizarían como vendajes; cortar esos mismos paños en tiras; clasificar sacos de hierbas y flores; vigilar la cocción de cualquier horrible brebaje que hirviera sobre el brasero. El último tirón a la barba del enano, como rezaba el dicho, habían sido los malditos calcetines de Horkin.
Al maestro no se le daba bien coser y cuando descubrió que Raistlin tenía cierto talento con la aguja y el hilo —un talento desarrollado durante los días de estrecheces cuando su hermano y él se quedaron huérfanos y tuvieron que salir adelante solos—, Horkin le había dado esa tarea. Raistlin imaginaba que había soportado los degradantes quehaceres con buen talante; aparentemente no era así.
—El comandante Morgón me ha contado que hay un Túnica Roja acompañando al ejército de nuestros aliados. Morgón dijo que lo vio de pasada en el campamento.
—¿De veras, señor? —Indudablemente Raistlin estaba interesado.
—Pensé que a lo mejor te apetecía darte un paseo hasta allí para hacer intercambios, si no estás muy cansado.
—No estoy cansado en absoluto, señor. —Raistlin aceptó la tarea con mucho más entusiasmo que cualquiera otra recibida hasta ahora—. ¿Qué queréis que lleve para intercambiar?
—Lo he estado pensando. —Horkin se frotó la mejilla—. Tengo esos pergaminos que ninguno de los dos podemos leer. Tal vez ese mago pueda sacar algún partido de ellos. No dejes entrever que no sabes lo que hay en ellos, sin embargo. Si piensa que no sabes leerlos, los tratará como si fuesen basura y no sacaremos a cambio ni un amuleto roto.
—Entiendo, señor —contestó Raistlin. Su disgusto por ser incapaz de leer los pergaminos era muy profundo.
—Y hablando de amuletos, he traído esa caja con las cosas que clasificaste y etiquetaste. ¿Crees que hay algo ahí que merezca la pena?
—Nunca se sabe, señor —contestó Raistlin—. Sólo porque nosotros no consideremos valioso un artefacto no significa que otro hechicero no pueda darle alguna utilidad. En cualquier caso —añadió con una sonrisa astuta—, puedo insinuarle que todas esas cosas son más valiosas de lo que nosotros pensamos. Después de todo, soy vuestro aprendiz, y no parecería lógico que me confiaseis objetos mágicos importantes si conociese su verdadero poder.
—Sabía que eras el hombre adecuado para este trabajo —dijo Horkin muy complacido—. Echa un par de nuestros ungüentos curativos, por si acaso. Y no vayas enseñando esto por ahí —le tendió una bolsa con monedas—, pero si ese hechicero tiene algo realmente valioso y no quiere trocarlo por otra cosa, puedes pagarle con acero. Veamos, ¿qué tenemos y qué nos hace falta?
Los dos hicieron un repaso de lo que ya poseían, determinaron qué les faltaba, debatieron qué podría ser útil y cuánto debería pagar Raistlin por ello.
—Cinco monedas de acero por un pergamino, diez por una pócima, veinte por un libro de conjuros y veinticinco por un objeto mágico. Esos son mis límites —manifestó Horkin.
Raistlin argumentó que su maestro no estaba al día respecto a los precios actuales de mercado, pero Horkin se negó a ceder un ápice, de manera que al joven no le quedó más remedio que aceptar, bien que para sus adentros decidió llevar consigo algo de su propio dinero, hacer un trato personal si encontraba algo de valor cuyo precio superase el límite marcado por Horkin.
—¡Ah, ya está! —dijo el maestro mirando con satisfacción el cazo, cuyo contenido estaba hirviendo ahora. Agarró el asa con un trapo, levantó el cazo del fuego y vertió el contenido con cuidado en una vasija de barro. A continuación tapó el recipiente con un corcho, limpió lo que se había escurrido y guardó la vasija en una cesta, que luego le tendió a Raistlin—. Aquí tienes, llévale esto al Túnica Roja. Es un factor decisivo para cualquier trato.
—¿Qué es, señor? —inquirió Raistlin perplejo. Sólo había echado un vistazo por encima a la cocción, una especie de líquido turbio, lleno de pellas blancuzcas—. ¿Una pócima?
—Pollo y bolas de masa para que cene —contestó Horkin—. La receta es mía. Dale a probar un poco y te entregará sus paños menores si es eso lo que quieres. —Dio unas palmaditas afectuosas a la vasija—. No hay hechicero vivo que no sucumba a mi pollo con bolas de masa.
Cargado con objetos mágicos, estuches de pergaminos y la vasija con la sopa, así como numerosos tarros de ungüentos y pomadas y un frasco de vino dulce para suavizar la garganta del mago a fin de que dijera «sí», Raistlin salió del campamento del barón y caminó hacia el de sus aliados. A Horkin no se le ocurrió proporcionar una escolta a su joven pupilo, aunque si hubiese tenido conocimiento del informe completo del comandante Morgón sobre lo que el barón y él habían visto y oído en el campamento de los aliados esa tarde, seguramente lo habría hecho. Al no ser así, Raistlin sólo llevó consigo el Bastón de Mago para tener luz y la pequeña daga escondida en la manga como protección. Después de todo, pensó, estaría entre amigos.
Su primer encuentro fue con la línea de piquetes de la fuerza aliada. Los soldados lo observaron con bastante desconfianza, pero a esas alturas el joven ya estaba acostumbrado a ser blanco de ese tipo de miradas y sabía cómo manejar la situación. Informó sin tapujos que iba a hacer una visita a un colega hechicero para llevar a cabo algún que otro trueque. Al principio, los soldados no tenían idea de qué estaba hablando. ¿Un Túnica Roja? Que ellos supieran no había ninguno.
Entonces uno de los hombres recordó que un Túnica Roja había llegado al campamento esa misma tarde, apareciendo de repente como si se hubiese materializado en el aire. Según el soldado, era un tipo delgaducho que no le había caído bien a nadie. Se les había pasado por la cabeza rajarle el cuello, pero había algo en aquel tipo que… El Túnica Roja había insistido en reunirse con el comandante Kholos, y la inquietud que despertaba el hechicero era tal que fue conducido de inmediato ante el comandante. Después tuvieron que instalar una tienda para el mago, a quien tuvieron que tratar como si fuese el cuñado del comandante al que no veía desde hacía mucho tiempo. Los soldados dejaron pasar a Raistlin tras un somero registro de lo que llevaba, ya que nadie quería examinar los efectos de un hechicero con demasiado detenimiento. Algunos insinuaron incluso que si Raistlin dejaba la cesta allí y se hacía acompañar por el otro Túnica Roja a su propio campamento, sería muy de agradecer.
Por lo visto, a diferencia del popular Horkin, este mago guerrero no gozaba del aprecio de sus compañeros de filas.
«Claro que a mí me ocurre otro tanto», se dijo el joven para sus adentros mientras se internaba en el campamento aliado.
Reparó en el grupo de soldados castigados, pero no comprendió lo que pasaba en realidad. Al ver hombres desplomados en el suelo, aparentemente inconscientes, supuso que sólo se trataba de algún tipo extraño de prácticas, tan común entre hombres de armas, y pasó ante ellos sin prestarles demasiada atención. No vio los cadáveres colgados en la improvisada horca, pero, después de lo que había presenciado sobre la dura disciplina militar, quizá ni siquiera eso lo habría sorprendido.
Preguntó por el emplazamiento de la tienda del mago guerrero, y se lo indicaron de mala gana; hubo incluso un hombre que le preguntó sin andarse con disimulos si de verdad quería hacer tratos con el hechicero. Todos los que hablaron con él lo hicieron con aire sombrío y un atisbo de miedo en la expresión; su valoración sobre ese hechicero aumentó en consonancia con el miedo.
Finalmente encontró la tienda del mago, situada a cierta distancia de las otras del campamento. Era bastante espaciosa.
Raistlin se detuvo frente a la entrada y respiró hondo para calmar la ansiedad y el nerviosismo. Estaba a punto de conocer a un verdadero mago guerrero, un compañero Túnica Roja, quizá de alto rango. Un hechicero que tal vez estuviese buscando un aprendiz. Raistlin no dejaría a Horkin; todavía no. Estaba comprometido con el barón por contrato y honor hasta cumplir el plazo fijado, pero se le presentaba la oportunidad de darse a conocer y, tal vez, causar una buena impresión al hechicero. A saber si ese Túnica Roja quedaba tan impresionado con él que estuviese dispuesto a comprar su contrato y tomarlo de inmediato a su servicio.
La juventud está hecha de sueños.
Atisbo por la pequeña rendija que había en la solapa de entrada y alcanzó a vislumbrar un atisbo de rojo a la luz de la lamparilla encendida en un cuenco de aceite perfumado. Había recobrado la serenidad y estaba preparado para ofrecer una imagen fría, competente y profesional. Se colgó el cesto en el mismo brazo con el que sostenía el Bastón de Mago y llamó al poste de entrada con la mano libre.
—¿Eres tú, gusano? —preguntó una voz profunda en el interior—. En tal caso, deja de zarandear la tienda y entra para presentar tu informe. ¿Qué encontraste en ese maldito templo?
Raistlin se encontraba en una situación realmente incómoda. Tenía que anunciar que no era el «gusano» a quien esperaba y, a partir de un comienzo tan poco propicio, presentarse. Por si eso fuera poco, empezó a sentir obstrucción en los pulmones. Hizo un desesperado intento de aclararse la garganta con una única y seca tos, decidiendo simular que no había oído.
—Siento molestaros, maestro —dijo, agradeciendo que la angustiosa sensación de ahogo hubiese remitido—. Soy Raistlin Majere, un Túnica Roja, y sirvo en el ejército del barón Ivor de Arbolongar. He traído diversos pergaminos, artefactos mágicos y pócimas, y vengo para ver si estáis interesado en hacer algún trato.
—Vete al Abismo.
Estupefacto por la respuesta tan grosera, Raistlin contempló de hito en hito el poste de la entrada, enmudecido por la sorpresa. Eso no era lo que había esperado encontrar, ni mucho menos.
No conocía ningún hechicero, ni siquiera el poderoso e importante Par-Salian, que dejase pasar la ocasión de adquirir magia nueva. La mera curiosidad habría inducido a cualquier hechicero de los que conocía Raistlin a salir de la tienda para rebuscar entre los estuches de pergaminos y la bolsa de objetos. Quizás el Túnica Roja no estaba interesado en hacer tratos, pero, ¡diablos!, al menos sí debería sentir curiosidad por ver qué había traído.
El joven se arriesgó a asomarse al interior de la tienda con la esperanza de ver al hechicero. Aparentemente, el Túnica Roja estaba recostado en la silla, ya que su imagen se perdía en las sombras.
—Tal vez no me entendisteis, maestro —dijo, hablando con sumo respeto—. He traído muchos productos mágicos, algunos de los cuales son realmente poderosos, confiando en que os…
Oyó un sonido semejante al siseo del vapor saliendo por el pitorro de un hervidor, el frufrú furioso de los pliegues de una túnica y, de repente, la solapa de la tienda se apartó violentamente a un lado. Un rostro —lívido, con ardientes ojos rojos— asomó por la abertura. La ira, que irradiaba como un soplo de aire caliente, hizo que Raistlin retrocediese un paso.
—Déjame en paz —bramó el Túnica Roja—, o por la Reina Oscura que te enviaré yo mismo al Abismo…
Los centelleantes ojos del hechicero se abrieron de par en par por la impresión. El feroz juramento murió en sus labios y el Túnica Roja se quedó mirando de hito en hito, no a Raistlin, sino el bastón que el joven sostenía. En cuanto a Raistlin, contempló intensamente al otro hechicero. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra; ambos se habían quedado mudos, cada cual estupefacto a la vista de algo que no esperaba.
—¿Por qué me miras con tanta fijeza? —demandó el otro hechicero.
—Podría haceros la misma pregunta, señor —repuso Raistlin, impresionado.
—Yo no te miro a ti, gusano —gruñó Immolatus, y eso era muy cierto. Apenas había dedicado un vistazo al humano; los ojos del dragón estaban clavados en el bastón.
El primer impulso de Immolatus fue apoderarse del cayado e incinerar al humano, simplemente. Los dedos se le crisparon, las palabras de un conjuro cobraron forma en su garganta, le abrasaron la lengua, pero tras un gran esfuerzo logró resistir el impulso. Matar al humano atraería sobre sí una atención no deseada, requeriría explicaciones tediosas y dejaría una marca negruzca y aceitosa en el suelo, a la puerta de su tienda. Sin embargo, la principal razón de que tomara la decisión de permitir que el humano siguiese vivo —al menos de momento— fue su curiosidad por el bastón. No podía conseguirse información de una mancha grasienta en la hierba.
De hecho, Immolatus comprendió, con una rabia inmensa, que a fin de hallar las respuestas que hervían en su mente tendría que mostrarse… ¿Cuál era el término que usaba Uth Matar? «Diplomático». Tendría que ser diplomático en su trato con el humano. Cosa difícil de lograr cuando lo que deseaba realmente era hacer trizas a esa criatura, arrancarle el cerebro de un mordisco y hurgar en él con sus afiladas garras.
—Será mejor que entres —masculló Immolatus, que consideraba esa respuesta como una invitación cortés.