Tendría que examinar la cámara; de ese modo, si no encontraba un paso a través de ella, podría decir, no sólo a sí misma sino al general Ariakas, que había cumplido con su tarea. Probablemente Immolatus no la creería, pero si el dragón dudaba de su palabra no tenía más que bajar allí él mismo.
Kitiara pasó bajo el umbral abovedado y se detuvo ante la cancela de oro y plata. No había cerradura; las verjas estaban cerradas con un pequeño pestillo que podía levantarse con facilidad. Sólo tenía que alargar la mano.
Así lo hizo Kitiara, pero no tocó la cancela. Deseaba dar media vuelta y echar a correr. O, lo que era peor aún, quería acurrucarse en el suelo hecha un ovillo y llorar como una criatura.
—¡Valiente estupidez! —se reprendió en tono severo como para sacudirse mentalmente—. ¿Qué demonios me pasa? ¿Va a darme miedo ahora pasar junto a un cementerio en mitad de la noche? Abre esas puertas de inmediato, Kitiara Uth Matar.
Encogiéndose sin poder evitarlo, como si esperara que el metal estuviese al rojo vivo cuando lo tocara, levantó el pestillo. La puerta se abrió silenciosamente sobre los goznes bien engrasados. Sin darse tiempo para pensar, Kitiara penetró desafiante y osadamente en el mausoleo.
No ocurrió nada.
Ante esto, la mujer esbozó una sonrisa de alivio, se rió de sus temores y echó una rápida y escrutadora mirada en derredor.
El mausoleo era circular, pequeño y abovedado. El sarcófago estaba en el centro y era el único objeto que había en la cámara. Un bajorrelieve esculpido alrededor de la pared representaba escenas de batalla: caballeros portando lanzas y montados a lomos de dragones que combatían contra otros caballeros y dragones luchando entre sí. Kit apenas prestó atención a los relieves labrados; no le interesaba el pasado ni los cuentos de pasadas glorias. Todavía tenía que ganarse la suya propia y eso era lo único que importaba.
Su búsqueda obtuvo recompensa. Justo en el lado opuesto de la entrada había otra cancela de hierro forjado, una salida. Kit pasó junto al sarcófago y miró de soslayo a la tumba por curiosidad.
La mujer se frenó en seco, sobresaltada.
El cadáver de sir Nigel, el fantasma que había encontrado en el templo, estaba tendido sobre la tapa del sepulcro.
Kit casi no podía respirar, ya que el miedo le oprimía el pecho de tal modo que había vaciado de aire sus pulmones. Se obligó a mirar fijamente la tumba hasta que el terror se disipó. No estaba contemplando el cadáver de un ser muerto desde hacía más de tres siglos; el caballero era una escultura tallada en piedra.
Respirando ya con más facilidad, Kit se acercó al sepulcro. Su equivocación era lógica; el yelmo era el mismo, anticuado, hecho de una pieza, exacto al que llevaba el fantasma del caballero. También la armadura era idéntica hasta el último detalle.
Lar tumba estaba abierta; la tapa de mármol había sido desplazada hacia un lado.
—De modo que así es como salió —murmuró—. Me pregunto qué habrá pasado con el cuerpo.
Se asomó al interior del sepulcro y escudriñó las sombras. A menudo los Caballeros de Solamnia enterraban armas con sus muertos, así que creía posible encontrar una espada o al menos una daga ceremonial. Posible, pero no probable. La tumba estaba completamente vacía, ni siquiera quedaba una tibia, ni un huesecillo de un dedo. Seguramente el esqueleto se había convertido en polvo. Kit se estremeció.
—Cuanto antes vuelva al exterior, al sol y al aire fresco, mejor. Bien, vamos a buscar la puerta. Esperemos que ésta me conduzca a donde quiero ir…
—No tienes que ir más lejos —dijo una voz—. El tesoro del que te hablé está aquí para que lo encuentres.
—¿Dónde te escondes? —demandó Kitiara—. ¡Deja que te vea!
Sonó un quedo gemido y Kit captó un atisbo de movimiento por el rabillo del ojo. Su mano fue de manera instintiva a la cadera y la mujer masculló una maldición cuando sus dedos no encontraron la espada. Se puso de espaldas contra el sarcófago para enfrentarse a lo que quiera que estuviese en el mausoleo, dispuesta a luchar con puños, uñas y dientes si era necesario.
Nada la atacaba. Nada la amenazaba. El movimiento procedía de una parte de la cámara circular, cerca de la segunda puerta, la que conducía fuera del mausoleo. En el suelo yacía lo que parecía ser un cuerpo. Justo cuando Kitiara había decidido que era un cadáver, la forma rebulló y emitió un gemido de dolor.
—¿Sir Nigel? —siseó Kitiara.
No hubo respuesta.
Kit estaba exasperada. Justo cuando parecía que debía estar llegando al final de su búsqueda, había tropezado con otro obstáculo.
—Mira, lo siento —advirtió a la persona—, pero no puedo hacer nada por ti. Estoy embarcada en una misión urgente y no dispongo de mucho tiempo. Enviaré a alguien en tu auxilio y…
La persona volvió a gemir.
Kitiara se encaminó resueltamente hacia la segunda cancela. A mitad de camino, recordó las palabras del caballero. El tesoro estaba allí. Quizás esa persona lo había encontrado antes. Kit cambió de dirección; ojo avizor a cualquier atacante que pudiese estar acechando en las sombras, pensando que quizá todo esto era una trampa, se desplazó prestamente hasta donde el cuerpo yacía acurrucado en el suelo y se arrodilló a su lado.
Vio con sorpresa que era una mujer. Iba vestida de negro, con ropas muy ajustadas, obviamente pensadas para llevar debajo de una armadura. Estaba tendida boca abajo, con el rostro pegado contra el suelo. A juzgar por su aspecto, había disputado una lucha terrible. Las ropas tenían desgarrones ensangrentados, y su cabello, rizoso y oscuro, estaba apelmazado por la sangre. Había un gran charco rojo debajo de su estómago. Por la tonalidad cenicienta de su piel, Kit imaginó que la mujer estaba a punto de morir. Kit buscó, pero no encontró tesoro alguno. Decepcionada, empezó a incorporarse y entonces se detuvo para mirar con más detenimiento a la mujer agonizante.
Había algo en ella que le resultaba familiar.
Kit alargó la mano para retirar el cabello de la mujer a fin de ver mejor su cara, y sus dedos tocaron…
Cabello negro, rizoso, corto. El mismo que Kit había tocado muchas, muchísimas veces antes. Su propio cabello.
Kitiara retiró bruscamente la mano. La boca se le quedó seca, se le cortó la respiración. El terror se apoderó de ella, privándola de todo pensamiento coherente. Era incapaz de razonar, no podía moverse.
Aquél era su cabello; aquel rostro era el suyo.
—Siempre te amé, semielfo —musitó la moribunda mujer.
Era su propia voz. Kitiara se contempló a sí misma gravemente herida, a punto de expirar.
Entonces se incorporó de un brinco y huyó. Arremetió contra la puerta de hierro en su carrera, lanzando todo su peso contra ella, y la golpeó con los puños cuando no cedió. El dolor de la carne magullada le hizo recobrar la cordura. La oscuridad que la había cegado abandonó sus ojos y la mujer advirtió que la cancela tenía un picaporte; con un sollozo de alivio, lo agarró y lo hizo girar.
El pestillo chascó y Kit empujó la hoja de hierro, la cruzó a toda prisa y volvió a cerrarla tras de sí con un fuerte portazo. Se recostó contra ella, demasiado debilitada por el miedo para seguir adelante. Respirando entre jadeos, esperó a que su corazón dejara de palpitar alocadamente y recobrara el ritmo normal, que el sudor que le humedecía las palmas de las manos se secara, que las piernas dejaran de temblarle.
—¡Esa era yo! —jadeó, estremecida—. La de ahí dentro era yo. Estaba agonizando, muriendo de modo horrible, doloroso… «Siempre te amé…»—. Era mi voz. ¡Mis palabras! Kitiara hundió la cara en las manos, presa de un terror tal como jamás había experimentado—. ¡No! ¡Por favor, no! Yo… Yo… —Hizo una inhalación profunda, estremecida—. ¡Soy una estúpida!
Se derrumbó contra la puerta, tiritando; fue una reacción ante el miedo. Se asestó una bofetada mentalmente con la que pretendía aclarar su mente ofuscada y librarla de alucinaciones, fantasías, desvaríos, …
—No era real. No puede haber sido real. —Suspiró y tragó saliva con esfuerzo. Su boca volvía a secretar y notó el acre regusto del miedo—. Estoy cansada y no he dormido bien. Cuando una persona no duerme, empieza a ver cosas. Acuérdate de Harwood en las Praderas de Arena, durante la lucha contra los goblins. Se pasó despierto tres noches, corriendo, y después entró alborotando en el campamento, gritando que unas serpientes se arrastraban sobre su cabeza.
Kitiara seguía recostada contra la puerta, ciñendo su cuerpo helado, tratando de borrar el recuerdo del sueño.
Porque tenía que haber sido un sueño. No cabía otra explicación.
—Si volviera ahí dentro —se dijo—, no encontraría nada. Nada ni nadie. Eso sería lo que encontraría. Nada.
Pero no regresó a la cámara.
Kitiara respiró hondo y, sintiendo que la sensación de horror empezaba a desvanecerse, se sacudió de encima el miedo irracional y miró a su alrededor.
Se encontraba en una gran caverna, una gruta enorme. Del fondo llegaba un resplandor; un brillo que podría haber creado la luz de una antorcha al reflejarse sobre montones de oro y plata.
—Vaya, eso está mejor —dijo, inmensamente alegre—. Creo que estoy llegando a alguna parte.
Se apresuró en aquella dirección, hacia la luz brillante, satisfecha de tener un propósito, extremadamente contenta de dejar atrás la malhadada cámara.
El suelo de la caverna era liso, y la gruta en sí, espaciosa. Immolatus, en su forma de dragón, habría cabido allí y aún quedaría hueco para dos o tres de sus grandes amigos Rojos. Si existía un lugar ideal para que unos dragones ocultaran sus huevos, era éste. Nerviosa por la perspectiva, Kitiara echó a correr. La sangre recorrió bulliciosa su cuerpo y devolvió la calidez a sus extremidades entumecidas.
Llegó a su destino con la respiración entrecortada, pero sintiéndose como nueva, llena de energía. Y triunfante.
Apiñados en un gran nicho de la caverna había centenares de huevos. Huevos enormes. Cada uno de ellos tan alto como Kitiara o más, y tan ancho que aunque la mujer hubiese extendido los brazos no habría abarcado más que una pequeña parte de la cáscara. Todos ellos irradiaban una luz suave. Algunos brillaban con una tonalidad dorada, mientras que la de otros era plateada. Había muchísimos. Tantos que no sabría por dónde empezar a contarlos; sin embargo, eso era lo que tenía que hacer: contarlos. Una labor tediosa y aburrida. Aun así, se sorprendió al darse cuenta de que estaba deseando ponerse a la tarea.
Catalogar huevos y trazar un mapa de su ubicación para futuras consultas sería un trabajo pesado que garantizaría la desaparición de los últimos vestigios del terror que alentaba en su mente. En el momento que llegaba a esa satisfactoria conclusión, sintió un leve soplo de aire fresco que le rozó la mejilla. Inhaló profundamente.
Un gran túnel, lo bastante amplio para que cupiese el corpachón de un dragón, conducía a la entrada secreta que Immolatus había estado buscando. Era una oquedad inmensa en la cara de la montaña, un agujero completamente indistinguible desde el exterior al estar oculto por un soto de abetos. Kit se abrió paso entre los árboles y salió a una amplia cornisa. Alzó la vista hacia el cielo nocturno, velado por el humo, y luego miró hacia abajo, a la condenada ciudad Última Esperanza. Debía de ser alrededor de medianoche. Tenía tiempo de sobra para completar su trabajo y descender la ladera hasta el campamento del comandante Kholos.
Regresó a la gruta de los huevos, que irradiaban luz suficiente para que Kit viera bien, y se puso manos a la obra, agradecida de tener algo en lo que ocupar su mente. Sacó el pequeño libro encuadernado en cuero que Immolatus le había dado y buscó en la bolsita que llevaba en el cinturón hasta dar con un trozo de carboncillo que tenía guardado.
En primer lugar, dibujó un mapa de la ubicación de la entrada oculta, haciendo un cálculo bastante aproximado del junto donde se encontraba en relación con las murallas de la ciudad y las distintas marcas del terreno más descollantes a fin de que el comandante Kholos pudiese encontrar la caverna sin tener que pasar a través del templo. Viendo lo empinado de la pendiente, no pudo menos de preguntarse cómo haría Kholos para bajar los huevos en carretas montaña abajo. Pero eso no le concernía, gracias a la Reina Oscura. Su tarea había terminado.
Acabado el mapa, se puso de pie y entró en la caverna de los huevos, ahora rebosante de una luz dorada y plateada que irradiaban los dragoncillos nonatos, cuyas almas jugaban entre las estrellas, en los campos celestiales.
¿Qué les ocurriría a aquellas almas que jamás alentarían en este mundo? Kit se encogió de hombros. Eso tampoco era de su incumbencia.
Miró los huevos y decidió que lo mejor sería contarlos por hileras ordenadas para no perderse y tener que volver a empezar. Se encaramó a un saliente rocoso que se asomaba a la gruta y abrió el libro sobre su regazo.
—Descubriste el tesoro —dijo una voz a su espalda.
Kitiara cerró rápidamente el libro, lo tapó con la mano y se volvió.
—Sir Nigel —saludó—. Así que aquí es donde te trasladaste cuando desapareciste. En cuanto al tesoro, ¡ja! No he encontrado nada salvo estas cosas, sean lo que sean. Huevos, supongo. Y bien grandes ¿verdad? Podría hacerse una tortilla gigantesca, suficiente para alimentar a todo un ejército. ¿Qué clase de criatura supones tú que los puso?
—Éste no es el tesoro —dijo el caballero—. El tesoro estaba dentro del mausoleo. Un tesoro dejado allí por Paladine.
—Pues dile al tal Paladine que prefiero mi tesoro en rubíes y esmeraldas —respondió Kit, ingeniándoselas para esbozar una sonrisa temblorosa.
—Has visto tu muerte. Una muerte espantosa. Sin embargo, todavía estás a tiempo de cambiar tu sino —continuó sir Nigel—. Por esa razón se te reveló el futuro. Tienes el poder para cambiarlo. Deja sin acabar la tarea que te ha traído aquí. Hazlo y habrás dado el primer paso para detener lo que de otro modo ocurrirá.
Kitiara estaba cansada y hambrienta. La quemadura de la mano le dolía, y no le gustaba que le recordara la escena horrible presenciada en aquel mausoleo. Tenía trabajo que hacer y este condenado fantasma la estaba interrumpiendo. Le dio la espalda y se inclinó sobre el librito.
—Eh, me parece haber oído a tu dios llamándote. Será mejor que vayas a ver qué quiere.
Sir Nigel no respondió. Kit echó un vistazo por encima del hombro y se sintió aliviada al descubrir que el espectro había desaparecido.