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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (13 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Cambalache ayudó a Caramon a ponerse la armadura de cuero, que era distinta al coselete que se utilizaba generalmente en la compañía C. Esta iba almohadillada en los brazos y el torso y por la parte externa estaba reforzada con tiras de metal. Era un coselete pesado, pero proporcionaba mejor protección que el ligero coselete utilizado por los hombres durante sus misiones de patrulla. Las armaduras las habían tomado de prestado a la compañía A, así como los grandes Escudos que llevarían en la batalla de ese día.

El semikender estaba cabizbajo y no dejaba de parpadear. II rumor que había oído la noche anterior resultó ser cierto: e habían ordenado quedarse en el campamento mientras que el resto de la compañía avanzaba para el ataque. Cambalache había suplicado e incluso discutido hasta que la sargento Nemiss acabó perdiendo la paciencia. La mujer cogió uno de los enormes escudos que los soldados llevarían y se o lanzó al semikender. El escudo lo tumbó patas arriba y lo dejó aplastado contra el suelo.

—¿Te das cuenta? —instó la sargento—. ¡Ni siquiera puedes levantarlo!

Los hombres se echaron a reír mientras Cambalache se retorcía y conseguía salir, no sin grandes esfuerzos, de debajo del pesado escudo, todavía argumentando con la oficial. La sargento Nemiss le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que era un «voluntarioso gallito de pelea» y que «si encontraba un escudo grande que pudiera manejar, tenía permiso para ir con ellos». Después le ordenó que ayudara a otros soldados a ponerse las armaduras.

Cambalache hizo lo que le mandaba aunque sin dejar de protestar todo el tiempo y rezongar que no era justo, que estaba tan bien entrenado como cualquiera, que los demás creerían que era un cobarde, que no veía por qué no podía utilizar su viejo escudo y así sucesivamente. No obstante, las protestas de Cambalache se cortaban de manera repentina.

Caramon lo sentía por su amigo, pero pensaba que sus quejas y lamentaciones habían durado más que suficiente, e modo que soltó un suspiro de alivio al creer que Cambalache había aceptado finalmente su triste destino.

—Te veré después de tomar la muralla —se despidió mientras se calaba el yelmo.

—Buena suerte, Caramon —le deseó Cambalache al lempo que le tendía la mano con una sonrisa.

El mocetón miró intensamente a su amigo. Ya había visto la misma sonrisa, dulce e inocente, con anterioridad, en la ira de otro buen amigo: Tasslehoff Burrfoot. Caramon conocía a los kenders lo suficiente como para que se despenaran sus sospechas. No se le ocurría qué podría estar tramando Cambalache, y antes de que tuviese tiempo para pensar seriamente en el asunto, la sargento Nemiss ordenó formar a la compañía.

El capitán Senej condujo su caballo hasta llegar frente a las filas; allí desmontó e hizo una rápida aunque rigurosa inspección, tirando de las armaduras para asegurarse de que no se soltarían y examinando las puntas de las lanzas para cerciorarse de que estaban afiladas. Acabada la inspección, se volvió hacia sus tropas; todo el campamento se había reunido para oír y observar.

—Hoy vamos a tantear las defensas occidentales, soldados. Queremos ver si hay alguna sorpresa esperándonos en esa ciudad. La maniobra es sencilla: cerrad filas lo más posible, sostened los escudos en alto y marchad en formación hasta la muralla. Nos va a caer encima un buen chaparrón de flechas disparadas por los arqueros, pero la mayoría chocará contra nuestros escudos.

»Nuestros propios arqueros intentarán despejar la muralla lo mejor que puedan, pero no penséis que ellos van a resolvernos el problema. Después de haberlos visto practicar, me preocupa más que nos den a nosotros que el hecho de que despejen o no la muralla.

La compañía de arqueros empezó a abuchear y a silbar mientras que la compañía de comandos reía de buena gana. La tensión desapareció, que era precisamente lo que el capitán se proponía. Sabía que, a menos que el enemigo fuera completamente incompetente, sus hombres iban a enfrentarse a una fuerza abrumadoramente superior. Hasta qué punto era superior el enemigo y cuál su grado de destreza eran dos preguntas a las que no tardaría en obtener respuesta. No hizo mención al ejército de aliados, que se había reunido para presenciar el asalto. La corpulenta figura de su comandante era fácilmente distinguible montada en su caballo de guerra, a una distancia segura del al canee de disparos.

—¡Bien, basta de charla! —gritó el capitán Senej—. Tan pronto como llegue la señal de que la compañía de arqueros está en posición, haremos el trabajo y volveremos a tiempo para comer. —Recorrió las filas con la mirada y la detuvo en Caramon. El capitán sonrió y añadió —: También estamos los primeros de la fila para comer, Majere.

Caramon se sintió enrojecer, pero siempre estaba dispuesto a reírse de sí mismo, de modo que se unió de buen grado a la carcajada general.

La compañía C marchó hasta el límite del campamento y se reunió en una apretada formación de tres filas. Caramon estaba en la última. El capitán Senej ocupó su puesto al frente; un asistente se llevó su caballo. El capitán caminaría junto a sus hombres. Cuando Senej levantaba la espada para dar la señal de marchar, Caramon sintió que una mano le daba tirones de la parte posterior del coselete. Volvió la cabeza y se encontró con Cambalache, pegado contra él, casi pisándole los talones.

—La sargento dijo que podía venir si encontraba un escudo —argumentó el semikender—. Supongo que tú lo eres, Caramon. Espero que no te importe.

El mocetón no supo si le importaba o no porque no tuvo tiempo para pensarlo. A la derecha, una bandera descendió y volvió a subir; la compañía de arqueros estaba en posición. El capitán bajó la espada.

—¡Adelante! ¡Compañía de comandos la primera en la lucha!

La compañía lanzó un vítor y empezó a marchar a un paso lento pero regular, con el portaestandarte caminando enorgullecido justo detrás de su capitán.

En el campamento, los trompetas y tambores del barón empezaron a tocar una marcha marcando un ritmo que facilitaba que los hombres mantuvieran el paso. El izquierdo de cada hombre se adelantó con el sonido del tambor bajo y los soldados avanzaron al unísono, los escudos bien juntos y las lanzas aprestadas.

La música enardeció a Caramon, que miró a los hombres que iban a su lado, sus compañeros, y sintió el corazón henchido de orgullo. Jamás se había sentido tan unido a nadie, ni siquiera a su gemelo, como a estos hombres que avanzaban para afrontar juntos el peligro, la muerte. El ligero cosquilleo de miedo que había notado en el estómago y en las entrañas desapareció. Era invencible, nada podía hacerle daño. No en ese día.

Un arroyuelo atravesaba el terreno que separaba el campamento de la muralla de la ciudad, su objetivo. El cauce se secaba en verano, pero las orillas eran bastante empinadas y les llevaría un tiempo cruzarlo, sobre todo porque la hierba que tapizaba los márgenes estaba resbaladiza a causa de la llovizna. La compañía llegó al arroyo en ángulo, de manera que el flanco derecho de la formación cruzó antes que el izquierdo. Pequeñas brechas aparecieron en la línea mientras los soldados aflojaban el paso para ver dónde ponían los pies; después la línea recobró su formación original al otro lado del cauce.

—¿Por qué no nos han disparado? —preguntó Cambalache—. ¿A qué esperan?

—Cerrad el pico y mantened la formación cerrada —ordenó la sargento Nemiss, situada a la izquierda de Caramon, a cierta distancia—. ¡Lo harán a no tardar, antes de lo que pensáis!

Un sonido sibilante, que no se parecía a nada que Caramon hubiera escuchado en su vida —un sonido siseante, zumbante, chasqueante, todo combinado— hizo que se le pusiera de punta el vello en la nuca.

El avance de la línea vaciló. Todos habían oído un ominoso ruido. Caramon miró a lo alto, por encima del escudo. Allí arriba el cielo estaba negro con lo que comprendió, con estupefacción, que era una mortífera andanada de cientos de flechas.

—¡Mantened el condenado escudo en alto! —bramó la sargento.

Recordando el entrenamiento recibido, Caramon levantó rápidamente el escudo por encima de su cabeza. Un instante después, el escudo vibró y se sacudió con el impacto de las flechas. Al mocetón le sorprendió la fuerza de los golpes, como si alguien aporreara el escudo con un mazo de guerra.

Y entonces todo acabó.

Caramon vaciló, encogido, esperando otro ataque. Al notar que éste no se producía, se aventuró a mirar la parte delantera de su escudo. Del mismo sobresalían cuatro flechas, los astiles firmemente alojados en el metal. Caramon tragó saliva con esfuerzo al pensar lo que esas flechas habrían hecho si lo hubieran alcanzado a él en lugar del escudo. Algunos de los soldados estaban arrancando las flechas hincadas en sus escudos y tirándolas a un lado. Caramon se volvió para ver cómo le había ido a Cambalache.

El semikender alzó la vista hacia él y esbozó una sonrisa trémula.

—¡Caray, chico! —fue todo cuanto dijo.

Caramon miró a ambos lados y no vio a nadie caído. No había huecos en la líneas. El capitán echó una rápida ojeada hacia atrás para comprobar que la compañía lo seguía todavía.

—¡Adelante, soldados! —gritó.

El sonido silbante se repitió, pero esta vez desde el flanco derecho. La compañía de arqueros respondía a los disparos con su propia andanada. Las flechas volaron hacia las murallas de la ciudad surcando el aire por encima de las cabezas de los hombres de la compañía C, que proseguían su avance. Otra andanada salió de la ciudad.

Caramon levantó el escudo y los proyectiles se alojaron en él con golpes secos. El guerrero se tambaleó por la fuerza de los impactos, pero siguió adelante. Un grito desgarrado, no muy lejos, hizo que levantara la cabeza bruscamente. Un hombre de su fila se desplomó en el suelo, gritando y retorciéndose de dolor. Una flecha le había partido la tibia. Apareció un hueco en la línea; el hombre que venía detrás del herido saltó por encima de él y ocupó su puesto, cerrando así la brecha.

La compañía C siguió avanzando. Caramon estaba furioso, se sentía frustrado. Quería arremeter, descargar su ira contra algo, pero no había nadie a quien atacar. No podía hacer otra maldita cosa que seguir adelante y ser un blanco al que disparar. El hecho de que la compañía de arqueros respondiera a los disparos no parecía surtir ningún efecto. Otra andanada de flechas llovió del cielo.

La tercera andanada se descargó sobre la compañía. Un hombre que iba delante de Caramon cayó hacia atrás y se desplomó a sus pies. El hombre no gritó. No podía hacerlo, comprobó Caramon horrorizado. Una flecha se le había clavado en la garganta y el hombre se apretaba la terrible herida con una mano; de su boca abierta salían ruidos gorgoteantes.

—¡No te detengas! ¡Cierra la línea, maldita sea! —le gritó un veterano a Caramon al tiempo que le asestaba en el brazo un golpe con el escudo.

El mocetón saltó hacia un lado para no pisar al herido, resbaló en la hierba húmeda y enrojecida por la sangre y a punto estuvo de perder el equilibrio. Unas manos a su espalda lo asieron por el cinturón y lo ayudaron a sostenerse en pie. Cuando el sonido zumbante se repitió de nuevo, Caramon se agazapó en un intento de hacerse lo más pequeño posible para protegerse con el escudo.

Y entonces, inexplicablemente, los disparos cesaron. La compañía se encontraba a ciento cincuenta metros de su objetivo. A lo mejor la compañía de arqueros había despejado la muralla. A lo mejor el enemigo había huido con el rabo entre las piernas. Caramon levantó la cabeza cautelosamente para echar un vistazo. Entonces se produjo un ruido sordo y seco que Caramon, más que oír, sintió, como si algo pesado hubiese golpeado el suelo empapado. Al ruido sordo le siguió un fuerte chasquido. Caramon miró en derredor para ver la procedencia de esos sonidos y presenció cómo dos filas de hombres dejaban de existir. Un instante antes había seis hombres a su derecha, y al siguiente, ninguno.

Un enorme pedrusco rodaba y brincaba sobre la hierba manchada de sangre y finalmente se detuvo. Lanzado por una catapulta desde lo alto de la muralla de la ciudad, la piedra había caído sobre las filas, abriendo un surco entre los hombres y éstos habían dejado de serlo; ahora estaban reducidos a un amasijo de carne ensangrentada y huesos rotos.

Los gritos de los heridos, el hedor a sangre, orín y excrementos, pues muchos de los moribundos ya no podían controlar los intestinos, provocó que Caramon vomitara el desayuno que con tanta satisfacción se había comido. El guerrero se dobló por la cintura y vació el estómago. El sonido de otra andanada a poco acaba con su entereza; deseaba echar a correr, huir de aquel espantoso campo de muerte, pero el entrena miento recibido hizo que aguantara; el entrenamiento y Li idea de que si corría sería tachado de cobarde y quedaría des honrado para siempre.

Se agazapó detrás del escudo; volvió la cabeza y miró tras de sí, preocupado por Cambalache, pero no vio a su amigo su izquierda se desplomaron tres hombres, incluido el portaestandarte de la compañía; la bandera cayó hacia adelante. Toda la línea había dejado de moverse; tanto el capitán como la sargento seguían avanzando.

De repente apareció Cambalache. Saltando sobre los, cuerpos de los muertos y los moribundos, llegó junto al portaestandarte y, afrontando una lluvia de flechas disparadas desde la muralla, recogió la bandera y la hizo ondear orgullosamente por encima de su cabeza a la par que lanzaba un grito desafiante.

El resto de la compañía C se sumó al grito, pero sonaba desigual, quebrado. Tanto el capitán como la sargento volvieron la cabeza y vieron la terrible destrucción. Otra andanada de flechas y el seco sonido del lanzamiento de otra piedra —que esta vez se quedó corto— hizo reaccionar al capitán. Sus hombres habían recibido castigo de sobra.

—¡Retirada! ¡Retroceded en formación! ¡Mantened altos los escudos! —gritó.

Caramon se adelantó rápidamente para proteger a Cambalache, cubriendo su espalda con el escudo. El semikender hacía caso omiso de las flechas que pasaban silbando a su alrededor y marchaba con orgullo, haciendo ondear la bandera. La compañía se retiró ordenadamente, sin pánico, sin romper filas ni correr ciegamente. Si un hombre caía, los demás se desplazaban para cerrar la brecha. Algunos se paraban para ayudar a los heridos a volver al campamento. La compañía de arqueros disparó andanada tras i andanada contra la muralla de la ciudad, cubriendo la retirada.

Cambalache llevaba la bandera y Caramon sostenía el escudo de manera que protegiera las espaldas de ambos. Otros cincuenta pasos y los hombres empezaron a relajarse. Las flechas habían dejado de caer sobre ellos; por fin estaban fuera del alcance de los proyectiles.

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