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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (6 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Kitiara permaneció junto a las puertas doradas, vacilando, titubeando, escuchando de buena gana la voz cobarde que sonaba en su cabeza y odiándose por plantearse seriamente sus sugerencias. Jamás había experimentado un miedo así. Nunca había imaginado que algo pudiera asustarla tanto.

Si daba media vuelta y se marchaba, cada instante de su vida, desde ese preciso momento hasta la hora de su muerte, vería este lugar cada vez que cerrase los ojos. Reviviría su miedo, su vergüenza. Su cobardía. No podría vivir consigo misma. Mucho mejor ponerle fin de inmediato, en ese momento.

Espada en mano, dio un paso hacia la brillante luz plateada.

Una barrera —invisible, sutil, fina como una tela de araña pero, aun así, fuerte, como si estuviese tejida con hilos de acero— se extendía a través de su torso. Volvió a empujar, pero encontró cerrado el camino. No podía pasar.

La voz de un hombre, baja y resuelta, habló desde la oscuridad:

—Entra, amiga, y sé bienvenida. Pero antes deja tu arma. El interior de estos muros es un refugio de paz.

Kitiara se quedó sin aliento, el aire retenido en su garganta constreñida, y la mano con la que sostenía la espada tembló. La barrera le cerraba el paso y su primer pensamiento fue de alivio. Encolerizada, mantuvo asida el arma y empujó contra la barrera.

—Te advierto —dijo el hombre, cuya voz no era amenazadora, sino rebosante de compasión—, que si entras en este sagrado lugar con la intención de utilizar la violencia, empezarás a recorrer una cuesta abajo que te conducirá a tu propia destrucción. Deja el arma y entra en paz, y serás bienvenida.

—Debes tomarme por idiota si piensas que voy a renunciar a mi único medio de defensa —gritó Kitiara mientras intentaba localizar al hombre que hablaba, pero incapaz de distinguirlo con la intensa luz.

—Nada tienes que temer dentro de este templo excepto lo que tú misma traigas contigo al entrar —contestó la voz.

—Y lo que traigo es mi espada—manifestó Kitiara.

Dio un paso al frente con resolución.

Las bandas se aplastaron con fuerza contra su torso, como si fueran a henderle la carne, pero no cedió. La presión desapareció de un modo tan repentino que la cogió por sorpresa y salió lanzada, dando trompicones, hacia el interior del templo y estuvo a punto de caer de bruces. Recuperó el equilibrio merced a un reflejo felino y miró prestamente en derredor, girando sobre sí misma, con la espada enarbolada, lista para atacar. Miró hacia adelante, a uno y otro lado, detrás.

Nada. Nadie. La luz plateada, que la había cegado nada más cruzar las puertas del templo, era suave y difusa ahora que se había adentrado en él, y lo iluminaba todo; Kitiara podía ver cada detalle del interior de la construcción con aquel fulgor fantasmagórico. Habría preferido la oscuridad. La luz no procedía de ninguna fuente que pudiese ver, parecía irradiar de las paredes.

La estancia principal del templo tenía forma rectangular, carente por completo de decoración, y estaba vacía. No había altar al fondo ni estatua del dios, ni braseros para incienso, ni sillas, ni mesas. Ninguna columna arrojaba sombras en las que pudiera ocultarse un asesino. Nada quedaba oculto. A la blanca luz plateada podía verlo todo.

Situadas en la pared este, la que se fundía con la montaña, había otras grandes puertas, éstas hechas de plata. Immolatus, maldita fuera su alma, tenía razón. Esas puertas debían de conducir a las cavernas situadas en el interior de la montaña. Buscó un cerrojo o una cerradura, pero no encontró nada. Las puertas no tenían picaporte ni nada con que abrirlas. Debía de haber un modo; sólo tenía que descubrirlo. Sin embargo, no quería dejar al desconocido enemigo a su espalda.

—¿Dónde estás? —demandó Kitiara. Se le ocurrió que tal vez su adversario se había escabullido por las puertas de plata—. ¡Sal, cobarde, muéstrate!

—Estoy aquí, a tu lado —dijo la voz—. Si no puedes verme es porque estás ciega. Deja tu espada y verás mi mano tendida.

—Sí, con una daga en ella —replicó con sorna Kit—. Listo para matarme en cuanto esté desarmada.

—Repito, amiga, que cualquier mal que haya aquí dentro es el que tú has traído. Sólo el traicionero teme la traición.

Harta de estar hablando con el aire, Kitiara arremetió hacia donde sonaba la voz con una estocada que debería haber atravesado el vientre de su invisible enemigo.

La hoja de acero no encontró resistencia, pero sí recibió una descarga paralizadora, como si el metal hubiese entrado en contacto con un rayo, y se extendió a lo largo de su brazo. Su mano y sus dedos parecieron arder y una sensación de cosquilleo pasó veloz desde la palma de la mano hasta el final del brazo. Kitiara lanzó un ahogado grito de dolor y faltó poco para que dejara caer la espada.

—¿Qué me has hecho? —bramó enfurecida mientras asía el arma con las dos manos—. ¿Qué magia has utilizado contra mí?

—Yo no te he hecho nada, amiga. Lo que haces, te lo haces a ti misma.

—¡Esto es algún tipo de hechizo, mago cobarde! ¡Da la cara y lucha!

Volvió a arremeter contra el aire, lanzando estocadas y tajos.

El dolor fue como si un río de lava le corriera por el brazo, abrasándoselo. La empuñadura de la espada se puso caliente, como si acabase de salir de la forja al rojo vivo del herrero. Kitiara no pudo mantenerla asida; arrojó el arma al suelo al tiempo que lanzaba un grito y después sostuvo la mano quemada con sumo cuidado.

—Intenté advertirte, amiga. —La voz sonaba triste y pesarosa—. Has dado los primeros pasos por el camino de tu propia destrucción. Déjalo ahora y quizás aún puedas evitar tu perdición.

—Yo no soy tu amiga —siseó Kitiara, prietos los dientes por el dolor de la quemadura. Una ampolla rojiza e hinchada, con la forma de la empuñadura de la espada, se marcaba claramente en la palma de su mano—. Muy bien, hechicero. ¡Ya he tirado el arma! ¡Deja al menos que te vea!

Estaba frente a ella, y no era un mago como había esperado, sino un caballero con armadura plateada; una armadura anticuada y pasada de moda, pesada, del tipo que se llevaba más o menos en la época del Cataclismo. El yelmo no tenía visera movible, como los yelmos actuales, pero estaba hecho de una única pieza de metal y no cubría la boca ni la parte delantera del cuello.

Sobre la armadura, el caballero llevaba una gonela de tela blanca que tenía bordado un martín pescador, el cual asía una espada con una garra y una rosa con la otra. El cuerpo del caballero emitía un suave brillo y era casi translúcido.

Por un instante, a Kitiara le falló el valor. Ahora sabía por qué Immolatus no había entrado en el templo. El templo debía estar guardado, había dicho. ¡Pero lo que no había dicho es que estaría guardado por muertos!

—Jamás creí en los fantasmas —masculló Kit para sí misma—, pero tampoco había creído en los dragones. Mala suerte la mía que ambos se hayan hecho realidad.

Podía dar media vuelta y salir por pies, y quizás eso sería lo mejor. Por fortuna, sus pies estaban demasiado ocupados temblando para intentar siquiera echar a correr.

«¡Vamos, cálmate, Kit! —se exhortó—. Ahora es un fantasma, pero antes fue un hombre. Y no ha nacido hombre que tú no sepas manejar. Era un caballero, un solámnico, que por lo general están tan imbuidos en el honor que hasta defecar les resulta violento. No creo que la muerte cambie esa circunstancia.»

Kitiara intentó atisbar los ojos del fantasma del caballero, pues los ojos de un enemigo a menudo revelan su siguiente punto de ataque. Sin embargo, los ojos del caballero no eran visibles, ocultos como estaban bajo la sombra arrojada por el borde del yelmo. Su voz no sonaba ni vieja ni joven.

Forzando a sus labios agarrotados a esbozar una sonrisa cautivadora, Kit miró en derredor y localizó su espada tirada en el suelo. Podía luchar con la otra mano, la ilesa, si llegaba el caso. Un salto rápido, agacharse, cogerla, y de nuevo tendría su arma.

—¡Un caballero! —Kitiara soltó un suspiro de fingido alivio. Así se condenara si permitía que ese fantasma se diera cuenta de que la había asustado—. ¡Qué alegría verte!

Se acercó un paso al espíritu, un movimiento que no quería hacer pero que la aproximaba más a su espada.

—Escúchame, señor caballero. ¡Guárdate! Hay algo maligno en este lugar.

—Ciertamente lo hay —convino el caballero, que permanecía inmóvil. Su intensa y fija atención resultaba desconcertante.

—Supongo que lo que quiera que hubiese se ha marchado de momento —continuó Kit, regalándole con su ambigua sonrisa y una mirada insinuante. Su osadía iba en aumento. Si el fantasma tuviera intención de hacerle daño, ya se lo habría hecho a esas alturas—. Probablemente lo has ahuyentado tú. Sin embargo, es posible que regrese. Entonces lo combatiremos juntos, tú y yo. Necesitaré mi espada…

—Combatiré contigo al Mal —dijo el caballero—. Pero no necesitas tu espada.

—¡Maldita sea! —empezó, furiosa, Kit, que se mordió los labios para contener sus precipitadas palabras. Tenía que encontrar un modo de distraer al espíritu durante unos segundos, el tiempo suficiente para recobrar el arma.

»¿Qué estás haciendo aquí, señor caballero? —preguntó, sofocando la ira y recuperando la sonrisa—. Me sorprende que no te encuentres en las murallas, defendiendo tu ciudad contra los invasores.

—Cada uno de nosotros está llamado a combatir la Oscuridad a su propio modo. El Templo de Paladine es el puesto que se me ha asignado —dijo el caballero con grave solemnidad—. Lo ha sido durante más de trescientos años. No lo abandonaré.

—¡Más de trescientos años! —Kit intentó reír, pero tuvo un ataque de tos cuando la risa se le atragantó en la garganta—. Vaya, supongo que debe parecerte muy larga tu estancia aquí, sin compañía en este sitio olvidado de los dioses. ¿O hay alguien que comparta la vigilancia contigo?

—Nadie comparte mi vigilia —contestó el caballero—. Estoy solo.

—Una especie de pequeño castigo, supongo —comentó Kit, satisfecha de saber que el espíritu no tenía más compañeros fantasmales—. ¿Cómo te llamas, caballero? Quizá conozco a tu familia. Mi padre… —Kit estuvo a punto de decir que su padre había sido un Caballero de Solamnia, pero lo pensó mejor. Cabía la posibilidad de que el fantasma no sólo conociese a su padre sino la historia, ni por asomo gloriosa, de su progenitor—. Mi familia es de Solamnia —rectificó.

—Soy Nigel de Landa Fragosa.

—Kitiara Uth Matar. —La mujer tendió la mano, cambió de dirección, se giró, se agachó e intentó recoger su espada.

Una espada que ya no estaba allí.

Kitiara miró de hito en hito el espacio vacío en el suelo y tanteó en derredor, todavía puesta a cuatro patas, hasta que comprendió la imagen absurda y frenética que debía de estar ofreciendo. Lentamente se puso de pie.

—¿Dónde está mi arma? —demandó—. ¿Qué has hecho con ella? ¡Pagué un buen puñado de acero por esa espada! ¡Devuélvemela!

—Tu espada no ha sufrido ningún daño. Cuando te marches del templo, la encontrarás esperándote.

—¡Esperando a cualquier ladrón que puede robarla! —El miedo de Kitiara estaba siendo sustituido rápidamente por la ira.

—Ningún ladrón la tocará, te lo prometo —dijo sir Nigel—. También encontrarás allí el cuchillo que llevabas escondido en la bota.

—¡Tú no eres un caballero! Al menos, un caballero de verdad —gritó la mujer, que echaba chispas—. ¡Un caballero, vivo o muerto, no recurriría a semejante bellaquería!

—He retirado las armas por tu propio bien —contestó sir Nigel—. Si hubieses seguido intentando utilizarlas, te habría sobrevenido un daño mayor del que tú podrías haber infligido.

Desconcertada, chasqueada, Kit miró con frustración a aquel fantasma exasperante. Había conocido a pocos hombres capaces de aguantar el fuego de su enojo, de soportar la abrasadora mirada de sus oscuros ojos. Tanis era uno de esos pocos, e incluso él había salido chamuscado en más de una ocasión. Pero sir Nigel se mostraba impasible.

Aquello no conducía a nada ni favorecía la consecución de la tarea que tenía entre manos. Puesto que con enfurecerse no estaba consiguiendo nada, entonces recurriría al disimulo y a la seducción, dos armas que nadie podría arrebatarle nunca. Le dio la espalda al fantasma y empezó a recorrer la vacía sala, admirando de manera ostensible la arquitectura mientras componía el gesto y apagaba el fuego iracundo de sus ojos.

—Oh, vamos, sir Nigel —dijo en tono engatusador—, hemos empezado con mal pie y ahora las cosas se han enredado de un modo absurdo. Te interrumpí apartándote del cometido que estuvieras llevando a cabo, y tienes motivo para sentirte ofendido. En cuanto al hecho de que desenvainara mi espada contra ti, se debió a que me diste un susto de muerte. No esperaba que hubiese nadie aquí, ¿comprendes? Y hay algo terrible en este lugar —añadió Kit con más sinceridad de lo que era su intención. Miró en derredor y se estremeció con un escalofrío que no era fingido del todo—. Me pone la piel de gallina. Cuanto antes salga de aquí, mejor. —Se acercó a él y bajó la voz—. Apuesto a que sé por qué estás aquí. ¿Quieres que te diga cuál es mi conjetura? Estás custodiando un tesoro, desde luego. Es lo más lógico.

—Así es, en efecto —manifestó el caballero—. Estoy aquí para proteger un tesoro.

De modo que era cierto. A Kitiara le sorprendía no habérselo imaginado antes. Immolatus había mencionado que los huevos estarían custodiados y por supuesto lo estaban. Pero no por clérigos.

—Y te han dejado completamente solo —dijo Kitiara con timbre compasivo. Frunció el entrecejo un poco—. Valeroso pero insensato, señor caballero. He oído comentarios sobre el comandante de las fuerzas enemigas que ahora rodean tu ciudad. Kholos es un tipo duro, un hombre cruel. Semigoblin, según cuentan. También se dice que puede oler una moneda de acero que esté en el fondo de una letrina. Cuenta con dos mil hombres bajo su mando, y arrasarán este templo contigo dentro y no habrá nada que, ni siquiera los muertos, puedan hacer para detenerlos.

—Si esos hombres son tan crueles como aseguras, jamás hallarán el tesoro que guardo —adujo sir Nigel, y a Kit le dio la impresión de que sonreía.

—Apuesto a que yo puedo encontrarlo —sugirió al tiempo que lo miraba enarcando una ceja—. Apuesto a que no está tan bien escondido cómo crees. Déjame buscarlo y si consigo localizar el tesoro, entonces podrías cambiarlo a un escondrijo mejor.

—Eres libre de buscar —dijo sir Nigel—. No es de mi incumbencia impedirte a ti o a cualquier otro que busque.

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