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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (11 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Raistlin siguió en el mismo sitio, fuera de la tienda. Se había acostumbrado a su vista maldita, a mirar el mundo a través de unos ojos lastrados con el maleficio por el que veía todas las cosas afectadas por el paso del tiempo, cómo se marchitaban, cómo la belleza se convertía en polvo. Al contemplar a ese hombre, a quien calculaba poco más de cuarenta años, tendría que haberlo visto arrugarse y envejecer. Sin embargo, lo que veía era una imagen borrosa, dos rostros en lugar de uno, dos caras de un retrato superpuesto, como si el artista hubiese dejado que todos los colores se corrieran y mezclaran.

Uno de los rostros era el de un hechicero humano. La otra cara resultaba más difícil de ver, pero Raistlin tuvo la fugaz impresión de algo rojo, de un intenso y brillante rojo. Había algo de reptil en ese hombre, en su segundo rostro.

El joven mago tuvo la sensación de que si le fuera posible enfocar la vista en esa segunda cara la vería con claridad y comprendería lo que le mostraban los ojos. Sin embargo, cada vez que intentaba concentrarse en ella, los rasgos se desdibujaban en los del primero.

Dos semblantes pero, advirtió, ambos lo observaban con un único par de ojos rojos como el fuego. Era un hombre peligroso; claro que todos los hechiceros lo eran.

Alerta, cauteloso, Raistlin aceptó la invitación a entrar en la tienda por la misma razón por la que había sido invitado: curiosidad.

El otro Túnica Roja era alto y delgado, y sus ropajes, buenos y caros. Se dirigió a una pequeña mesa de campamento y tomó asiento en una silla plegable, tras lo cual señaló con un gesto brusco la mesa. Sus movimientos eran garbosos y desmañados a la par, algo muy parecido a la doble imagen borrosa del rostro. Los gestos pequeños —como la oscilación de los largos dedos, por ejemplo, o la ligera inclinación de cabeza— los realizaba con fluidez, fácilmente. Los otros —como sentarse en la silla— resultaban torpes, como si no estuviese acostumbrado a ese tipo de movimientos y tuviera que pararse a pensar lo que estaba haciendo.

—Veamos qué has traído —dijo Immolatus.

Absorto en su empeño de aclarar ese misterio, Raistlin no contestó. Se quedó plantado en el mismo sitio, asiendo el cesto, los estuches de pergaminos y el bastón, sin dejar de mirar al hombre.

—En nombre del Abismo, ¿por qué no me quitas de encima esos extraños ojos tuyos? —demandó, irritado, Immolatus—. ¿Has venido a hacer tratos o no? Veamos que tienes ahí. —Tamborileó impacientemente el tablero de la mesa con la larga y afilada uña del índice.

En realidad, había un solo objeto en la tienda en el que Immolatus estaba verdaderamente interesado, y era el bastón. Pero antes necesitaba enterarse de unas cuantas cosas sobre el mismo, en especial hasta dónde conocía su poder el humano. Por las apariencias, no mucho. Todo lo contrario del primer humano que Immolatus vio asiendo el bastón. El recuerdo hizo que el dragón rechinara los dientes.

Raistlin bajó la vista, pasando por alto el insulto referente a sus ojos. De haberlo querido, él habría podido hacer unos cuantos comentarios sobre la apariencia de ese hombre, pero se contuvo. El hechicero lo superaba en edad y en poder; sobre esto último no le cabía la menor duda. Raistlin se sentía plantado en el centro de un verdadero vórtice de poder mágico. La magia giraba, chisporroteaba y crepitaba a su alrededor, y todo ese poderío emanaba del hombre que tenía ante sí. El joven no había experimentado jamás aquella especie de tormenta mágica, ni siquiera en presencia del jefe del Cónclave. Se sentía humilde y lo consumía la envidia; en ese momento decidió aprender de aquel hombre o perecer en el intento.

Con el propósito de tener las dos manos libres para soltar las mercancías que cargaba, Raistlin apoyó el Bastón de Mago contra la pequeña mesa de campaña.

La mano de Immolatus serpenteó sobre el tablero de la mesa en dirección al cayado. Raistlin advirtió el movimiento y dejó caer el cesto, asió el bastón y lo apretó contra su pecho.

—Un buen báculo para caminar —comentó Immolatus, que dejó los dientes a la vista en lo que él consideraba una sonrisa amistosa y encantadora—. ¿Cómo lo conseguiste?

Raistlin no estaba dispuesto a hablar del bastón, de modo que simuló no haber oído a Immolatus. Manteniendo el cayado bien asido en una mano, desplegó sobre la mesa los estuches de pergaminos, los objetos mágicos, los frascos de pócimas y los tarros de ungüentos de un modo muy parecido a como lo haría un vendedor ambulante en una feria.

—Tenemos varias cosas muy interesantes, señor. Este es un pergamino arrebatado a un Túnica Negra de quien tenemos buenas razones para creer que era de muy alto rango. Y aquí hay…

Immolatus alargó bruscamente el brazo y barrió todos los objetos —pergaminos, pócimas, cesto y vasija de barro— de encima de la mesa.

—Hay un único objeto mágico que me interesa adquirir —dijo, y su mirada fue hacia el bastón.

Los estuches de pergaminos rodaron por debajo de la mesa y los otros productos se desperdigaron en todas las direcciones. La vasija de barro se estrelló contra el suelo de tierra apelmazada y se rompió, salpicando el repulgo de la túnica de Raistlin con la sopa de pollo.

—Este es un objeto mágico por el que no tengo intención de hacer tratos, señor —repuso mientras apretaba con tanta fuerza el cayado que los músculos de la mano y el antebrazo empezaron a dolerle por la tensión—. Algunos de esos otros son bastante poderosos y…

—¡Bah! —Immolatus estaba que ardía de rabia. Se incorporó retorciendo el cuerpo, como si se desenroscara, no como si se pusiera de pie—. Poseo más poder en mi dedo meñique que el que hay en cualquiera de esas baratijas que has tenido la osadía de intentar enjaretarme. Excepto el bastón. A lo mejor me interesa. ¿Cómo llegó a tus manos?

Raistlin estuvo a punto de decir la verdad, de contestar —no sin orgullo— que el bastón había sido un regalo del gran Par-Salian. Empero, su tendencia a ser reservado frenó las palabras en su garganta. Describir el cayado como un regalo del jefe del Cónclave daría pie a más comentarios, más preguntas, tal vez a acrecentar el valor del bastón a los ojos del otro hechicero. Raistlin no quería tener más trato con ese hombre; sólo deseaba marcharse y perderlo de vista cuanto antes.

—El bastón ha estado en posesión de mi familia durante generaciones —dijo a la vez que se desplazaba caminando hacia atrás en dirección a la entrada de la tienda—. Así que, como veréis, maestro, estoy obligado por tradición familiar y por honor a no desprenderme de él. Ya que al parecer no hay posibilidades de que hagamos ningún trato, señor, me despido y os deseo un buen día.

Por pura casualidad, Raistlin dio la respuesta adecuada, la que acaso le salvó la vida. Immolatus llegó inmediatamente a la conclusión de que Raistlin era descendiente del poderoso hechicero Magius, quien tenía que haber dejado a sus familiares un informe escrito de los poderes del cayado o, al menos, pasar esa información verbalmente. Ahora que Immolatus miraba al joven con más atención, no parecía tener mucho parecido con Magius, de quien guardaba tan funestos recuerdos.

Pues había sido él quien derrotó al Dragón Rojo Immolatus. Magius y el poder mágico de aquel bastón habían estado a punto de matarlo, le habían infligido graves heridas que, aunque se sanaron, todavía le dolían. Immolatus había soñado con aquel bastón, con su magia estallando, cegando, desgarrando, matando, durante largos siglos. Habría trocado todo su antiguo tesoro por ese bastón, para asirlo, enarbolarlo, venerarlo… Utilizarlo para castigar a sus enemigos, matarlos como ellos habían estado a punto de matarlo a él. Usarlo para acabar con el descendiente de Magius.

Immolatus no podía combatir al heredero del bastón en su actual forma humana. Se planteó recuperar su forma de dragón, pero rechazó la idea. Se vengaría de todos los que le habían hecho daño: los Dragones Dorados y los Plateados; su artera soberana; y ahora el descendiente de Magius. Había aguardado años y años para tomar venganza, de modo que unos cuantos días más eran simples gotas de agua en el océano de su espera.

—Olvidas tu mercancía, vendedor ambulante —dijo a la par que lanzaba una mirada cáustica a los objetos mágicos que yacían desperdigados a sus pies.

Raistlin no tenía la menor intención de ponerse a gatas para recoger pergaminos, frascos y anillos colocándose en una posición vulnerable a cualquier ataque.

—Quedáoslos, señor. Como vos mismo habéis dicho, apenas tienen valor.

Luego saludó al hechicero con una breve inclinación de cabeza que no era un gesto de mera cortesía, ya que hacerlo le proporcionaba una excusa para salir de la tienda con elegancia, sin dar la espalda al mago.

Immolatus no respondió, pero observó la marcha de Raistlin —o más bien la del bastón— con los rojos ojos cuya mirada, de un modo semejante a un cristal que absorbe los rayos del sol y los enfoca sobre paja, podría haber prendido fuego al cayado.

Raistlin abandonó la tienda y se alejó a buen paso sin ver por dónde caminaba, sin estar siquiera seguro de la dirección que llevaba. Su único pensamiento era poner la mayor distancia posible entre él y el funesto hombre de dos rostros y ojos letales.

Sólo cuando estuvo a salvo, con las lumbres de su propio campamento a la vista y la seguridad que le daba la presencia de cientos de hombres armados, Raistlin aminoró el paso. A pesar de lo agradecido que se sentía de estar de vuelta entre amigos, Raistlin se caló más la capucha y tomó un camino que lo llevó dando un rodeo hasta su tienda. No quería hablar con nadie, sobre todo con Horkin.

Una vez a salvo de las miradas de los demás, Raistlin se sentó pesadamente, exhausto, en su catre. Tenía el cuerpo empapado en sudor, se sentía mareado, con el estómago revuelto. Asiendo el bastón con fuerza, todavía temeroso de soltarlo, bajó la vista hacia sus botas, salpicadas de la sopa de pollo.

El olor lo puso enfermo, le hizo revivir el miedo del encuentro en aquella tienda, recordar los ojos llameantes del hechicero, el convencimiento aterrador, impotente, de que si el Túnica Roja hubiese querido hacerlo le habría arrebatado el bastón y él no habría podido impedírselo.

Raistlin sufrió un ahogo que le produjo arcadas. Todavía meses después, el mero hecho de ver sopa de pollo le seguiría produciendo tal sensación de náusea que lo obligaría a retirarse de la mesa y dejar a Caramon solo para que diera cuenta del plato.

Una vez que el malestar hubo pasado y Raistlin se sintió capaz de llevar a cabo la tarea, fue a presentar el informe a Horkin. El joven pensó largo y tendido qué decir. Su primer impulso fue mentir sobre el incidente, que, en el mejor de los casos, lo haría parecer un necio.

Al final, Raistlin decidió contarle la verdad a Horkin, y no por motivos nobles, sino porque no se le ocurrió ninguna mentira que explicase convenientemente la pérdida de la mercancía. ¿Dónde demonios estaban los kenders cuando se los necesitaba?

Horkin se quedó atónito al ver que Raistlin volvía con las manos vacías. La estupefacción dio paso a la cólera cuando el joven admitió sin alterarse que había huido de la tienda del hechicero dejando allí los objetos mágicos.

—Será mejor que te expliques, Túnica Roja —dijo severamente Horkin.

Así lo hizo Raistlin, reseñando el encuentro con detalles vividos. Describió al hechicero del otro campamento, y su propio miedo y el pánico casi ciego que se había apoderado de él cuando tuvo la seguridad de que el Túnica Roja iba a atacarlo para apoderarse del bastón. Raistlin se reservó una sola cosa, y ello fue la visión de los dos rostros que convergían, se separaban y volvían a converger. Se sentía incapaz de explicar aquello, ni siquiera a sí mismo.

Horkin escuchó el relato con desconfianza al principio. Se sentía realmente decepcionado con su aprendiz, sospechaba que el joven mago había vendido la mercancía y que sólo intentaba guardarse los beneficios; aunque, no pudo menos de admitir, le resultaba muy difícil creer que el joven a quien había empezado a respetar aunque a regañadientes, que incluso le gustaba, fuera capaz de semejante acción. Observó intensamente a Raistlin, muy consciente de que aquel joven no habría tenido el menor reparo en mentir si hubiese creído que el embuste lo beneficiaría. Pero Horkin no veía mentira alguna en su relato. Raistlin se había puesto pálido al hablar del encuentro, un escalofrío había sacudido su frágil cuerpo, la sombra del miedo evocado asomaba a sus ojos.

Cuanto más hablaba —y una vez que venció su renuencia a comentar el asunto se explayó como si ya no pudiera callarse— más se convencía Horkin de que el joven estaba diciendo la verdad, por rara que ésta pudiera parecer.

—Dices que ese hechicero es poderoso. —Horkin se frotó la barbilla, un gesto que aparentemente lo ayudaba a pensar ya que solía hacerlo cuando estaba desconcertado.

Raistlin, que estaba mortalmente cansado, era incapaz de sentarse a pesar de haber estado paseando de un lado a otro de la pequeña tienda apoyándose en el bastón, el cual había decidido no perder de vista ni tenerlo fuera de su alcance un solo instante. Cuando se detuvo, exclamó:

—¡Poderoso! He estado en presencia del jefe del Cónclave, el gran Par-Salian, supuestamente uno de los magos más poderosos que haya habido nunca, y la magia que percibí emanando de él era un chaparrón de verano comparado con el ciclón que noté en presencia de ese hombre.

—Un Túnica Roja, no obstante.

Raistlin vaciló antes de contestar.

—Permitidme que os diga, señor, que aunque ese hechicero vestía ropajes rojos tuve la clara impresión de que no los llevaba tanto por fidelidad a uno de los dioses de la magia como por… En fin. —Se encogió de hombros—. Más parecían una segunda piel.

—Ojos rojos y piel con un tinte anaranjado. Quizá sea albino. Yo conocí a un albino en una ocasión, un soldado, cuando me uní al ejército del barón por primera vez. Creo que estaba en la compañía C. El…

—Con todo el respeto, señor. —Raistlin cortó las evocaciones de Horkin—. Perdonadme por interrumpiros, pero ¿qué vamos a hacer?

—¿Hacer? ¿Respecto a qué? ¿Al hechicero: —Horkin sacudió la cabeza—. Dejarlo en paz, diría yo. Sí, nos ha robado nuestra mercancía, pero, seamos francos, Túnica Roja. No había nada de verdadero valor, excepto tu bastón, en el que se fijó de inmediato, y no lo culpo por ello. Si no te importa, sin embargo, creo que mencionaré el incidente al barón.

—¿Contarle al barón que huí presa del pánico, señor? —inquirió con amargura Raistlin.

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