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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (3 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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—Iré en la burra, señor —contestó Raistlin, sonriendo.

Horkin se marchó a acostarse en su petate. Raistlin se quedó allí, entablando amistad con
Lili
y preguntándose qué rasgo tortuoso de su naturaleza hacía que desairara a Caramon por preocuparse por él y que respetara a Horkin por todo lo contrario.

Si el joven pensaba que eso le facilitaría cosas, descubrió su error al día siguiente. Los dos magos cabalgaban en la retaguardia de la larga columna, junto con las carretas de avituallamiento. Raistlin estaba disfrutando del viaje, del cálido sol, cuando de repente Horkin soltó un grito a pleno pulmón, tiró de las riendas, e hizo volver grupas a su burra con tal violencia que el animal protestó con fuertes rebuznos. Taconeó los flancos de la burra y se precipitó temerariamente fuera de la calzada al tiempo que gritaba a Raistlin que lo siguiera.

La decisión, en cualquier caso, no quedó en manos del joven, ya que a
Lili
no le gustaba separarse de su compañera de cuadra, de modo que trotó en pos de Horkin y llevó a Raistlin consigo. Las dos burras descendieron por un empinado barranco chocando estrepitosamente contra la maleza y cruzaron a toda velocidad un prado de tréboles.

—¿Qué ocurre, señor?

Brincaba incómodamente en la burra, cuyo galope era muy distinto del de un caballo, con la túnica sacudiéndose a su alrededor y el cabello agitado por el viento. Estaba convencido de que Horkin seguía el rastro, como mínimo, de un ejército de goblins, y que su maestro se proponía encargarse de ellos sin ayuda. Raistlin echó una ojeada hacia atrás con la esperanza de ver al resto del ejército corriendo en pos de ellos.

El ejército, para entonces, se había perdido de vista.

—¡Señor! ¿Adónde vais? —demandó.

Finalmente logró alcanzarlo, aunque no debido a él, sino a
Lili
, quien al parecer era competitiva y no podía tolerar quedarse atrás.

—¡Margaritas! —gritó en actitud triunfal Horkin, que señaló un campo tapizado de blanco. Taconeó a su burra para que el animal redoblara sus esfuerzos.

—¡Margaritas! —masculló Raistlin, pero no tuvo tiempo para sorprenderse puesto que
Lili
se había lanzado de nuevo a la competición.

Horkin frenó a su burra justo en medio del campo tapizado de flores blancas y amarillas y desmontó de un salto.

—¡Vamos, Túnica Roja! ¡Baja el culo de la silla! —Horkin sonrió, divertido con su pequeña broma. Cogió un saco de yute del petate, se lo lanzó a Raistlin, y cogió otro para él—. No hay tiempo que perder. Recoge las flores y las hojas. Usaremos las dos cosas.

—Sé que la margarita es buena para aliviar la tos —dijo Raistlin mientras recogía afanosamente las flores—, pero ninguno de los soldados sufre actualmente de…

—La margarita es una de las que llaman hierbas de campo de batalla, Túnica Roja —explicó Horkin—. Se tritura, se prepara un ungüento y se aplica en las heridas. Previene la gangrena.

—Ignoraba eso, señor—comentó Raistlin, satisfecho de aprender algo nuevo.

Recogieron margaritas y también trébol, que era bueno para heridas y otras dolencias. En el camino de vuelta, Horkin se desvió otra vez de la calzada y galopó en busca de zarzamoras, las cuales, a decir del mago, se utilizaban para curar la dolencia más común en los soldados: la disentería. Ahora entendía Raistlin por qué necesitaban las burras; para cuando los dos magos hubieron acabado de hacer la recolección, el ejército les llevaba kilómetros de ventaja. Tuvieron que cabalgar toda la tarde para conseguir alcanzarlo.

La tarea no terminaba por la noche; después de pasarse el día deslomándose para recoger plantas, Horkin ordenaba a Raistlin que arrancara los pétalos de las flores o que cociera las hojas o que machacara las raíces hasta obtener una pulpa. A pesar de lo cansado que estaba —y Raistlin no recordaba haberse sentido nunca tan exhausto— no se iba a dormir sin antes haber escrito cuidadosamente en un librito todo lo que había aprendido durante esa jornada.

No tuvo un momento de descanso en aquellos días aun después de haber acabado con el trabajo de las hierbas, ya que cuando no estaba recogiendo flores estaba practicando conjuros. Hasta entonces, Raistlin siempre había sido muy puntilloso con sus hechizos; no decía las palabras hasta que estaba seguro de poder pronunciarlas correctamente todas; no ejecutaba el conjuro hasta saber que podía hacerlo a la perfección. La rapidez era lo que contaba ahora. Tenía que lanzar el hechizo prestamente, sin gastar tiempo en pensar si una «a» se pronunciaba «aaa» o «ae». Tenía que saberse tan bien el hechizo como para poder recitar rápidamente las palabras, sin pensar, sin cometer ningún error. En sus intentos de decir las palabras cuanto antes, Raistlin balbucía y tartamudeaba tanto como cuando tenía ocho años. De hecho, se dijo taciturno, las pronunciaba mejor con ocho años que ahora.

Cualquiera habría pensado que esas prácticas eran sencillas, simple cuestión de repetir palabras una y otra vez, del mismo modo que un actor memoriza su papel. Pero un actor tenía la ventaja de poder ensayar su diálogo en voz alta, estuviera donde estuviese, mientras que un mago no podía hacerlo por miedo a ejecutar inadvertidamente el hechizo.

A Raistlin le daba rabia que Horkin —un mago mucho menos dotado y con muchos menos conocimientos— fuera capaz de decir conjuros con tal rapidez —él las pasaba moradas para entenderlo— y que además no fallara ni una sola vez al ejecutarlos. El joven mago persistió en sus prácticas con tenacidad. Cada vez que disponía de un rato libre, se internaba en el bosque, donde no correría el peligro de herir a nadie si conseguía lanzar un «proyectil de ustión» en menos de tres segundos, cosa que, de momento, no parecía muy probable.

Ocupado durante el día en un trabajo agotador, las noches en la preparación de remedios y pociones, escribiendo y estudiando, a Raistlin le extrañaba no haberse desplomado por la fatiga. Pero, de hecho, nunca se había sentido tan bien, tan vivo y tan interesado en la vida. Acostumbrado desde hacía mucho al autoexamen crítico para evaluarse, el joven mago llegó a la conclusión de que le era beneficiosa la actividad, tanto física como mental; que si no había algo que lo mantuviese ocupado, el cuerpo y el cerebro se le estancaban. Tosía con menos frecuencia, aunque cuando los espasmos llegaban, eran inusitadamente dolorosos.

Incluso Caramon le parecía menos lerdo de lo habitual. Todas las noches, Raistlin se reunía con su hermano y su amigo Cambalache para cenar pollo guisado y galletas de munición. De hecho, se divertía, y descubrió que estaba deseando encontrarse en su compañía.

En cuanto a Caramon, estaba encantado del cambio sufrido por su hermano y, con su habitual talante acomodaticio, no perdía el tiempo extrañándose y planteándoselo. La noche en que Raistlin logró finalmente lanzar, no una bola de fuego, sino tres en una rápida sucesión, estaba de tan buen humor durante la cena que Caramon llegó a sospechar que su gemelo había estado bebiendo aguardiente enano.

La marcha hacia Última Esperanza continuó sin incidentes. La compañía C, que cabalgaba como avanzadilla del ejército, tuvo a la vista la ciudad en la fecha señalada y se encontró con el ejército del rey Wilhelm el Bueno acampado cerca de las murallas. El aire estaba cargado con el hedor a quemado, y del humo llegaban gritos y chillidos que resonaban de un modo inquietante.

—¿Ha terminado la batalla, señor? —preguntó Caramon, desilusionado al creer que se la había perdido.

La sargento Nemiss se encontraba a la sombra de un gran arce y parpadeaba para librar los ojos del punzante humo e intentar ver a través del manto humoso que había suspendido sobre el valle y determinar qué estaba pasando. Sus hombres se hallaban reunidos a su alrededor, manteniéndose ocultos al borde de la línea de árboles. La sargento Nemiss sacudió la cabeza.

—No, no nos hemos perdido el combate, Majere. ¡Puag! ¡Esta mierda se te mete en la boca! —Tomó un sorbo de agua de la cantimplora y luego lo escupió.

—¿Qué se está quemando, señor? —Cambalache atisbaba a través del humo y las cenizas que flotaban en el aire—. ¿Qué es ese incendio?

—Están saqueando los campos —repuso la sargento después de echar otro trago de agua—. Saqueando las casas y los graneros y prendiendo fuego a todo lo que no pueden llevarse. Esos gritos que oís son las mujeres que han capturado.

—¡Bastardos! —exclamó Caramon, que había palidecido. Se lamió los resecos labios; tenía revuelto el estómago, como si fuera a vomitar. Jamás había oído los gritos atormentados de una persona. Asió con fuerza la empuñadura de la espada y sacudió el arma—. ¡Se lo haremos pagar!

La sargento Nemiss le dirigió una mirada irónica.

—No temas, Majere —dijo secamente—. Esos son nuestros aguerridos aliados.

El ejército del barón instaló el campamento con disciplinada eficiencia, bajo la mirada crítica del segundo al mando del barón, el comandante Morgón. Caramon y su compañía estaban haciendo guardia en el perímetro del campamento.

El peligro, presumiblemente, podría venir de la dirección en la que estaba la ciudad, pero la mirada de los centinelas iba y venía constantemente de la población al campamento de sus aliados.

—¿Qué dijo el barón? —preguntó Caramon a Cambalache, que hacía la ronda por los puestos de vigilancia llevando agua en un odre.

Cambalache tenía otro talento aparte de hacer trueques: era muy bueno escuchando las conversaciones de otros, algo que sorprendía a todos ya que escuchar a escondidas quizás era la única y exclusiva falta que no se atribuía generalmente a los kenders.

Un kender que oye por casualidad una conversación se ve impelido a participar en ella, considerando que posee información valiosa para compartir respecto al asunto tratado, por muy personal o privado que pueda ser ese asunto. Por el contrario, alguien que escucha a escondidas ha de ser silencioso, cauto. Cuando le preguntaban cómo se las había arreglado para adquirir tal pericia, Cambalache contestaba que creía que iba implícita con la de hacer tratos, actividad en la que siempre era más provechoso tener los oídos bien abiertos y la boca cerrada.

Otro requisito para ser bueno en esas «artes», es estar en el sitio adecuado en el momento oportuno para sacar el mejor partido de lo que se ve y se oye. Para sus compañeros era una gran incógnita cómo se las ingeniaba Cambalache para estar en todas partes, que lo estaba, y oír toda la información que conseguía. Sin embargo, enseguida dejaron de preguntar cómo lograba enterarse y contaban con él para estar al tanto de lo que pasaba.

Cambalache informó de la conversación que había oído mientras Caramon bebía con ansiedad la caldosa y salobre agua.

—La sargento Nemiss le contó al barón que los soldados del rey Wilhelm estaban saqueando e incendiando los campos. El barón le dijo a la sargento: «Esta es su tierra. Su gente. Saben mejor que nosotros cómo manejar la situación. La ciudad se ha rebelado, y se le ha de dar una lección. Una lección dura y rápida, o las otras ciudades del reino verán que pueden desacatar la autoridad con im… —Cambalache vaciló al serle desconocida la palabra—. Impunidad. En cuanto a nosotros, se nos ha contratado para hacer un trabajo, y por los dioses que vamos a hacerlo.»

—Umm —gruñó Caramon—. ¿Y qué dijo la sargento Nemiss?

—«Sí, milord.» —Cambalache esbozó una mueca.

—Quiero decir después de que saliera de la tienda del barón.

—Sabes que nunca utilizo esa clase de lenguaje malsonante —respondió con sorna Cambalache que, tras cargarse al hombro el pesado odre, se encaminó hacia el siguiente puesto de guardia.

Raistlin no dispuso de tiempo para sentarse y meditar sobre los extraños modos de sus aliados. Estuvo muy ocupado desde el momento en que el ejército llegó a su destino, ayudando a Horkin a instalar la tienda del mago guerrero, que era una versión del laboratorio de Horkin más reducida y tosca. Aparte de preparar los componentes que utilizaban para los conjuros, los dos magos también trabajaron con el cirujano del barón, o el Sanguijuela, como era conocido cariñosamente entre las tropas, para proporcionarle remedios y ungüentos.

La tienda del cirujano, vacía en estos momentos, no tardaría en ser utilizada para acoger a los heridos. Raistlin había llevado consigo varios tarros de ungüentos, junto con instrucciones para su uso. El cirujano estaba muy atareado colocando su instrumental, sin embargo, y de manera cortante pidió a Raistlin que esperara.

La tienda estaba ordenada y limpia, y en ella se alineaban catres para que los heridos no tuvieran que dormir en el suelo. Raistlin examinó el instrumental: la sierra para amputar miembros destrozados; la afilada navaja utilizada para sacar cabezas de flechas. Miró los catres y de repente vio a Caramon tendido allí; su hermano tenía el rostro ceniciento y la frente cubierta de gotas de sudor. Le habían atado los brazos al catre con correas, y dos hombres fornidos, los ayudantes del cirujano, lo sujetaban. Tenía la pierna rota por debajo de la rodilla, y el hueso fracturado salía de la carne desgarrada; el catre estaba empapado de sangre. Caramon, respirando con dificultad, suplicaba ayuda a su hermano:

—¡Raist! ¡No dejes que lo hagan! —gritaba, prietos los dientes por el dolor—. ¡No dejes que me corten la pierna!

—Sujetadlo fuerte, muchachos. —El cirujano empuñaba la sierra…

—¿Te encuentras bien, hechicero? —Una voz sacó a Raistlin de la escena imaginada—. Ven, será mejor que te tumbes.

El ayudante del cirujano se había acercado a Raistlin y lo sujetaba por el brazo.

El joven echó una fugaz ojeada al catre vacío y se estremeció.

—Estoy perfectamente bien, gracias —dijo.

La rojiza neblina desapareció de sus ojos, los puntitos luminosos se desvanecieron y la sensación de mareo pasó. Apartó la mano solícita del ayudante y salió de la tienda, obligándose a caminar lenta y tranquilamente, sin dar sensación de tener prisa. Una vez fuera, inhaló una gran bocanada del aire humoso y casi al punto empezó a toser. Aun así, incluso el aire viciado por el humo era preferible a la atmósfera cargada del interior de esa tienda.

«Tiene que haber sido el ambiente tan cargado de ahí dentro lo que me ha indispuesto —se dijo, avergonzado de su debilidad y despreciándose por ello—. Eso, y una imaginación febril.»

Trató de borrar de su mente la escena ficticia, pero la imagen de Caramon sufriendo había sido extremadamente vivida. Puesto que la escena no se le iba de la cabeza, Raistlin se obligó a contemplarla larga e intensamente. Contempló con los ojos de la imaginación cómo el cirujano cortaba la pierna a Caramon, vio a su hermano sufrir un dolor terrible a lo largo de días, curarse lentamente. Vio cómo su hermano era transportado de vuelta al castillo del barón en una carreta, junto con los otros heridos. Vio a su hermano viviendo el resto de su vida tullido, su cuerpo robusto consumiéndose bajo las miradas compasivas de sus amigos…

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