—Si ese ser existe —explicó—, debería sentirse halagada, y decidir no jodernos por completo.
Los estrechos de Taiwán se extendían noreste-suroeste. Como aprendieron durante las primeras horas de viaje, una firme corriente fluía por ellos, desviando todos los rumbos hacia el sur. Y como aprendieron a lo largo de los primeros días, esa corriente recibía la fuerte ayuda de los vientos, que soplaban vigorosa y consistentemente del noreste, empujándolos por el estrecho abajo hacia el mar del Sur de China.
El capitán nunca había estado en un barco, aparte de en ferris de pasajeros, hasta el día en que comenzó la aventura. Sin embargo, durante las primeras y críticas cuarenta y ocho horas, había adquirido un dominio de los principios básicos de la navegación con una velocidad y capacidad que al ingeniero se le antojó como algo casi sobrenatural. Como un adolescente que empieza a jugar a un nuevo videojuego sin molestarse en abrir el manual, fue probando cosas y observando los resultados, abandonando todo lo que no funcionaba y pasando agresivamente a explotar los pequeños éxitos. De su mente brotaban cientos de ideas. Al parecer, ninguna era mala. Pero, tal vez más importante, tampoco había ninguna buena idea, hasta que había sido probada y evaluada fríamente. Ahora quedó claro cómo se había convertido en el líder de una especie de banda allá en casa: no solo asegurando su liderazgo, sino siendo tan implacable en su producción, evaluación y explotación de ideas que sus amigos no tuvieron más remedio que seguir su estela. Cuando sus compañeros oficiales y él construyeron velas que no se rompían inmediatamente, y cuando aprendió a hacer que el barco más o menos navegara, el capitán empezó a estudiar algunas de las cartas que habían dejado en el puente los anteriores propietarios del navío. Tras hacer algunos cálculos con el GPS, consideró que la consecuencia de dejar que el viento y la corriente los llevaran sería desembarcar en Malasia o Indonesia dentro de unas semanas. Ir contra el viento, o incluso navegar en ángulo recto con respecto a él, quedaba fuera de cuestión dado el aparejo tan primitivo que habían podido improvisar con los objetos encontrados a bordo. Pero el ingeniero, que había navegado un poco en el lago Balaton, creía que ajustando una vela en el ángulo correcto y manejando el timón, podrían usar los vientos de noreste para dirigirse al sureste hacia la isla de Luzón, y así acortar el viaje una o dos semanas. Así que se desviaron hacia Filipinas, y aunque los resultados del primer día fueron descorazonadores, aprendieron con el tiempo a hacer que el
Szélanya
siguiera más o menos rumbo sur-suroeste.
Luego solo quedó esperar, y mirar el cielo, y preguntarse cómo saldrían las cosas cuando los golpeara la inevitable tormenta. Se les ocurrió (demasiado tarde, obviamente) que no deberían haber agotado por completo los tanques de combustible, ya que estaría bien poder hacer funcionar el generador que suministraba energía a la bomba de la sentina. Un sistema de baterías parecía mantener con vida el GPS y otros pequeños aparatos electrónicos, pero el material que necesitaba energía no estaba disponible: cuando tenían que izar un cabo, usaban un cabrestante de mano, o, si no había uno en el lugar preciso, preparar extraños haces de cabos y palancas de aspecto aborigen para hacer el trabajo. Parecía que todo el barco se mantenía unido con torniquetes de metal.
Capearon una tormenta que, en retrospectiva, no había sido una tormenta ni nada, sino solo un día lluvioso con olas grandes. Por algún motivo la piloto era menos susceptible al mareo; solía pasar más tiempo que ninguno en el puente, donde el bamboleo y los cabeceos y las sacudidas deberían de haber sido peores. Cuando el mar estaba tranquilo, el capitán y el ingeniero subían a visitarla, pero habían llegado a considerar que el puente era el camarote privado de la piloto y vacilaban antes de entrar. Cuando el mar estaba encabritado, naturalmente, solían ocuparse de plegar las velas y reparar las cosas que se iban rompiendo. La respuesta del ingeniero al mareo fue exponerse al clima, tumbado en cubierta mirando fijamente al horizonte y dejar que la lluvia y las olas lo cubrieran. El estilo del capitán era retirarse a su camarote donde podía ahondar en su miseria sin que nadie lo viera. Ninguna estrategia habría sido posible sin la habilidad de la piloto para permanecer tantas horas seguidas en el puente, manejando el timón y con la mirada puesta en la brújula y el GPS.
El día lluvioso con olas al menos había servido como ensayo para una tormenta de verdad. El ingeniero, que tenía un vago recuerdo de su barquito de vela tragado por la estela de un motor fuera borda en el lago Balaton, estaba seguro de que la forma correcta de manejar esas situaciones era mantener el barco en perpendicular a la cresta de la ola. Así era menos probable que volcara cuando era golpeado de costado. Naturalmente, si hubieran tenido motores, habrían podido enfilar el
Szélanya
en cualquier dirección que quisieran. Tal como estaban las cosas, habían tenido que emplazar una pequeña vela, tal como había dicho el ingeniero, lo suficiente para que los vientos impulsaran el barco y no demasiado grande para que no la hicieran pedazos. Se puso a trabajar empleando lonas y redes y otras cosas que no habían usado ya para otros propósitos. El simple acto de hacerlo pareció revivir recuerdos muy antiguos y enterrados, fragmentos de conocimientos marinos que había captado cuando era joven, leyendo traducciones al húngaro de
Moby Dick
y
La isla del tesoro.
Despertó con la vaga convicción solidificándose en su mente de que podía ser una buena idea arrojar algo grande y pesado por la popa y remolcarlo tras ellos; mientras el viento empujara al
Szélanya
, este ancla tiraría de la popa hacia atrás y la mantendría apuntando en una dirección consistente, que en general sería perpendicular a la cresta de las olas. Sacrificó una mesa pequeña para tal propósito, envolviéndola en una caja de maromas y luego la lanzó por el mamparo de popa sujeta por un cabo. La prueba inicial, realizada en condiciones más tranquilas, sugirió que el invento no duraría mucho en una tormenta de verdad y por eso con la ayuda del capitán, que había comprendido su forma de pensar, dedicaron casi todo un día a reforzarlo.
Desde luego, no tenían otra cosa que hacer.
Resultó que el día de calma que pasaron trabajando en el ancla y la vela para la tormenta fue de calma precisamente en el sentido de que era la calma antes de la tempestad, y por eso el siguiente par de días los pasaron en un estado de extrema miseria. Desplegaron la vela y el ancla en cuanto quedó claro lo que iba a suceder. El capitán y el ingeniero corrieron a cerrar todas las escotillas donde parecía que podría entrar el agua, y luego subieron a reunirse con la piloto. Los mandos del barco consistían en un sistema de cadenas unidas al timón del puente hasta el timón real, y cuando las cosas se ponían farrucas, a veces hacía falta más fuerza de la que la piloto era capaz de reunir, sobre todo cuando estaba cansada después de un turno largo. En esos momentos el capitán se hacía cargo hasta que los brazos se agotaban o el peso del ancla era demasiado, y entonces el ingeniero cogía el timón y batallaba, mano a mano, con el
Madre del Viento
. No hubo ningún momento durante la tormenta en que el ingeniero no pudiera suministrar la cantidad de fuerza bruta requerida. El problema estribaba en conjugarla con la inteligencia. No podían ver nada. Las ventanas del puente estaban cubiertas por la lluvia y la espuma del mar que traía el viento. La que miraba hacia delante, justo encima del timón, tenía un disco motorizado que se suponía que giraba a gran velocidad para retirar el agua, pero no pudieron ponerlo en funcionamiento. Así que durante la parte de la tormenta en que más necesitaban ver las olas, para tomar decisiones informadas para dirigir el barco, estuvieron ciegos y tuvieron que juzgar la forma del mar según la inclinación y los cabeceos de la cubierta bajo sus pies. A esas alturas, claro, ya era demasiado tarde para efectuar ninguna respuesta útil. Lo mejor que el ingeniero podía hacer era asumir que la siguiente ola vendría más o menos de la misma dirección que la actual, y manejar el barco basándose en eso. Acababa de convencerse a sí mismo de que todos sus esfuerzos eran una completa pérdida de tiempo, basados en una pura fantasía, cuando perdió la concentración durante unos instantes y los alcanzó una ola que volcó de lado el
Szélanya
durante varios segundos. Los tres, y todas las cosas sueltas que había en el puente, salieron despedidos contra la parte que era el mamparo de babor y ahora era el suelo, y se quedaron allí tirados como basura arrugada durante unos instantes hasta que el barco perezosamente volvió a enderezarse. No era un barco bonito pero, al parecer, estaba bien equilibrado.
La tormenta amainó y descubrieron, aunque no fue ninguna sorpresa, que la vela y el ancla habían desaparecido.
Seis días después de la tormenta llegaron a aquella bahía en Luzón.
Gigantescos insectos patinadores habían empezado a cubrir las aguas planas y centellantes de la bahía. Algunos de ellos emitían sonidos zumbantes. Tras observarlos con atención, resultaron ser canoas con doble estabilizador. Al principio se mantuvieron en paralelo a distancia segura, pero cuando quedó claro que el
Szélanya
iba a encallar, empezaron a acercarse, como para intentar entender qué estaba pasando. Cada una de ellas transportaba entre una y media docena de personas, esbeltas y de piel cobriza y profundamente interesadas, dispuestas a celebrarlo.
Csongor había imaginado que llevaría el barco hasta la playa, pero el
Szélanya
se detuvo en el agua a unos pocos metros de profundidad, a un tiro de piedra de la orilla. Esto hizo posible que las pequeñas canoas, que arrastraban mucha menos agua, los rodearan. En pocos minutos, el barco quedó completamente cercado por un complejo de barcos unidos, y al menos dos docenas de personas se invitaron a subir a bordo. Todos estaban tan alegres, su comportamiento fue tan bueno en todos los sentidos, que Csongor tardó unos minutos en comprender que habían venido a saquear el
Szélanya.
El GPS desapareció antes de que comprendiera siquiera lo que estaba sucediendo. El puente fue desnudado rápidamente de los aparatos electrónicos, los mástiles de las antenas, la cocina de ollas y sartenes. Por todas partes resonaban las sierras, las llaves de trinquete chirriaban como grillos. Csongor experimentó un arrebato de sentimientos incompatibles: furia porque le estaban robando sus cosas, luego el manso recuerdo de que Marlon, Yuxia y él habían robado el barco entero en su momento, cometido piratería, matado a un hombre. Alivio algo mareado por haber llegado por fin a tierra, combinado por una alarma creciente por encontrarse en territorio desconocido entre nativos ladrones, aunque amables. Un miedo punzante y paranoide de que dicha gente podría estar robando sus posesiones personales en este mismo momento, seguido de la comprensión de que no tenía más posesiones que lo que llevaba puesto y dentro de los bolsillos.
Excepto la mochila. El bolso de cuero de Ivanov.
Había estado caminando sin rumbo por cubierta, pero ahora giró sobre sus talones y corrió al camarote donde dormía, justo a tiempo de enfrentarse a un joven que salía por la puerta con dicha mochila colgada tranquilamente del hombro. El joven torció el cuerpo como para rodear a Csongor, pero al entrar este bloqueó casi toda la abertura un instante antes de chocar pecho con pecho con el intruso y devolverlo de un empellón al interior del camarote. Esto atrajo la atención de la gente que corría por cubierta, cargando con maromas, cubos de plástico, raciones de comida y otros artículos que habían encontrado en la bodega. Csongor cerró la escotilla y la trabó, y luego se dio media vuelta para ver al joven agarrando posesivamente la mochila con una mano mientras empuñaba una navaja con la otra.
Iba mejor vestido que Csongor, con una inmaculada camiseta de los Boston Celtics y unos pantalones cortos de surf con un diseño de flores y abultados bolsillos que hacían que sus piernas parecieran aún más flacas. Hasta hacía un par de semanas, a Csongor todo esto le habría parecido alarmante. Ahora, con una expresión agria y desdeñosa en el rostro, se echó mano a la camisa rota y manchada de sal y se la subió lo suficiente para descubrir la culata de la Makarov asomando en la cintura de sus pantalones cortos. Esto tuvo menos impacto, al principio, de lo que esperaba, ya que durante unos instantes el joven simplemente no pudo ignorar el espectáculo del enorme y velludo torso de Csongor. Ya no era tan abultado ni tan blancuzco como dos semanas antes, pero incluso en su estado mas esbelto y bronceado, era una especie de Maravilla del Mundo o un espectáculo de barraca para este joven filipino, que en cualquier caso no supo cómo interpretar el extraño gesto: ¿Le ofrecía Csongor su vientre para que lo apuñalara? Sin embargo, con el tiempo, los ojos del saqueador fueron bajando y se concentraron en la culata de la pistola. Csongor sabía que era una amenaza algo hueca. Si el saqueador pretendía en serio utilizar la navaja, podría causarle daños serios, tal vez incluso infligirle una herida mortal, antes de que pudiera sacar la pistola y prepararla para disparar. Pero le parecía que el saqueador no pretendía en serio emplear la navaja, sino solo intentaba echarse un farol para escapar de una mala situación, y todo lo que Csongor necesitaba era subir la mano con un farol más grande.
No se produjo ningún ataque. Csongor continuó mirando al hombre a los ojos hasta que finalmente retiró la navaja. Entonces señaló la mochila y le hizo un gesto con el dedo. El hombre puso los ojos en blanco, suspiró, y se la quitó del hombro, luego se la tiró de una patada. Csongor la recogió, se hizo a un lado y dejó salir al saqueador.
Treinta segundos más tarde, estaban a bordo de una de las barcas, tras haber aceptado la oferta de ser llevados a la orilla. Treinta segundos después de eso estaban en tierra firme, discutiendo con el capitán, que decía estar sorprendido porque no esperaban tener que pagar por sus servicios. La comunicación fue difícil hasta que Yuxia (que, desde que desembarcaron, había alternado entre dar saltos por la playa arenosa, como si probara su integridad estructural, y caer de rodillas para besarla) advirtió que el hombre hablaba en un dialecto reconocible del fujianés. Se incorporó y se acercó de puntillas y empezó a intentar hablar con él, formando sílabas con los labios manchados de arena. Csongor pudo ver que la comunicación entre los dos distaba de ser perfecta, pero que empezaban a entenderse. Marlon (que hasta unos instantes antes estaba despatarrado en la arena, gritando exultante) se sentó y se puso a escuchar, pero tampoco parecía entender lo que decían.