Csongor se apartó unos metros para que el marinero no pudiera mirar directamente la mochila, luego la dejó en la arena, se puso de rodillas, y la abrió.
Cayó una sombra. Csongor alzó la mirada para ver a una niña de unos ocho años, con un bebé en la cadera, que lo observaba con curiosidad. Csongor se echó de nuevo la mochila al hombro y se volvió, elevándola por encima del nivel de sus ojos y entonces la abrió. Ella lo rodeó, empinándose, intentando echarle un vistazo, y el bebé extendió una mano empapada en baba y agarró el borde de la mochila y tiró, como intentando ayudar a su hermana mayor a satisfacer su curiosidad. La situación era imposible; Csongor no podía ponerle la mano encima al bebé de nadie. Pero tampoco quería que esta gente descubriera cuánto dinero chino llevaban.
El sol iluminó la cavidad central de la mochila, revelando solamente unos cuantos billetes de color magenta. Todo el efectivo había desaparecido.
Csongor recordó entonces al joven del camarote. Cómo abultaban sus bolsillos. Se volvió a mirar la quilla varada del
Szélanya
. Allí había en ese momento un centenar de personas, y más venían de camino. Otros habían terminado ya de llevarse lo que se les había antojado y se dispersaban en sus barquitas. La situación era imposible. Aunque Csongor lograra comprar un pasaje hasta el barco encallado, o nadara hasta allí, y consiguiera de algún modo imponer su voluntad sobre tantas personas, muchas de las cuales estaban probablemente armadas con (al menos) cuchillos, la probabilidad de que el joven que se había llevado los fajos de dinero estuviera todavía por allí era muy pequeña.
Csongor comprobó su cartera y encontró un montón de monedas húngaras y unos cuantos billetes de euros.
Miró al piloto de la barca, quien, para los baremos filipinos, parecía casi totalmente asiático en su composición racial. ¿Qué tipo de conexiones tenía esa gente con China? ¿Solo una vaga consciencia de que sus antepasados habían venido de allí, hacía siglos? ¿O iban y venían todo el tiempo?
—¿Qué clase de dinero está dispuesto a aceptar este tipo? —le preguntó a Yuxia.
—Está dispuesto a aceptar nuestros
renminbi
—le aseguró Yuxia.
—¿Y de otra clase? —preguntó Csongor.
Ella hizo la pregunta y Csongor oyó al hombre decir:
—Dólares.
La niña, al ver que no había nada maravilloso que inspeccionar en la mochila de Csongor, había perdido interés, soltó los dedos del niño y se marchó a seguir observando en otro sitio. Mientras volvía con Yuxia y el hombre, Csongor palpó en uno de los bolsillos laterales internos de la mochila y sacó la bolsa de autocierre que contenía los efectos de Peter. Extrajo y abrió la cartera de Peter, que estaba hecha de nailon balístico. Al abrirla, encontró lo que consideró que era el carné de conducir del estado de Washington de Peter, y varias tarjetas y papeles almacenados en un abanico de sobrecitos de plástico transparente: una especie de tarjeta de seguros, una tarjeta de registro de votante, un rectángulo de papel blanco con varias largas listas de letras, dígitos y signos de puntuación escritos: contraseñas, probablemente. Ninguna foto de Zula, lo que solo confirmaba ciertas opiniones poco caritativas que Csongor había albergado hacia Peter desde el momento en que se conocieron. Bolsillos con tarjetas de crédito y tarjetas de débito. Una billetera con dos dólares americanos y un montón de otros billetes más pintorescos que Csongor no reconoció inmediatamente: dólares canadienses, advirtió. Era muy raro estar manoseando en esta playa de Luzón estas reliquias cuidadosamente conservadas de la vida de un muerto en un mundo completamente distinto.
La conversación entre Yuxia y el hombre de la barca se había interrumpido cuando este vio la cartera.
Ahora que había llamado la atención del tipo, Csongor le dijo a Yuxia:
—Tenemos que ir a alguna ciudad donde sea posible encontrar un hotel, conectar con Internet, comprar un billete de autobús a Manila o donde sea. ¿A qué distancia está la ciudad más cercana? ¿Es más fácil ir en barco o por tierra?
Podían oír el sonido de camiones por una carretera, a un kilómetro o dos tierra adentro, levantando nubes de polvo marrón que se alzaba entre la jungla como si fuera humo denso.
—No es estúpido —señaló Yuxia—. Sabes lo que va a decir.
—Usa las palabras que quieras —replicó Csongor—, mientras nos saque de aquí.
Esto al menos le dio a Yuxia y al hombre algo de lo que hablar mientras Csongor abría la bolsa de autocierre que contenía las cosas de Zula. Abrir su cartera lo expuso a una andanada de emociones diversas. Vergüenza por su conducta tan poco caballerosa. Horror ante la idea de que podía estar desvalijando las posesiones de una persona muerta. Intensa curiosidad por todos los aspectos de la vida de Zula. Una punzante sensación de pérdida seguida de la resolución de continuar adelante y tratar de encontrarla, suponiendo que todavía siguiera viva. Nerviosismo ante la idea de no encontrar ningún dinero, luego una ridícula sensación de gratitud cuando descubrió, mezclados con billetes canadienses de diferente denominación, varios billetes nuevos de veinte dólares.
—Hay una ciudad al sur de aquí con un hotel donde van los turistas —anunció Yuxia.
—¿Turistas filipinos o...?
—Dice que todos son hombres blancos.
—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar?
—En su barco, tres horas con este tiempo. O podemos andar hasta la carretera e intentar hacer autostop.
Marlon se había puesto en pie y se había acercado a oír la conversación. Estaba cubierto de arena y sonreía. Csongor intercambió una mirada con Yuxia y con él. Parecía haber consenso en que tendrían que ir en barco. Así que Csongor sacó un billete de veinte dólares de la cartera de Zula, lo alzó en el aire, y se lo tendió al hombre.
El capitán pareció bastante contento, pero...
—Quiere más —dijo Yuxia, con una voz helada que le indicó a Csongor que el hombre había sido más listo que él.
Csongor se volvió a mirar el barco naufragado rodeado de botes, muchos de los cuales eran al menos tan navegables como los de ese tipo.
—Dile que podemos pedirle a otro que nos lleve —dijo—. Y si no le gusta, pregúntale qué pasará si me acerco allí agitando billetes.
—¿Por qué pagas con billetes americanos? —preguntó Marlon.
Mientras Yuxia traducía, Csongor le mostró al muchacho la mochila vacía. En respuesta a la expresión sorprendida de Marlon, asintió en dirección al
Szélanya
.
—Uno de estos tipos fue más listo que yo —admitió.
El capitán se puso a discutir por salvar la honra, luego se encaminó hacia su bote, haciendo gestos para indicar que eran bienvenidos a subir a bordo.
Este barquito era de un tamaño apreciable, el casco tenía unos doce metros de eslora y uno de manga en su lugar más ancho, con forma de uve en la transversal, de modo que las tablas que componían el casco se alzaban a cada lado como paredes. Parecía una regla absoluta en este lugar que todos los navíos, no importaba cuál fuera su tamaño ni su propósito, tuvieran estabilizadores dobles, y este no era ninguna excepción; sus estabilizadores eran solo finos troncos que, como la mayor parte del resto del barco, estaban pintados de azul. Otros tres troncos de dimensiones similares habían sido colocados cruzados en trasversal, extendiéndose a cada lado para sostener los estabilizadores. La tripulación, formada por un muchacho de unos veinte años y otro de la mitad de esa edad, subieron por los estabilizadores y los costados con el aplomo de funambulistas en la cuerda floja, sonriendo todo el tiempo; era difícil saber si este era su nivel normal de alegría o una reacción a haber sido contratados con términos favorables. Se dedicaron a diversas tareas mientras el patriarca se sentaba a popa y manejaba el motor. Marlon, Yuxia y Csongor se acomodaron bajo un toldo azul extendido sobre la parte central. Ahora que la dura negociación era cosa del pasado, sus anfitriones se volvieron casi embarazosamente hospitalarios, el joven les sirvió agua y refrescos azucarados de brillantes colores en débiles botellas de plástico, el mayor emplazó un pequeño hornillo y lo usó para cocinar una olla de arroz.
El viaje duró casi dos horas en vez de las tres previstas, a pesar de que lo hicieron a vela casi todo el tiempo. Pues en cuanto dejaron atrás los bajíos y el puñado de barcos que rodeaban el
Szélanya
, el capitán apagó el motor y los chicos y él izaron unas velas que apenas tenían un aspecto un poco más digno que las que Csongor, Marlon y Yuxia habían improvisado, pero parecían funcionar mucho mejor y pronto el barco se deslizó eficazmente costa abajo.
Csongor pasó la mayor parte del viaje repasando mentalmente su encuentro con el joven de la camiseta de los Celtics, saboreando todas las formas distintas en que se había comportado como un estúpido y catalogando las oportunidades que había perdido para darle la vuelta a la situación y recuperar su dinero.
Marlon pareció leerle la mente. Finalmente, extendió la mano y le dio un apretón en el hombro.
—No importa —dijo.
Csongor tendría que haber sido lo bastante mayor para no resultar afectado por los chicos guais diciéndole que no importaba, pero incluso así tuvo un poderoso efecto en su estado de ánimo.
—¿De verdad? —dijo. Miró a Yuxia, pero ella se había quedado dormida, los labios levemente entreabiertos. Era, advirtió, muy hermosa, como una madona en una iglesia. Cuando estaba despierta, su energía y la fuerza de su personalidad hacían difícil fijarse en su aspecto, igual que no podías ver el cristal de una bombilla cuando estaba encendida. En algún otro universo podría haberse sentido atraído hacia ella, pero en este sería siempre su hermana menor.
Volvió la cabeza y descubrió que Marlon lo estaba mirando. Durante el viaje en el
Szélanya
, a Csongor le parecía haber visto algunos momentos tiernos entre Marlon y Yuxia, y se había preguntado si los dos podrían acabar relacionados románticamente. Pero el implacable entorno en el que habían estado viviendo había impedido que sucediera nada. ¿Esperaba Marlon que eso cambiara ahora? Y si así era, ¿podía sentirse celoso cuando veía a Csongor contemplar durante largo rato a la dormida Yuxia? Csongor no vio nada por el estilo en el rostro de Marlon. Él mismo no había sido nunca bueno a la hora de esconder sus emociones, y esperaba que Marlon pudiera interpretarlo correctamente.
—¿Cómo que no importa? —preguntó—. ¿Tienes un plan?
—Tengo que llegar a un
wangba
—dijo Marlon—, y ver qué está pasando en las Torgai. Pero creo que puedo conseguir un montón de dinero.
—¿Suficiente para permitirnos llegar a Manila?
Marlon sonrió de oreja a oreja. Una especie de reacción afectiva a la ingenuidad de Csongor.
—Mucho más que eso —dijo.
Richard Forthrast la condujo a cierta distancia por Airport Way hasta un barrio que identificó como Georgetown. Dobló una esquina y redujo la velocidad en mitad de un manzana para llamar su atención sobre un edificio que, dijo, era donde su sobrina y el tipo llamado Peter Curtis habían sido secuestrados hacía poco más de dos semanas. Luego siguió hasta un bar cercano, delante del cual había aparcada una fila bastante larga de Harley-Davidson. La encargada, una mujer intensa con muchos tatuajes, lo saludó por su nombre y le preguntó si había alguna noticia, y luego frunció el ceño cuando él le contestó negando con la cabeza. Ocuparon la última mesa disponible. La camarera ya sabía lo que iba a pedir Richard pero trajo menús para Olivia y John. Olivia se había estado preparando para una botella de cerveza americana amarilla y aguada, pero le sorprendió encontrar una docena y media de todo tipo de cervezas de diverso tipo, en barril. Pidió una pinta y una ensalada. John Forthrast pidió una botella de Pabst Blue Ribbon y una hamburguesa. Esto disparó una especie de antigua rivalidad entre los dos hermanos.
—Estás en una ciudad donde podrías comer de todo —le recordó Richard—. ¿Te mataría...? Oh, no importa.
Miró a Olivia como reconociendo que este no era el momento para revivir lo que tenía todas las trazas de ser una discusión ya agotada.
—No me gusta la comida picante —murmuró John, obstinado.
—¿Esto es de verdad un bar de clase obrera o un simulacro? —preguntó Olivia.
—Ambas cosas —dijo Richard—. Empezó siendo un verdadero simulacro, hace unos años, antes de que la economía se viniera a pique, cuando se puso de moda que los veinteañeros vinieran hasta aquí y vistieran con camisas de cuadros y utili kilts. Pero lo hicieron tan bien que pronto empezaron a llegar trabajadores de verdad. Y entonces la economía se hundió, y la gente guai descubrió que eran, de hecho, clase obrera, y probablemente lo serían siempre. Así que aquí hay gente que maneja tornos. Pero tienen Mohawks de colores y son licenciados, y programan los tornos en lenguajes informáticos. Intenté inventar un nombre para ellos. Trabajadores de ropa molona, tal vez.
—¿Pasa mucha gente por aquí camino de la terminal de aviones privados?
—Ni se lo imagina.
La comida y la bebida llegaron, precipitando una pausa, y entonces Olivia empezó a intentar explicarse, con mucho cuidado para evitar decir para quién trabajaba, aunque eso debía de ser obvio, y cómo sabía lo que sabía.
—Puesto que no puedo decir mucho —concluyó—, esperaba que me diera usted ciertas pistas o informaciones. Y el hecho de que ya sepa los nombres de Sokolov e Ivanov me sugiere que no estoy sacudiendo el árbol equivocado.
Richard sacó un I-pad y mostró las imágenes de la nota que Zula había escrito en las toallas de papel y que Olivia, naturalmente, leyó con fascinación.
Parecía que todas las cosas que tenían que ver con Zula y los rusos eran una pista falsa. Al MI6 no podían importarles menos. Solo querían a Jones, y todos los datos que pudieran conseguir como producto secundario de darle caza. Habían montado un operativo satisfactorio en Xiamen, destruido por la intervención de los rusos. Todo lo que tenía que ver con T’Rain y REAMDE era una distracción; que Olivia estuviera en un bar de moteros con el fundador y presidente de la Corporación 9592 era aceptable como un entretenimiento fuera del trabajo, pero no debería confundirlo bajo ninguna circunstancia con el trabajo real. Esa era la línea oficial. Pero después de haber finalizado un larguísimo y caro viaje para nada a Zamboanga, una misión aprobada oficialmente que había requerido un montón de esfuerzos y peligros por parte de los hombres de Seamus y que al parecer había causado varias muertes, Olivia se sentía ahora proclive a considerar la línea oficial con mucho más escepticismo. Tenía la vaga sensación de que tomar una copa con Richard Forthrast podría a la larga ser más productivo que el vuelo a Manila. Pero no podía explicar por qué, todavía, y por eso pensaba que no iba a cursar un informe de gastos. Cosa que resultó inútil de todas formas, ya que Richard se encargó de la cuenta antes de llevarla de regreso a su hotel.