—Qué bien —dijo Ivanov—. Por fin un hombre de verdad.
Csongor dejó de hurgar en la esposa y se puso en pie, para colocarse junto a Zula, con Ivanov apenas a dos metros de distancia. Ivanov observaba el rostro de Zula de un modo que hizo que Csongor quisiera interceptar su mirada: dio medio paso adelante y se situó entre Zula e Ivanov.
—Sí —dijo Ivanov—. Esto está bien. Siempre supe que eras todo un caballero, Csongor. Ahora apártate para que pueda meterle una bala en la cabeza a esta zorra mentirosa.
—No —espetó Csongor.
Ivanov puso los ojos en blanco.
—Entiendo que debas continuar comportándote como un caballero. Es lo adecuado. Pero la situación es tal como sigue. Le dije a Zula que dijera la verdad sobre el apartamento o la mataría. Zula mintió. Debo cumplir mi parte del trato tal como prometí. Seguro que lo entiendes.
Ivanov alzó el arma para poder apuntar a lo largo del cañón y se hizo a un lado para poder ver a Zula. Pero Csongor se interpuso de nuevo.
—No es un juego de hockey. No es un disco. Es una puñetera bala, Csongor. No puedes detenerla.
—Sí que puedo —recalcó Csongor.
—¡Csongor! Eres el único hombre en este edificio que se merece vivir —señaló Ivanov—. Por favor, deja de comportarte como un jodido gilipollas. ¿No quieres hacerte viejo y dejarte bigote? ¿Conducir el autobús?
Zula solo pudo interpretar estas preguntas como una prueba más de la locura de Ivanov, pero parecieron significar algo para Csongor, que se encogió de hombros.
—Zula quiere que vivas. ¿Verdad, Zula?
Era una pregunta extraña. Csongor se volvió a mirarla.
Al hacerlo, Zula vio que Ivanov se abalanzaba hacia delante con inesperada velocidad.
La expresión de Zula le dijo a Csongor que algo iba mal y empezó a volver la cabeza... justo a tiempo de recibir un terrible golpe en la mandíbula con la culata de la pistola de Ivanov. Csongor se desplomó. Zula pudo sujetarlo y amortiguar el impacto. Le puso la mano libre bajo la cabeza y la acunó hasta que llegó al suelo.
Entonces se quedó inmovilizada, sentada en el suelo con todo el peso de Csongor sobre el regazo. Debía de pesar más de ciento veinte kilos.
Zula se humedeció los labios y abrió la boca para hacer el último discurso de su vida, donde intentaría explicarle a Ivanov por qué no tenía sentido matar a Peter por no tratarla caballerosamente y luego dispararle a ella a la cabeza mientras estaba esposada a una tubería.
Hubo una serie de ensordecedores estampidos. Una bala invisible borró la sien de Ivanov y la lanzó al otro lado de la habitación. Ivanov se volvió de lado como intentando coger sus sesos antes de que llegaran al suelo.
Zula advirtió ahora que había otra persona en la habitación: un negro alto. Llevaba un arma larga que Zula reconoció de las reuniones familiares como un AK-47.
Sus ojos se clavaron en los de ella.
—¿Inglés? —preguntó.
—Americana.
—Su confusión es comprensible, pero no preguntaba por sus nacionalidades, sino por el idioma —dijo el hombre del fusil de asalto—. Me encargaré de que mis preguntas sean menos ambiguas en el futuro.
Hablaba con algún tipo de acento británico. Se agachó junto al cadáver de Ivanov y empezó a cachearlo.
—¿Este es el tipo que la esposó? —preguntó, cambiando sin problemas al ebonics
[07]
.
En uno de los bolsillos de Ivanov sonó un leve tintineo. El hombre metió la mano y sacó un puñado de cambio, esculcó, y sacó un artículo que no era una moneda: una llave de esposas.
—Bingo —dijo. Tras echarse al hombro el fusil de asalto, se puso en pie, se acercó a Zula, y abrió el extremo de las esposas que estaba enganchado en la tubería—. ¡Libertad! —proclamó alegremente.
—¡Gracias! —exclamó Zula.
—Es una ilusión —continuó él, y se cerró la esposa en la muñeca derecha, encadenando su brazo derecho al brazo izquierdo de Zula. Entonces se guardó la llave.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, rebulléndose debajo de Csongor.
—Puede llamarme señor Jones, Zula —respondió él. Dejó que el fusil de asalto le resbalara por el hombro, lo agarró por el cañón y lo miró con tristeza—. Es difícil disparar con una mano —señaló. Se volvió a mirarla. Su rostro era inteligente y no carente de atractivo—. ¿Qué es lo único que llama más la atención, en las calles de Xiamen, que dos negros esposados?
—Me rindo.
—Dos negros esposados con un Kalashnikov —dejó el arma en el suelo. Entonces sus ojos se posaron en la semiautomática de Ivanov. La cogió con la mano izquierda libre—. Bonita pieza —dijo—. Una 1911, si no me equivoco.
Incluso en medio de tantas distracciones, a una parte de la mente de Zula le resultó curioso que el señor Jones no estuviera del todo seguro de que la pistola de Ivanov fuera una 1911. Obviamente, lo era. Se la pasó a la mano derecha, puso el pulgar en el percutor, que estaba en posición de disparo. Pulsó el gatillo y con cuidado soltó el percutor para que no disparara. Luego extendió la mano izquierda e hizo girar el tambor, expulsando una sola bala y colocando otra en la recámara, para amartillar automáticamente el percutor.
—Amartillada —murmuró. Con cierta torpeza, logró colocar el seguro—. Y asegurada.
Entonces, deseando claramente no tener la mano derecha inutilizada, se pasó el arma a la izquierda y se la metió en los pantalones.
—Vamos —dijo—, algún tipo de destino fascinante nos espera ahí fuera.
Inshalá.
Le agarró la mano y empezó a dirigirse a la salida. Ella trató de soltarse y volver con Csongor, pero el señor Jones simplemente le soltó la mano y permitió que las esposas se tensaran, de modo que el metal se clavó en su muñeca ya desollada y diera un tirón. Ella tropezó y se tambaleó en su estela y chocó contra una pared, donde una sucia ventana, situada en un hueco bajo el nivel de la calle, permitía a duras penas que una tenue luz gris se colara a través de varias capas de barrotes y mallas y gruesas manchas de suciedad traída por la lluvia.
En aquella ventana asomaba la cara de un hombre, un joven chino, que la miraba a los ojos. A poco más de un metro de distancia. ¿Cuánto tiempo llevaba viendo lo que pasaba en el sótano?
Pero bien podría haber sido un busto parlante de una pantalla de televisión por lo que podía ayudarla ahora. Jones dio otro tirón, acercándola, y luego volvió a agarrarla de la mano y empezó a tirar de ella escaleras arriba.
Mientras trepaba por el haz de cables, Sokolov tuvo más tiempo de lo que realmente era bueno para él para desarrollar ese tema de los altos explosivos y los detonadores que había en el apartamento en llamas a unos pocos metros de distancia. Los viejos instintos empezaron a hacerse cargo, y advirtió que su boca se detenía en un bostezo: esto era para que sus tímpanos no reventaran en el caso de una explosión. Cada vez que movía sus manos a una nueva posición, cuidaba de hundir los dedos profundamente en el puñado de cables para no soltarse si se producía una onda de choque. Mantenía la barbilla apretada contra el pecho, aunque de vez en cuando echaba la cabeza atrás para poder ver el edificio de oficinas, aunque fuera boca abajo. Durante un rato agónicamente largo, no pareció estar más cerca, y por eso se obligó a no comprobar durante un tiempo. Entonces miró de nuevo y vio que apenas estaba ya a dos metros de distancia. Se estiró todo lo que pudo, se agarró con todas sus fuerzas al haz de cables, y soltó las piernas. Ahora quedó colgando a poco más de la longitud de un brazo del punto donde el haz de cables penetraba en una abertura entre dos lonas colgantes.
Las lonas destellaron como si alguien estuviera tomando fotos desde el otro lado de la calle. Sokolov empezó a abrir la boca y a agarrarse con más fuerza a los alambres durante la fracción de segundo que pasó entre ese momento y la llegada de la onda expansiva. Lo golpeó como una bola de demolición y lo lanzó contra las lonas.
Después de la andanada de disparos que rompió las ventanas de Xinyou Quality Control Ltd. y lanzó a Olivia al suelo, el tiroteo al otro lado de la calle se acabó rápidamente. Olivia permaneció a cuatro patas durante un rato, permaneciendo por debajo del nivel del alféizar. La oficina tenía ocho aparatos distintos con interruptores de destrucción. Pudo encargarse de tres de ellos antes de llegar a un lugar donde el suelo estaba regado de cristales rotos: no esos modernos que se convierten en bonitos cubos, sino cascos dentados de la vieja escuela. Arrastrarse a cuatro patas no pareció una buena idea. No había recibido mucho entrenamiento de combate, pero sí un poco, y una de las lecciones más vívidas habían demostrado que las cosas detrás de las que suelen esconderse los civiles (puertas de coches, paredes de ladrillo) eran casi completamente inútiles cuando se trataba de detener balas de alta velocidad. Las paredes de este edificio eran de ladrillo. Así que no tenía sentido esconderse tras ellas en ningún caso. Olivia se levantó y empezó a pisar cristales para llegar a los otros cinco aparatos que había que destruir. Andar era difícil ya que su disfraz de chica china con carrera implicaba usar tacones altos, y a los fragmentos de cristal les gustaba resbalar unos sobre otros cuando apoyaba en ellos su peso. En cualquier caso llegó junto a los aparatos y pulsó todos los interruptores. Hizo un esfuerzo consciente por no distraerse por lo que sucedía al otro lado de la calle. El apartamento de Abdalá Jones había salido ardiendo con una velocidad asombrosa, como si estuviera hecho de papel de seda. Y él estaba o bien muerto o había salido corriendo a las calles de Xiamen, donde no podría durar más de unos pocos minutos.
El
shock
inicial del tiroteo había empezado a despejarse de su mente, y ahora advirtió que la situación no era tan fea como había creído al principio. Naturalmente, seguía sin tener ni idea de quién había invadido el apartamento de Jones ni por qué. Especular al respecto no la llevaría a ninguna parte. Nadie echaba abajo las puertas de Xinyou Quality Control Ltd. Así que lo correcto era reunir todo el material de espionaje y destruirlo. Le pareció que podría hacerlo muy fácilmente metiéndolo todo en una bolsa de basura y luego, durante el regreso a casa, lanzar la bolsa al estrecho entre Xiamen y Gulangyu. Parecería un poco raro, pero no había nada radicalmente extraño en que los chinos arrojaran basura al océano, así que probablemente pasaría desapercibido. Aunque alguien decidiera formar un alboroto, ese delito no merecía que ningún buzo fuera a peinar el sucio fondo del estrecho.
Así que arrancó la bolsa de basura de la papelera e hizo la ronda por la oficina, arrancando los componentes electrónicos de su cables y dejándolos caer en el saco uno a uno. Con cierto reparo, arrojó también dentro su portátil.
Le hizo un nudo a la bolsa para cerrarla. Pesaba tanto que tuvo que cargársela al hombro, al estilo Santa Claus. Le dio la espalda a las ventanas vacías y empezó a cruzar la oficina para recoger su bolso de la mesa. Bajaría tranquilamente las escaleras y se dirigiría a pie al muelle, donde haría un derroche contratando a un taxi acuático para que la llevara a Gulangyu. A mitad de camino, arrojaría la bolsa por la borda. Cuando llegara a su apartamento haría la maleta, haría una llamada telefónica codificada anunciando que habían reventado la tapadera, y luego se dirigiría al aeropuerto y cogería el primer avión capaz de sacarla del país.
Mientras repasaba mentalmente su plan, le asombró la súbita consciencia de que estaba desplomada contra la pared de la oficina, sin aliento. Veía las ventanas de lado... no, boca abajo. Entonces la visión desapareció del todo mientras una nube de polvo gris se colaba por las lonas rotas y se expandía para llenar cada rincón de la habitación, incluyendo su boca abierta.
Trató de escupir, pero tenía la boca seca. El polvo había penetrado hasta el fondo de su garganta, y esto hizo que su esófago sufriera espasmos que solo terminaron cuando vomitó. El instinto por apartarse del charco de vómito la obligó a ponerse a cuatro patas. Este pequeño movimiento envió agujas eléctricas por todos sus miembros y la mareó tanto que volvió a vomitar.
Tenía que salir de aquí.
Se desplomó contra la pared de la oficina, las rodillas todavía dobladas.
Su mirada se posó en la bolsa de basura, que yacía tendida a su lado. La agarró por el nudo. Entonces se puso en pie con esfuerzo, apoyándose en la pared. Con la mano libre tanteó hasta encontrar la puerta. O más bien el pasillo, puesto que la puerta había volado.
¿Dónde estaba su bolso? Miró de nuevo hacia la oficina, pero solo era una mancha gris con formas indiferenciables. Todo estaba manga por hombro. El techo se había desplomado.
Las ventanas vacías, carentes de lonas, formaban cuatro grandes rectángulos grises en la pared de enfrente.
Una sombra apareció en una de ellas: la silueta de un hombre. Entró por el alféizar, rodando, y aterrizó en el suelo de la oficina, agazapado. Con los mismos movimientos se quitó del hombro un Kalashnikov y lo alzó para disparar.
Para dispararle a ella. Pues la estaba apuntando a la cara. Olivia lo supo en cuanto los ojos del hombre se clavaron en los suyos a través de la mirilla de hierro del arma. Los ojos del hombre eran azules.
Había gritado algo. A través del miedo y la confusión y el zumbido en sus oídos, ella tardó unos instantes en situarlo:
«Ne dvigaites’!»
, que en ruso era una forma rudamente familiar de decir: «¡No te muevas!» Al comprender su error, añadió entonces, en inglés:
—¡Quieta!
—
Ne streliaite!
—dijo ella, un poco más formalmente: «¡No dispare!»
Los dos permanecieron inmóviles hasta la cuenta de tres. Entonces el ruso resopló y bajó el arma hasta que quedó apuntando el suelo.
Olivia se dio media vuelta y salió corriendo por la puerta destrozada.
Ante la furgoneta de Yuxia, la calle se volvió muy brillante y con la misma rapidez se volvió muy oscura, y luego quedó cubierta por lo que sonaba y parecía que era el contenido completo del edificio de apartamentos.
En cuanto Yuxia pudo ver algo más allá del parabrisas, cosa que llevó segundos, pisó a fondo el acelerador. La furgoneta avanzó de un salto poco más de un metro y se detuvo.
Un fuerte ruido sonaba tras ella. Se dio media vuelta y vio que la mitad del marco de hormigón de una ventana había caído a través del techo de metal del vehículo como si fuera un cuchillo a través de una hoja de papel de aluminio y se había detenido en los restos aplastados del asiento central. Por el agujero abierto en el techo del vehículo entraba una lluvia de polvo, arena y grava.