A eso de las cinco de la tarde se encontró en una
suite
de oficinas seguras en un edificio federal en el centro de Seattle, haciéndose amiga de su contacto oficialmente aprobado, una agente del FBI llamada Marcella Houston que quería encontrar a Jones pero no dijo nada de Richard Forthrast. Olivia pasó un par de horas con ella antes de que Marcella regresara a su casa a pasar la noche con la promesa de que se pondrían a cazar a Jones a primera hora de la mañana.
Después de instalarse en un hotel del centro, Olivia encontró un e-mail seguro de Londres esperándola, con la información de que Richard Forthrast y su hermano John acababan, hacía unas pocas horas, de conseguir visados de entrada en China, y que se había cursado un plan de vuelo que los despegaría de Boeing Field con destino a Xiamen muy pronto.
Comprendió que todo era cuestión de retrasos burocráticos. Al adelantarse en el avión a Vancouver y luego venir a Seattle, había aparecido en las oficinas del FBI con un día de antelación de lo que esperaban y, aún más, a las horas normales de cierre. Marcella la había esperado hasta tarde para darle una bienvenida educada y prometerle que mañana sucedería algo. Toda la atención de Marcella estaba concentrada en la caza de Jones. La propuesta de Olivia de contactar con Richard Forthrast (suponiendo que hubiera sido advertida) había sido dirigida al buzón de otra persona y probablemente todavía ni la habían leído siquiera. Porque si alguien importante lo hubiera hecho, le habrían prohibido hablar con Richard Forthrast, o habrían insistido en enviarla con uno de los suyos.
Pero daba la casualidad de que el avión de Richard Forthrast estaba esperando en la pista de Boeing Field, y no había nada que le impidiera ir allí a hablar con él.
Cuando la celda de la prisión móvil de Zula quedó terminada y cerraron la puerta, el tiempo dejó de existir durante varios días. Esto le permitió odiarse a sí misma por no haber escapado cuando tenía una oportunidad.
O algo parecido a una oportunidad, claro. Durante el tiempo que habían permanecido aparcados en el Walmart, antes de que trajeran las maderas y construyeran la celda, ella podría haber ido teóricamente a la ducha y abierto la cadena enganchada a la barra de apoyo. Entonces podría haber intentado correr hacia la puerta y tal vez abrirla el tiempo suficiente para gritar pidiendo ayuda y atraer la atención de alguien. O podría haber vuelto al dormitorio, romper una ventana de una patada, y saltado. Cuando estuvo encerrada en la celda, descubrió que era bastante fácil convencerse a sí misma de que debería haber hecho una de esas dos cosas, y que haber fracasado la convertía en una especie de idiota o de cobarde.
Pero (como tenía que seguir recordándose, solo por mantener la cordura), no tenía ni idea de que estuvieran planeando convertir la parte trasera del vehículo en una celda. Había supuesto que soportaría la cadena mucho más tiempo y que podría soportarlo, esperando una oportunidad en que todos estuvieran dormidos o distraídos. Intentar escapar por impulso tan solo habría malogrado su única oportunidad.
El día después de la parada en el Walmart, oyó tenuemente serrar más madera y sonido de martillazos al otro lado de la puerta de su celda.
Hacia delante había un estrecho pasillo de unos dos metros y medio de longitud, con puertas en las paredes laterales que daban acceso al cuarto de baño y la ducha. Eran habitaciones separadas, no mucho más grandes que cabinas telefónicas. De las dos, el baño estaba más a popa. Cuando volvieron a abrir la puerta de la celda, Zula descubrió que Jones y Sharjeel habían construido una nueva barrera en el pasillo, situado delante del baño y detrás de la ducha. Era una especie de puerta formada por un marco hecho con dos tablones y una malla de acero extendida y clavada delante. Ahora Zula podía acceder directamente al baño cuando quisiera. La puerta le impedía seguir hacia delante. Eso aliviada a los yihadistas de la necesidad (que fingían encontrar onerosa) de abrir la puerta para dejar salir a Zula para ir al cuarto de baño de vez en cuando. Del mismo modo, impedía que ellos pudieran ir al baño, a menos que abrieran los candados de la malla de acero y entraran en el extremo del vehículo donde estaba Zula. Sin embargo, eso sucedía raras veces, ya que tenían por costumbre usar la placa ducha como urinario, y abrían la ducha para que el agua corriera durante unos instantes. Así que solo tenían que atravesar la puerta de malla para el otro tipo de urgencia.
Esta innovación mejoró grandemente la calidad de vida de Zula, ya que le permitía sentarse en mitad de la cama y ver toda la longitud de la caravana y lo que había más allá del parabrisas mientras recorrían incansables Columbia Británica. Su campo de visión no era grande; era como mirar a través de una pantalla de teléfono situada a la longitud de un brazo. Pero era preferible a estar mirando una placa de madera.
No encontró ningún fallo en la estrategia de Jones. Aquellos hombres no se atrevían a aparcar la caravana en un camping o un Walmart durante mucho tiempo. Los campings de caravanas eran, por definición, dinámicos. Pero tenían mucha de la dinámica social de las ciudades pequeñas. Esencialmente, todos los residentes eran jubilados blancos de clase media. El grupo de pastunes y yemeníes de Jones llamaría la atención. Pero una caravana en movimiento en una carretera disfrutaba de un nivel de aislamiento del resto del mundo que era casi perfecto. Todos sus sistemas (eléctrico, saneamiento, propulsión, calefacción) eran autónomos y seguirían funcionando indefinidamente mientras bombearan agua y combustible en sus tanques y retiraran los detritos. Se detenían de vez en cuando para llenar o vaciar fluidos, y aunque Zula no podía ver mucho, suponía que Jones tenía cuidado de seleccionar estaciones de servicio situadas en mitad de ninguna parte y de pagar en el surtidor, obviando la necesidad de entrar y relacionarse con nadie. Parecía bien surtido de tarjetas de crédito. Algunas habrían sido robadas a los dueños muertos de la caravana, otras tal vez al trío de Vancouver.
Mientras la caravana estuviera en movimiento, Columbia Británica era el mejor lugar de todo el mundo para esconderse. A menudo viajaban durante muchas horas sin ver a ningún otro vehículo. La carretera era una franja interminable de pavimento gris claro que hacía curvas y ondulaba y serpenteaba por un paisaje que era todo montañas. De vez en cuando, durante una hora o dos, viajaban en paralelo a las vías de tren, levemente cubiertas de óxido. A veces seguían el curso de ríos que hacían carambolas entre canales zigzagueantes de rocas marrones y grises rematadas por musgo de color verde ácido que parecía llegar hasta la altura de las rodillas. Los ríos y las vías de tren iban y venían, pero la carretera continuaba eternamente. De vez en cuando atisbaba una estación de servicio, una cabaña, una ajada bandera canadiense agitándose bajo una turbulenta brisa helada, cuervos volando en el cielo, una casa encaramada inexplicablemente en un amplio quiebro en la carretera con insensibles toques suburbanos en ella. Los cruces con otras carreteras eran tan notables que se anunciaban de antemano con toda la pompa de bicentenarios. A veces era bosque verde; otras veces recorrían valles con grandes extensiones de suelo pelado y rocoso moteado de matorrales de artemisa y pinares dispersos y prados despejados de tierra de ranchos que podrían haber estado en las inmediaciones del Gran Cañón. Valles llenos de indios, conduciendo viejas furgonetas, daban paso a valles llenos de cowboys que trotaban a caballo con perros pastores. Los terneros recién nacidos amamantaban de las ubres de sus madres. Enormes laderas geométricas que supuso debían de ser proyectos mineros. Cañones flanqueados por mármol del color de la miel y la sangre. Sistemas de riego de ruedas de acero colocados en el borde de campos yermos, como corredores en una línea de salida, esperando a que empezara la estación. Montañas que marchaban en cola directamente desde delante hasta el horizonte, una tras otra, como diciendo «Tenemos más de donde han salido estas». Árboles maduros que brotaban en las laderas inferiores de las montañas, abarcando los solitarios y oscuros brotes de coníferas en una ola blanca de color verde claro. Por encima, las laderas superiores de las montañas se lanzaban asintóticamente a rizadas cornisas de henchidas nubes blancas, tan opacas como bolas de algodón. A veces las nubes se separaban, dejando entrever lugares más altos, los árboles cubiertos como si la niebla se condensara y se congelara sobre ellos, permitiéndole saber a Zula que solo recorrían una insignificante capa inferior, y que sobre ellos había muchas capas adicionales de mayor complejidad y estructura y drama, sacudidas por el sol y por el clima.
Otra gente entró en el cuadro. Supuso que Jones había enviado una especie de e-mail compartido en cuando pudo, usando una red electrónica encriptada de confianza. Los primeros en responder habían sido Sharjeel, Aziz y Zakir, que estaban solo a unas horas en coche desde Vancouver. Pero un par de días más tarde ella empezó a oír otras voces y a ver otras caras entrando y saliendo de la ducha. El e-mail de Jones debía de haber llegado a otras células yihadistas durmientes del este de Canadá, y todos debían de haber corrido a sus coches y empezado a dirigirse al oeste para contactar con la caravana. O, suponiendo que tuvieran tapaderas sólidas y toda la documentación adecuada, podrían haber venido de ciudades de Estados Unidos. La diversidad étnica del grupo aumentaba continuamente, y por eso todo lo hablaban en inglés o en árabe. Preferían el segundo idioma, pero empleaban el primero cada vez más a medida que la caravana se llenaba de gente que llevaba años viviendo en Norteamérica. A veces, cuando trataban ciertos temas, enviaban a alguien a cerrar la puerta de la celda en la cara de Zula, y permanecía cerrada hasta que a alguien se le antojaba volver a abrirla.
Parte de las discusiones tenían que ver con temas mundanos como el trato con la gente, los coches, la comida y el dinero. No todos cabían a la vez en la caravana, así que los que sobraban tenían que ir en coche. De vez en cuando alguno era visible a través del parabrisas durante un rato; Zula tenía la vaga idea de que eran al menos tres. A veces iban detrás de la caravana, en procesión, pero casi siempre se adelantaban o tiraban por otra carretera y se reunían unas cuantas horas más tarde en un camping o un Walmart. Y parecía que un coche actuaba como lanzadera entre la caravana y un piso franco de Vancouver; Aziz había convertido su apartamento en un dormitorio donde los yihadistas sucios y cansados podían ir y hacer la colada y lavarse antes de volver a rotar a cumplir su servicio en la caravana.
Parecía que cada nuevo miembro del grupo tenía que pasar algún tiempo ante la puerta de malla, mirando a Zula, observándola. Las primeras veces ella les devolvió la mirada, pero al final acabó por ignorarlos.
Jones había adquirido una impresora durante uno de sus viajes a un Walmart y había estado imprimiendo imágenes de Google Maps y las estaba uniendo en grandes tapices verdes irregulares. Los cartuchos de tinta vacíos cubrían el suelo. La limpieza no era el punto fuerte de los yihadistas.
Llegó un momento en que Jones envió a la mayoría de sus camaradas a los otros vehículos e invitó a Zula a avanzar al comedor de la caravana, que se había convertido, literalmente, en una sala de guerra. Centrado en la mesa había uno de esos mapas pegados. La imagen estaba salpicada con pequeños alfileres indicadores de colores, típicos de Google. Pegadas a las ventanas y paredes había fotografías generadas también por aquella esforzada impresora.
Eran fotografías de Zula. En muchas de ellas se veía a Peter o al tío Richard. Las había tomado durante la visita al Schloss hacía dos semanas.
—Encontré tu página de Flickr —explicó Jones—. ¿Evidentemente descargaste la aplicación?
—¿Eh? —Zula estaba demasiado desorientada por las imágenes para poder decir algo más coherente.
—La aplicación Flickr —dijo Jones, paciente—. Sincroniza automáticamente la biblioteca de fotos de tu teléfono con la página Flickr.
—Sí —respondió Zula—, tenía esa aplicación.
Habló en pasado, ya que pensaba que su teléfono estaba enterrado en algún lugar de China, enterrado en escombros o tal vez en un laboratorio de la policía.
—Bueno, tu historia concuerda —dijo Jones, como si hubiera que felicitarla por eso.
—¿Por qué no iba a concordar?
Jones se echó a reír.
—Por ningún motivo concreto. Lo que quiero decir es que puedo ir directamente a tu página de Flickr y ver las fotos que se subieron hace dos semanas cuando Peter y tú visitabais a Dodge en el Schloss Hundschüttler —puso los ojos en blanco y marcó comillas en el aire al pronunciar el nombre.
—¿Cómo sabes que su apodo es Dodge?
—Se menciona en su entrada de la Wikipedia.
Era la primera vez que hablaban de Richard (o de cualquier tema que no fuera inmediato, ya puestos), desde la breve conversación que habían mantenido inmediatamente después de que el avión se estrellara, cuando Jones estuvo a punto de pegarle un tiro en la cabeza y ella le había revelado que tenía un tío que, (a) era muy rico y (b) sabía cómo pasar cosas de contrabando entre la frontera de Canadá y Estados Unidos. Esperaba más preguntas. Pero Jones era un hombre concienzudo, ordenado, un estratega. Zula había empezado a comprender lentamente que todas las acciones que habían emprendido desde entonces estaban centradas en torno al tío Richard y la posibilidad de utilizarlo para cruzar la frontera. La sala de guerra que había construido en la caravana no tenía nada que ver (todavía) con una masacre en un casino de Las Vegas. Ya se encargarían de eso cuando cruzaran la frontera. Lo de allí tenía que ver con Richard, y el Schloss Hundschüttler era su epicentro.
Zula empezó a comprender lentamente el significado de los indicativos virtuales del mapa. Cada uno de ellos correspondía a una de las fotos que Jones había impreso de la página de Flickr. Después de varios días en la celda, le costaba trabajo volver al estado mental basado en Internet en el que había vivido la mayor parte de su vida post-Eritrea. Pero recordó que una vez tuvo un teléfono que tenía un GPS además de una cámara, y que esos dos sistemas podían comunicarse entre sí; si dabas permiso (y estaba segura de que lo había hecho) el aparato marcaba cada foto con una longitud y una latitud, para que más tarde pudieras buscarlas en un mapa y ver dónde había sido tomada cada foto. Durante la visita al Schloss, Peter, Richard y ella habían pasado un par de tardes deambulando por las inmediaciones con un todoterreno y raquetas para la nieve. Los alfileres impresos en el mapa eran el rastro de miguitas de pan que habían seguido, una miguita soltada cada vez que Zula había pulsado el botón de la pantalla de su teléfono.