Cruzar la frontera por un puesto legítimo quedaba fuera de toda cuestión, por supuesto. Tendría que colarse por alguna parte. Y por eso si se dirigía al sur en un avión privado, volando bajo el radar o a la sombra de un avión de pasajeros, desviarse y dirigirse al norte de la frontera no tendría ningún sentido.
Pero, pero, pero. Los aviones no siempre funcionaban perfectamente. Era un error dar por hecho que Jones era un superhombre. Tal vez se habían quedado sin combustible. Tal vez algo había salido mal en ruta y los obligó a truncar el viaje. Ambas hipótesis eran plausibles. Pero las dos llevaban al GNA al reino de la especulación desbocada. Cualquier analista astuto de la CIA y el MI6 podrían pasarse probablemente el siguiente año ideando escenarios en ese sentido, ninguno de lo cuales sería desaprobado, aunque todos serían, por tanto, igualmente carentes de valor.
Al día siguiente era viernes, el principio de su tercer día entero en Seattle y, sospechaba, el último. Los agentes del FBI y los analistas de D.C. trabajarían felizmente juntos durante el fin de semana y esperarían que ella hiciera lo mismo, pero sus e-mails de Londres de primera hora de la mañana sugerían que si al final del día no había podido encontrar ninguna prueba a favor del GNA, entonces tal vez podía destinar su talento a otras cosas.
Todavía tenía contactos en Vancouver: la amable gente con la que ocasionalmente tomaba té durante sus años de «espía de Disneylandia» en la universidad. Contactó con ellos y empezó a tantear la idea del GANA, el Gambito Abreviado Norteamericano; y cuando no la rechazaron de plano, empezó a insistir. Sus métodos eran completamente falaces. Cuando hablaba con canadienses, sugería que su seguridad nacional estaba siendo menospreciada por los yanquis, que creían que al norte de la frontera no había nada que realmente mereciera la pena; y cuando hablaba con los ingleses, hacía montones de referencias a lo aterradoramente listos que eran los analistas norteamericanos y toda la asombrosa tecnología punta que empleaban para buscar pruebas.
Bajo un vasto cielo azul que ofrecía generoso espacio para que las vivaces nubes retozaran y chocaran, el barco de doble estabilizador se deslizaba hacia el sur con poco más de un leve sonido borboteante de las olas contra las tablas del casco y la ocasional salpicadura cuando la afilada proa asomaba tras una cresta y caía al atravesarla. La costa a babor gradualmente se fue haciendo más poblada, con torres de radio que rompían el perfil de las colinas y las ocasionales aldeas: mosaicos de toldos y aleros de brillantes colores a o largo de la ribera, y nidos de pájaros de finos palos marrones tejidos entre frágiles pilares en el agua, festoneados de redes de pesca verdes. Las cimas de las colinas habían sido desnudadas de árboles en una especie de draconiana campaña de tala y habían quedado cubiertas de un pelaje de color caqui de vegetación baja salpicada de surcos erosionados que habían manchado las playas antaño blancas de mugre de color mierda. Llegó un momento en que ya no pudieron recordar la última vez que vieron edificios a lo largo de la orilla, y luego rodearon un pequeño cabo, una gastada punta de roca marrón en forma de puño cerrado, y llegaron a la vista de una ciudad de tamaño apreciable: una playa en forma de media luna, todavía a varios kilómetros por delante, cubierta de edificios de hasta ocho pisos de altura, que se quedaron mirando boquiabiertos como si toda la vida hubieran vivido en la jungla, y, más cerca, la habitual aglomeración de habitáculos más pequeños e improvisados mercados al aire libre a lo largo de la costa, interrumpidos a la mitad por un gran muelle que se internaba en el mar y conectaba por un puente de acero con una instalación que era obviamente una terminal de ferris. Obviamente, al menos, para Yuxia y Marlon, que las veían por todas partes en la zona del mundo en la que vivían, y bastante fácil de deducirlo para Csongor, aunque se había criado en un país sin mar. La carretera que conducía hasta allí era amplia, y congestionada en ese preciso momento por varios autobuses y otros vehículos más pequeños. El capitán señaló el mar, llamando su atención hacia un barco más grande que recorría la costa desde el sur, envuelto en una nube de humo negro: un ferry de pasajeros de Manila. Esto explicaba la multitud de vehículos que se había congregado en la terminal.
La tripulación arrió las velas mientras el capitán ponía de nuevo el motor en marcha, y unos instantes después la proa del barco acuchillaba la arena de la playa y un puñado de chiquillos locales, desde niños de teta a adolescentes, corrían hacia él e iniciaban una gran y alegre pantomima de prestar ayuda, quizá con la esperanza de ganar, o al menos recibir, alguna moneda. Marlon, Yuxia y Csongor saltaron por la borda a las cálidas aguas y se dirigieron chapoteando hasta la orilla y luego sufrieron una interminable ceremonia de sonrisas y apretones de manos y asentir y despedirse que consumió casi todo su tiempo restante antes de que el gran ferry llegara a la terminal. Finalmente se libraron del acoso y recorrieron la playa, seguidos por una fascinada multitud de jóvenes que los saludaban, y saltaron un muro bajo de hormigón desmoronado y pasaron a la zona pavimentada ante la terminal. La temperatura había subido unos diez grados, y de pronto todos empezaron a sudar. Por primera vez en semanas, los olores de los sitios ocupados por los seres humanos (carbón y gasoil, residuos mal tratados, humo de cigarrillos, ajo) atacaron sus fosas nasales. Marlon planteó la pregunta de si deberían subir a ese ferry ahora mismo y viajar hasta Manila, que era un lugar donde consideraba que podría entrar en contacto con sus primos. Pero una mirada a los horarios les dijo que no zarparían todavía hasta dentro de unas horas. Todos habían visto, de camino, aquella fila de edificios a lo largo de la playa que mostraba todas las trazas de ser hoteles. Como no tenían ningún plan concreto ni tampoco tenían en realidad ninguna prisa, acordaron coger un autobús en la ciudad y buscar hotel, que sin duda sería más barato aquí que en la metrópolis, y ver si esta ciudad costera tenía algún cibercafé donde pudieran (si había que dar crédito a Marlon) recoger oro suficiente para pagar habitaciones en el Hotel Manila y comprar billetes de primera clase para el destino que se les antojara. Así que se mezclaron con la multitud que salía del ferry (unas doscientas personas en total) y trataron de decidir en qué autobús debían subirse.
Entre esos pasajeros había una proporción de caucásicos más elevada de lo que cabría esperar en una ciudad de provincias remota, y parecía razonable suponer que se dirigían a los hoteles de la playa. La mayoría actuaba como si ya hubieran estado aquí antes y supieran lo que estaban haciendo. Se encaminaron, y no era de extrañar, a los autobuses más grandes que esperaban ante la terminal. Los vehículos más pequeños (pintorescos híbridos furgoneta/autobús principalmente de fabricación casera) atraían una clientela compuesta principalmente por filipinos. Csongor oyó a un hombre blanco hablar en inglés mientras se abría paso hacia un autobús entre una corriente de pasajeros, y por eso lo abordó y le preguntó si ese autobús iba al distrito de los hoteles. El hombre se volvió a mirarlo cuidadosamente de arriba abajo, y luego le informó, sin demasiada amabilidad, que así era. Csongor le hizo una seña con la cabeza a Marlon, que destacaba una cabeza por encima de la multitud, y Marlon le transmitió la noticia a Yuxia, que estaba perdida en ella, y siguieron a Csongor escaleras arriba y entraron en el autobús.
Olía a perfume, gasoil y cigarrillos. Al menos la mitad de la gente que había en el autobús eran blancos. Pero ahora quedó claro que esta población se desviaba locamente de la curva demográfica: el cien por cien de los blancos eran varones, y la mayoría tenía más de cincuenta años. Tendían a ir vestidos como si pensaran que iban a una especie de safari, y les gustaba llevar gafas de sol aunque estuvieran sentados tras las ventanillas tintadas del autobús. Su inglés tenía un acento que Csongor no podía situar. Su primera suposición fue que eran británicos, pero no era así.
—Estos tipos son de Oz —dijo Yuxia, después de que Csongor, Marlon y ella se hubieran apretujado juntos en la fila de asientos del fondo. Cuando vio que no la entendían, aclaró—: Australia. O tal vez Nueva Zelanda.
Al parecer lo sabía por su experiencia al tratar con excursionistas mochileros en su antigua vida. Así que Csongor observó a los australianos-o-tal-vez-neo-zelandeses y trató de adivinar de qué iban. Tal vez era una especie de convención comercial, un puñado de fontaneros o ganaderos jubilados, o algo por el estilo, que habían reservado unas cuantas habitaciones de hotel durante una semana de diversión barata al sol. Pero no lo parecía. Ninguno de estos hombres conocía a los demás, ninguno hablaba con los otros, lo cual quizás explicaba por qué el tipo al que Csongor había abordado le había dirigido aquella mirada. Tendían a no sentarse juntos en el autobús. Lo hacían solos, o bien compartían asiento con una joven filipina. La proporción filipina del autobús era igual de desquiciada: todas mujeres, todas ellas bastante jóvenes o bien maduras. Las jóvenes podían confundirse con mujeres de veinte años por cómo iban vestidas y maquilladas, pero vistas de cerca parecían tener diecisiete o dieciocho años o quizás aún menos. Algunas parecían ir solas, pero la mayoría iban acompañadas, aunque a distancia, por mujeres maduras, lo bastante mayores para ser sus madres, quienes, con diferencia, no hacían ningún esfuerzo por parece glamurosas.
Todas estas impresiones calaron en el curso del trayecto de quince minutos al distrito costero que habían visto desde el barco. Csongor, Marlon y Yuxia miraban fijamente al frente, como si temieran hacer contacto ocular con lo demás y revelar lo que les pasaba por la cabeza. Cuando el autobús se detuvo delante de un hotel, esperaron hasta que casi se vació del todo, y entonces se levantaron todos a una y recorrieron el pasillo con Yuxia emparedada entre Csongor y Marlon. Ninguna discusión, ningún intercambio de miradas, había sido necesario para decidir ese acuerdo. Cuando Csongor llegó a la salida del autobús, bloqueando casi toda la puerta al detenerse en los escalones, fue recibido por la visión de media docena de chicas filipinas que lo miraban con diversos grados de entusiasmo: algunas mostrando grandes sonrisas deslumbrantes, otras frunciendo el ceño y aburridas o incluso abiertamente hostiles. Pero a medida que fue bajando los escalones y quedó claro que lo seguía una asiática pequeñita que, a su vez, era seguida por un asiático, todas parecieron llegar a la misma conclusión y se marcharon en dirección a los otros autobuses que aparcaban.
Y sin embargo era un sitio ordenado, y ninguno experimentó ninguna sensación particular de haber entrado en un barrio de mala catadura. A Csongor le pareció muy poco distinto de Xiamen. El entorno de los edificios era barato: construcciones de seis plantas apiñadas unas al lado de otras para formar bloques contiguos, separadas por calles abarrotadas y con fachadas compuestas por una mezcla de carteles pintorescos y medidas antirrobo improvisadas. Era, en otras palabras, la calle clásica de las economías asiáticas emergentes, y lo único que la hacía diferente era que los carteles estaban en inglés. O, más lejos de la calle principal, un híbrido de inglés y algo que Csongor no reconoció.
Se produjo una fuerte discusión para largarse inmediatamente de aquí y coger el siguiente ferry hacia Manila, pero a Csongor se le había metido en la cabeza la idea de que, a solo unos pocos metros de distancia, alzándose sobre ellos, había un gran número de habitaciones de hotel razonablemente modernas con camas y duchas. No podían saber qué tipo de teléfonos tendrían, pero al otro lado de la calle que daba a la costa, frente a los hoteles, pudo contar tres cibercafés en una sola manzana. Así que, sin más preámbulos, los tres se dirigieron al hotel que parecía más grande y más nuevo, y poco después, mientras pedían una habitación, se encontraron en su oscuro y atestado vestíbulo, evaluados por muchachas jóvenes con vestidos ajustados que ocupaban los pocos sillones disponibles. El plan al principio fue conseguir una habitación para Csongor y Marlon y otra para Yuxia, pero a la mitad del proceso de registro, Yuxia cambió de opinión y anunció que prefería dormir en el suelo o en el sofá de la habitación de los dos hombres. Lo que significaba, naturalmente, que ella se quedaría con una cama y Marlon o Csongor dormirían en el suelo. Así que pidieron una sola habitación. Casualmente, esto hizo que el precio bajara tanto que pudieron pagar usando los dólares americanos de la cartera de Zula, y por tanto evitaron tener que recurrir a la tarjeta de crédito de Csongor. Csongor no tenía ni idea de si alguna autoridad (china, húngara o de donde fuera) estaba siguiendo su tarjeta, pero parecía más aconsejable no utilizarla a menos que fuera necesario.
La habitación estaba en el cuarto piso. Era pequeña y oscura, con una alfombra manchada y raída, y apestaba a tabaco, alcohol y sexo. Yuxia se acercó directamente a la ventana y la abrió todo lo que pudo (unos diez centímetros) para dejar entrar un poco de brisa del mar.
Parecía que la ducha estaría ocupada durante un rato, así que Csongor bajó de nuevo a la calle y se dirigió a una oficina de cambio que había visto antes y cambió todos los euros de su cartera y los dólares canadienses de la cartera de Peter por la moneda local. Se sintió levemente ofendido, pero no le sorprendió, que no aceptaran los florines húngaros. También entró en cuatro cibercafés y descubrió que todos tenían como clientes a varones caucásicos que generalmente lo utilizaban para ver páginas guarras. Variaban de tamaño, calidad de equipo, horas de funcionamiento y nivel general de amistad. Solo uno de ellos, NetXCitement!, decía estar abierto las veinticuatro horas, cosa que Csongor consideró que podría ser útil dado que ya empezaba a caer la noche y ellos estarían ocupados, durante unas cuantas horas aún, lavándose, vistiéndose y comiendo.
Compró comida china en un puesto de la calle y se la llevó a la habitación, tratando de combatir la urgencia casi abrumadora de abrir los recipientes que olían a ajo y meter la cara en ellos. Un cartel escrito a mano de ¡NO MOLESTEN! colgaba en la puerta de la habitación, sujeto por el mismo marco cerrado. Csongor abrió la puerta, metió la comida, luego salió y volvió a colocar el cartel con cuidado.
—¿Por qué necesitamos esto? —le preguntó a Yuxia, que estaba sentada en una de las camas con el cuerpo envuelto en una toalla. Marlon estaba todavía terminando en el cuarto de baño.