En cualquier caso, la habilidad de John para relacionarse fácilmente con estas personas sin creer en nada de lo que ellos creían proporcionaba una especie de plantilla que Olivia podría utilizar para mantener relaciones cordiales e incluso cálidas con ellos durante la noche y hasta el desayuno del día siguiente. Porque en la mayoría de sus interacciones sociales eran como cualquier otra familia básicamente feliz y estable.
Olivia ofreció una vaga explicación de por qué Sokolov y ella estaban aquí. En cualquier otra parte, no habría salido muy bien. Pero Jake, que no respetaba fronteras ni leyes, accedió rápidamente a mostrarles el camino a la frontera canadiense por la mañana. Los primeros kilómetros, explicó, podrían ser peliagudos, aunque tuvieran un GPS. De hecho, el GPS podía ser más problemático ya que los induciría a seguir direcciones que resultarían callejones sin salida. Siendo un hombre que disfrutaba de la montaña, estaba más que contento de guiarlos hasta un lugar en la falda de Monte Abandono desde donde podrían ver el camino hasta la frontera. Podrían hacerlo en gran parte con sus bicicletas de montaña. En algunos sitios tendrían que llevarlas a cuestas, lo que sería tedioso, pero les compensaría luego cuando cruzaran la frontera y atravesaran la antigua mina y se encontraran en un bonito y cuidado sendero que llevaba hasta Elphinstone.
—A pie son tres días de caminata —dijo—. Con las bicis, podrán tomarse el café en Elphinstone esta noche.
Jake tenía una recia y poco espectacular bici de montaña propia. Así que por la mañana, después de levantarse, ducharse, tomar un enorme desayuno a base de tortitas y empaquetar sus cosas, partieron en una caravana de cuatro: Olivia, Sokolov y Jake en sus bicicletas, y John siguiéndolos en un quad. El quad llevó el equipaje al principio, y consiguieron viajar rápidamente durante las primeras horas mientras recorrían un sendero que los sacó del valle de Arroyo Prohibición. El sendero terminó cuando llegaron a la linde de los árboles. Jake empezó a guiarlos a lo largo de una ruta circular y, como había advertido, completamente poco clara sobre un terreno que rápidamente se convirtió casi en impracticable. Pronto tuvieron que atravesar un largo y empinado escarpe infranqueable por cualquier vehículo de ruedas, y en ese punto John desconectó el motor del quad y los ayudó a cargar las cosas en las mochilas. John apagó entonces el motor, se acomodó en el sillín, y disfrutó de un aperitivo mientras Jake guiaba a Olivia y Sokolov por el paso, a veces empujando las bicis, otras cargando con ellas, pero nunca montándolas. Se dirigían a una peña de granito de color crema que se extendía hacia el oeste desde la cima de Monte Abandono. A unos trescientos metros bajo ellos, al socaire de aquella peña, estaban los restos de lo que Olivia consideró una mina abandonada: un camino, algunas viejas barracas devastadas por el clima, camionetas oxidadas y equipo abandonado. Ahora comprendió la advertencia de Jake: si hubieran tenido GPS, probablemente se habrían dirigido hacia allí. Pero la carretera que surgía de ese sitio iba en dirección opuesta y los desviaría varios kilómetros. La única forma de pasar era ese arduo recorrido por la ladera. La peña parecía cerrarles el camino, y Olivia se preguntó cómo lograrían franquearla, pero Jake le aseguró que no era tan impresionante como parecía. Y en efecto, cuando se fueron acercando, Olivia pudo distinguir una serie de rampas y salientes naturales que parecían poder proporcionarles mucho mejor agarre que las rocas sueltas del terreno. Vista desde lejos, el escorzo de la peña daba la impresión de ser un acantilado muy empinado, casi vertical. Pero a medida que se acercaban, percibió que era un efecto visual y que la pendiente era bastante manejable.
Aquella agradable perspectiva solo hizo que el viaje hasta allí pareciera mucho más largo. Pero a su debido tiempo llegaron a un lugar donde por fin se hallaron en terreno duro y razonablemente recto. Olivia era partidaria de detenerse a tomar un bocado, pero Jake la convenció para que subieran a la peña. Lo hicieron con facilidad, incluso montados en las bicis durante parte del camino, y finalmente alcanzaron la meseta del gran macizo, desde donde pudieron ver el sendero que habían seguido y ver a John todavía sentado en el quad rojo a unos tres kilómetros más abajo. Además de disfrutar de una vista del norte que antes no podían ver.
A varios kilómetros el camino quedaba cortado por una alta cordillera que se extendía aproximadamente de este a oeste que Jake les aseguró era el norte de la frontera. Muy por debajo de ellos, y un poco más cerca, había una oscura mancha verde en el terreno que producía un rugido ensordecedor, envuelta parcialmente en humedad. Jake dijo que eran las Cataratas Americanas, y, como el nombre implicaba, estaba justo al sur de la frontera. Entre esos dos puntos de referencia, y usando una brújula, era fácil imaginar la línea este-oeste del paralelo cuarenta y nueve que corría entre ellos.
Todo lo que tenían que hacer era llegar hasta allí; y eso, dijo Jake, era seguir recto desde donde se encontraban. Había impreso algunos mapas de la zona y añadido anotaciones a mano mostrándoles hitos útiles y diciéndoles cuáles tenían que evitar.
En otras palabras, aquí era donde se separaban. Olivia le dio las gracias, e incluso lo abrazó, esperando no estar traspasando ningún límite religioso/moral al hacerlo. Sokolov le estrechó la mano y le dio las gracias con amabilidad pero, según le pareció a ella, un poco fríamente. Más tarde, tal vez, ella podría averiguar lo que pensaba realmente de Jake y su gente. Pero tal vez estaba malinterpretando la situación: tal vez la frialdad del ruso, su evidente prisa por acabar con las cortesías era solo su forma de concentrarse en la misión (probablemente lo consideraba una misión) que le ocupaba, salir de este país y decidir qué iba a ocurrir luego. Y para un hombre en ese estado mental, poder asomarse y ver una frontera engendraba una poderosa urgencia por ponerse en marcha y dejarla atrás.
Así que Jake se dio media vuelta y bajó con su bicicleta por el lado de la peña hasta un lugar donde se hacía claramente peligrosa y luego se bajó de ella y reemprendió la ardua caminata por el escarpe. Olivia, que alguna vez había sentido un leve resentimiento cuando había tenido que llevar a algún amigo a Heathrow, se sintió avergonzada en comparación.
Pero estaba con un hombre que tenía poco tiempo o paciencia para esas reflexiones, así que se pusieron en camino en cuanto pudieron tomar unos tragos de agua y terminar sus barritas de chocolate. La cara norte de la peña era distinta a la que acababan de escalar, pues era más llana, más suave, y al principio fue más fácil moverse en ella. Empujaban y a veces llevaban las bicis a cuestas, abriéndose paso entre enormes peñascos desgastados, dirigiéndose a una zona del escarpe que los llevaría hasta los árboles que asomaban a un par de metros más abajo.
Olivia llevaba unos instantes escuchando un tenue
whacka-whacka-whacka
.
—Un helicóptero —dijo Sokolov, y se retiró a la sombra de un peñasco, indicando con la mirada a Olivia que hiciera lo mismo. Tendieron las bicicletas de lado y se agacharon.
Un minuto más tarde, un pequeño helicóptero, moviéndose pausadamente, cruzó el ancho valle al oeste, dirigiéndose al norte. Redujo velocidad y descendió al acercarse a las cataratas y permaneció allí un par de minutos. Entonces su cola se elevó y empezó a dirigirse hacia el norte.
—¿Crees que nos estarán buscando? —preguntó Olivia—. No son policías.
Sokolov parecía haber estado haciéndose la misma pregunta. Se encogió de hombros.
—No es como yo lo haría —dijo—. Pero alguien está buscando algo. Es mejor que no nos vean.
—Dentro de unos minutos llegaremos a los árboles —señaló ella, indicando una anotación en el mapa de Jake.
—Entonces vayamos hacia allí mientras están mirando otra cosa —sugirió Sokolov, y se puso en pie y recogió su bicicleta.
El helicóptero, que volaba ahora bastante cerca del suelo, había desaparecido de la vista entre las convulsiones de los picos y valles. Sokolov fijó un ritmo que Olivia apenas pudo seguir. Él era demasiado caballeroso para dejarla demasiado atrás, pero ella no quería hace que se detuviera y la esperara más de lo estrictamente necesario. Pronto salieron del pedregal y empezaron a abrirse paso pendiente abajo hacia los árboles.
El camino era traicionero y exigía toda su atención. Así que estuvo a punto de chocar contra él. Sokolov se había detenido en seco y alzaba una mano exigiendo silencio.
—¿Qué? —preguntó ella. Había girado a la izquierda para evitar la colisión y ahora estaba casi a su nivel.
—Disparos, tal vez.
Permanecieron en absoluto silencio durante un minuto, luego dos, luego tres. Finalmente Sokolov empezó a respirar más profundamente y a mostrar interés en las cosas que los rodeaban. Pegó el culo al sillín de su bici, puso un pie en un pedal, y miró la pendiente. Preguntándose si podría bajarla sobre ruedas. Olivia rezó para que no lo hiciera.
—Es interesante que ya no se oiga el helicóptero —señaló él.
—Quizás hayan aterrizado.
—Entonces las aspas seguirían moviéndose.
Su frase quedó recalcada por una brusca explosión impresionantemente fuerte a pesar de que se produjo a gran distancia. Los ecos continuaron repitiéndose, reflejándose en diversas laderas, durante lo que pareció ser un minuto entero.
Sokolov miró a Olivia a los ojos. Vio la incertidumbre en su rostro. Leyó su mente, tal vez, mientras ella se preparaba para lanzar la teoría de que era una gran rama de árbol rompiéndose, o un cartucho de dinamita que estallaba en una operación minera.
—Artillería —dijo Sokolov.
—¿Cómo?
—Estamos en una especie de guerra.
Y al ver la expresión de incomprensión o incredulidad en su rostro, añadió:
—Jones está aquí.
Seamus no tenía línea directa de visión con lo que sucedió abajo, pero sus ojos vieron una especie de cometa de sangre brotando hacia arriba un momento antes de que sus oídos se taponaran. El cometa se expandió y se deshizo en un banco de bruma rosa que, afortunadamente, fue desviada hacia otra dirección por la leve brisa que llegaba del valle.
Yuxia estaba junto al helicóptero, donde bromeaba con el piloto, tratando de distraerlo de sus preocupaciones. Se llevó demasiado tarde las manos a los oídos y estaba allí de pie con la boca abierta, mirando alrededor llena de incertidumbre. Richard Forthrast pareció dominado por un momento de tristeza y se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas, mirando sin ver en la dirección general de la explosión. Seamus advirtió con interés y aprobación que, aunque Richard estaba semidesplomado en el suelo, había tenido la precaución de colgarse la escopeta al hombro, asegurándose de que el cañón no se clavaba en el suelo y se llenaba de nieve.
—¿Le importa informarme? —preguntó Seamus, cuando consideró que tenía alguna posibilidad de poder oír la respuesta.
—Eso ha sido mi amigo Chet —respondió Richard.
—¿El herido de la roca?
Richard asintió.
—Tenía una mina Claymore atada al pecho. Iba a usarla contra esos tipos si tenía una oportunidad.
—Bueno, parece que la oportunidad se ha presentado —dijo Seamus. No era precisamente un comentario sensible. Los ojos de Richard se dirigieron rápidamente hacia su rostro, buscando signos de socarronería. Pero Seamus lo había dicho en serio. Richard desvió la mirada y observó la ladera.
—La cuestión es a cuántos se ha llevado por delante.
—¿Eran dos yihadistas?
—Y un puma comedor de hombres.
Ahora le tocó a Seamus el turno de mirar a Richard en busca de signos de sarcasmo. Pero Richard hablaba completamente en serio.
—Si los yihadistas tuvieran una pizca de sentido común —dijo Seamus—, no estarían juntos. Será mejor que asumamos que al menos uno de ellos sigue vivo. Y es más seguro suponer que es el francotirador.
—Y nosotros aquí con una escopeta y una pistola —señaló Richard.
—¿Qué munición usa eso? ¿Plomillos o...?
—Postas —dijo Richard—. Quedan cuatro.
—¿Qué significan esas palabras? —preguntó Yuxia.
—Todas las armas que tenemos solo sirven para disparar de cerca —explicó Richard—. Ahí arriba pensamos que hay un hombre que puede alcanzarnos desde lejos.
Seamus reflexionó.
—Si su entrada en la Wikipedia no se equivoca, sabe usted salir de aquí.
—Esa parte sí es verdad —dijo Richard.
—Si nos vamos los tres, sucederá lo siguiente —aclaró Seamus—. El francotirador bajará aquí y...
Asintió hacia el helicóptero y se pasó el pulgar por la garganta, indicando el destino probable del piloto lisiado.
—Luego nos localizará en el valle y nos abatirá uno a uno. Así que eso no es lo que vamos a hacer.
—¿Quién demonios es usted? —le preguntó Richard.
—Un hombre en su elemento. Esto es lo que vamos a hacer: Ustedes dos, Richard y Yuxia, van a salir de aquí para intentar encontrar el camino para ponerse a salvo. Si el francotirador baja aquí, lo mataré. Si los sigue, lo seguiré. Eso será bueno para el piloto —señaló el helicóptero—, porque tiene suficientes ropas de abrigo y agua y demás cosas para seguir con vida durante un tiempo mientras los puñeteros francotiradores yihadistas no vengan a por él.
—¿Y el león comedor de hombres? —intervino Yuxia.
—¡Mierda! —exclamó Seamus, e inmediatamente se sintió mal porque Yuxia dio un respingo—. No lo sé. Avisaré al piloto. Le diré que mantenga la puerta cerrada.
Pasó un momento.
—¿A qué están esperando? —les instó Seamus.
Justo antes de despertar, estaba soñando con la huida de Eritrea, la marcha descalza de seis meses hacia Sudán y la búsqueda de un campo de refugiados dispuesto a aceptar a su grupo. Los rostros se habían borrado de su memoria, pero el paisaje, la vegetación, la sensación de la marcha no habían dejado de acompañarla y se habían convertido en la línea continua que subrayaba muchos de sus sueños. Normalmente era el norte de Eritrea, que habían atravesado durante los primeros días de viaje, cuando su mente estaba completamente abierta a los nuevos paisajes e impresiones que, una vez libres de las cuevas en las que había pasado sus primeros años, parecían presentarse a cada momento. El terreno estaba compuesto por interminables colinas marrones separadas por arroyos estacionales y apenas cubierto de matorrales. En nada se parecía al terreno que recorría ahora, densamente poblado por enormes cedros y cubierto por una alfombra de helechos. Pero sabía que si ganaba suficiente altitud, se encontraría en un territorio como el que Chet y ella habían atravesado el día anterior: un país empinado y despoblado donde se podía ver durante kilómetros. Ir hasta allí no era una opción. Si se quedaba en el húmedo valle del río que fluía hacia el sur desde las Cataratas Americanas, iría en dirección equivocada, hacia la cuenca de un sistema de lagos que se extendían hacia el sur. Podrían ser dos días de marcha hacia esos valles antes de poder llegar a un lugar donde poder pedir ayuda. Para llegar a casa de tío Jake, tendría que salir del valle y salir de los bosques para llegar a las zonas inferiores de Monte Abandono, que tendría que recorrer durante varios kilómetros hasta llegar a la cabecera de Arroyo Prohibición. Ya sabía que esa iba a ser la parte desesperada: allí tendría que recurrir a lo que fuera que habían tenido que recurrir los líderes de su grupo de refugiados en los peores días de su viaje, cuando estaban cansados, escasos de comida y agua, y perseguidos por hombres armados.