Laura Fuster, experta en armas biológicas, debe viajar a Matavientos, en el sur de España, al corazón de un mar de invernaderos donde se hacinan miles de inmigrantes ilegales, para hacer frente a una epidemia que podría deberse a un ataque terrorista.Al entrar en la Zona en cuarentena, descubre que la amenaza es mucho peor de lo que suponía. El virus es letal, actúa con una velocidad sin precedentes y vuelve a los enfermos extremadamente agresivos.La investigación de Laura se convierte en una lucha por la supervivencia contra los infectados y también contra el poder de una gran corporación empeñada enque el oscuro secreto de la Zona no salga a la luz.Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera son dos de nuestros autores más reconocidos en el campo de la ciencia ficción y el tecnothriller, tanto en España como internacionalmente.
Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera
La zona
ePUB v1.0
AlexAinhoa12.08.12
Título original:
La zona
Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera, 01/2012.
Ilustraciones: Juan Miguel Aguilera
Diseño/retoque portada: @Calderón Studio, 2011
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
Debido a esta lucha por la vida, cualquier variación, por ligera que sea, si ofrece alguna ventaja a un individuo de una especie, ayudará a preservar a ese individuo y será heredada por sus descendientes. Éstos también tendrán más probabilidades de sobrevivir; pues de los muchos individuos de cualquier especie que nacen periódicamente, tan sólo un pequeño número puede sobrevivir.
A este principio por el cual toda ligera variación se conserva siempre que resulte útil lo he denominado «selección natural». Pero la expresiónque suele usar el señor Herbert Spencer, «supervivencia de los más aptos», es más exacta y a veces igualmente conveniente.
Charles Darwin,
El origen de las especies
, capítulo 3.
La lección más importante que enseña la historia es que el hombre no aprende casi nada de las lecciones de la historia.
Aldous Huxley,
A Case of Voluntary Ignorancy
.
Delta del Níger
, mediados de los noventa
Eugenio Aguirre conducía su motocicleta a través de una calle polvorienta de Port Harcourt, en el delta del Níger.
El delta era un inmenso amontonamiento de detritus y porquerías arrastradas por el río desde las selvas y los desiertos a lo largo de miles de años. Formaba una llanura de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados al sur de Nigeria, tan lisa como una mesa, ablandada por la saturación de petróleo en su subsuelo y manchada por los vertidos de crudo.
Era un lugar caótico y sombrío, muy cálido y bochornoso la mayor parte del año y ardiente y seco en los meses del harmatán, aunque la influencia de este viento sahariano llegase muy debilitada al delta. Ningún
Homo sapiens
sensato habría elegido aquella región para vivir; y, sin embargo, los especímenes de aquel homínido apenas evolucionado se apiñaban en ella como abejas en una colmena.
La presencia humana no había hecho más que empeorar el delta y convertirlo en el escenario casi irreal de una pesadilla futurista. Los habitantes que malvivían en aquellos parajes habían añadido millones de toneladas de basura a los sedimentos, que ya de por sí eran resultado de la lenta putrefacción de formas de vida del pasado remoto. Ahora el Nilo Negro, como llamaban al Níger en la Antigüedad, hacía honor a su nombre y se había convertido en el verdadero corazón de las tinieblas. El barro sobre el que se alzaban las abarrotadas ciudades estaba empapado de un aceite oscuro y hediondo, y por todas partes ardían fuegos de los que brotaban sombrías humaredas que manchaban y entenebrecían el cielo africano.
Mientras sorteaba socavones y esquivaba otros vehículos, recibiendo en el rostro vaharadas de aire que parecían brotar de un gigantesco secador, Aguirre pensó que nunca entendería esa afición de los nigerianos a encender hogueras. Les encantaba quemar cualquier cosa, sobre todo petróleo y enormes ruedas de camión. Había días en los que el humazo, el hollín y las pavesas volvían la atmósfera tan irrespirable como las calderas del infierno. No se podía salir sin una mascarilla de papel, y aun así uno acababa tosiendo y escupiendo salivazos que semejaban alquitrán.
Port Harcourt era todo él un gran vertedero humeante. La gente hacía sus necesidades en medio de las calles, que estaban tan llenas de basuras, animales muertos, escombros y cachivaches rotos que por algunos lugares no se podía transitar. Toda la región poseía una inmensa riqueza petrolífera, y sin embargo tres cuartas partes de la población vivían en la miseria. Muchas de las casas no eran más que barracones de paredes levantadas con tablones, o entramados de cañizo cubiertos de barro con techos de paja, hierba o planchas de chapa oxidada. Cuando soplaba un viento un poco fuerte, todo se desmoronaba. Al menos, pensó Aguirre, cuando así ocurría, sus moradores no podían quejarse de que perdieran ninguna fortuna.
Por si fuera poco, la guerra había acabado de destrozarlo todo. De vez en cuando los guerrilleros del Movimiento para la Emancipación del Delta del Níger, el MEND, descargaban su frustración contra las petroleras haciendo incursiones en la ciudad, disparando contra todo lo que se movía y también contra lo que se quedaba quieto. Las balas habían dejado muchas de aquellas infraviviendas agujereadas como quesos de gruyer.
Para Aguirre, lo más deprimente y antiestético era encontrarse continuamente con personas a las que les faltaban partes del cuerpo: una pierna, las dos, medio brazo, tres dedos, un ojo. Todos ellos heridos y mutilados por las luchas constantes entre la guerrilla y la policía estatal. Muchos exhibían sin el menor pudor sus muñones, sus pústulas o sus quemaduras para mendigar limosna, y lo hacían en medio de la calzada, lo que congestionaba todavía más el caótico tráfico de la ciudad.
Mientras sorteaba también a aquellos infortunados, Aguirre pensó: «Hubo un tiempo en que toda la raza humana fue así». Tullidos, sucios, con los dientes cariados, indolentes, viviendo siempre al límite del hambre.
En realidad, filosofó, era posible que la humanidad estuviera destinada a regresar muy pronto a esa subsistencia, o más bien subexistencia. Sólo en Europa se creía todavía en mantener el estado del bienestar. No era extraño que muchos de aquellos desdichados estuvieran decididos a arriesgarlo todo para emigrar allí y buscarse un rinconcito en «el paraíso».
Un paraíso de cartón piedra que amenazaba con desmoronarse. Aguirre estaba convencido de que el sueño de Europa se encontraba al borde del abismo. El estado del bienestar era insostenible en un mundo globalizado en el que dos terceras partes de la población vivían en la pobreza y miraban ansiosos hacia Occidente.
Un profesor de economía al que conoció semanas antes en una recepción le había expuesto una teoría interesante.
—Los vasos comunicantes —había dicho con la voz algo pastosa antes de dar un sorbo a un champán caro, pero demasiado caliente.
—¿Cómo? —preguntó Aguirre.
—La globalización está haciendo que todos los países se conviertan en vasos comunicantes. Tarde o temprano todo el mundo tiene que igualarse a la baja.
—¿Y por qué no igualarse al alza? —había preguntado una mujer que trabajaba para la Shell.
—Es imposible —respondió el profesor—. No hay recursos para darle a todo el planeta un nivel de vida similar al que disfruta un ciudadano europeo. Pronto tendremos una crisis mucho peor que la del petróleo del setenta y tres. Y esta vez todo se irá al garete.
Sin ser experto en economía, Aguirre poseía suficiente información y era lo bastante observador como para estar de acuerdo con aquel individuo. El siglo XXI no sería aquel escenario brillante y limpio que le habían vendido en películas y novelas cuando era niño, sino un tiempo tan sucio y lleno de hogueras y pobreza como la mísera ciudad que estaba atravesando.
Aunque era muy posible que él hubiese encontrado la solución. En este mismo momento la sentía al alcance de la mano, casi la rozaba con la punta de los dedos. Sabía que se hallaba en el camino correcto.
A veces le asaltaban deseos de proclamarlo a los cuatro vientos: «¡Aún no lo sabéis, pero yo os voy a salvar! ¡Sí, manada de parásitos semiinconscientes, yo!».
Todavía era pronto. Necesitaba más datos antes de hacer público su descubrimiento. Tenía que ser precavido: un paso en falso en aquel momento daría al traste con todo su trabajo. Debía esperar y ser paciente. Sobre todo, reservado y discreto como sólo él sabía serlo.
Disfrutaba paladeando la gloria anticipada cuando tuvo que clavar los frenos con tanta violencia que la rueda trasera de la moto se levantó del suelo un par de centímetros.
Habían cortado el tráfico de la calle. No por obras, sino porque un grupo de gente se había puesto a descuartizar animales en medio de la calzada.
Era un espectáculo fantasmagórico. Al menos una docena de cabras habían sido desolladas y la sangre lo empapaba todo. Los animales estaban tirados en el suelo y las pieles colgaban de unos tendederos de ropa. Hombres, mujeres y niños chapoteaban en el barro rojo mientras limpiaban las tripas en unos cubos de plástico amarillentos llenos de un agua tan sucia que parecía sacada de un retrete. El olor a matadero y muladar era indescriptible.