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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (145 page)

BOOK: Reamde
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De todas formas, era tentador. Su visión del hombre con la pistola quedaba bloqueada por los peñascos. Si se movía un poquito hacia delante, podría verlo con claridad, agarrarse a una plancha plana de roca a unos centímetros de distancia, apartarse en busca de una distancia mayor y más segura.

En eso pensaba mientras esperaba y empezaba a sentir frío y a temblar y tiritar. Se preguntó qué habría causado la enorme explosión que había escuchado antes. La explicación obvia parecía Chet disparando la mina Claymore. Se preguntó qué implicaba eso respecto al destino de Chet, y de Richard, que había ido a buscarlo. Se preguntó cuál sería la historia del helicóptero, y si volvería.

Sus meditaciones fueron interrumpidas por un nuevo movimiento que vio con el rabillo del ojo. Había estado mirando directamente al yihadista de la pistola, visible solo de hombros para arriba, que escalaba la misma pendiente de piedras que ella había escalado hacía unos instantes. Ahora volvió la cabeza y vio que el hombre de la ametralladora también se había movido, intentando encontrar un nuevo ángulo.

Sus ojos se cruzaron un momento. Él pareció entusiasmarse y se llevó el arma al hombro para apuntar.

Ella se rebulló, moviéndose hacia una nueva posición un par de metros más adelante. El hombre de la pistola estaba sorprendentemente cerca. Agitaba los brazos, intentando conservar el equilibrio. Ella extendió los brazos sobre la roca y apuntó a la forma oscura del escalador.

Algo sonó sobre ella. Eso sugirieron sus oídos. La cara del hombre lo demostró, pues su reacción inmediata fue detenerse y mirar pendiente arriba.

Zula apretó el gatillo, sintió la pistola estremecerse cuando el tambor giró, vio el casquillo tintinear en las rocas cercanas.

El hombre estaba allí de pie con una expresión estilo «Oh, mierda» en la cara, y ella pensó durante un instante que había fallado. Pero entonces él intentó sentarse, cosa que no funcionaba si estabas subiendo una pendiente elevada. Sus piernas volaron por los aires antes de que su culo tocara siquiera el suelo, y empezó a caer dando volteretas hacia atrás, ganando velocidad mientras lo hacía.

Zula volvió la cabeza para mirar al hombre de la pistola ametralladora. Pero había desaparecido. Alzando con cuidado la cabeza, lo encontró en la base de la pendiente, tendido despatarrado.

La linde del bosque se encendió ahora con los destellos de las bocas de dos armas diferentes: yihadistas recién llegados que habían visto todo aquello. Pero si le estaban disparando a Zula, fallaban por un kilómetro.

Desde arriba llegaron los disparos de respuesta: tiros individuales, disparados deliberadamente, que parecieron desanimar a los de abajo. Zula rodó, apoyó la cabeza en la piedra plana, trató de calcular de dónde venían los disparos. La respuesta obvia era una gran masa de piedra sólida, del tamaño de una manzana de casas, que sobresalía de la rampa del escarpe. Dedujo que tenía una cima llana y que había alguien con un arma de largo alcance.

Entonces un movimiento atrajo su mirada. A lo largo de aquel macizo, alguien agitaba una pieza de tela. Una camiseta. Zula se volvió a mirarla y, después de unos momentos, respondió.

Una persona apareció a la vista y empezó a hacerle claros movimientos para llamarla. «Corre hacia mí.»

Zula no tenía ni idea de quién era. Se levantó y echó a correr de todas formas. Estaba cansada de tener frío y estar sola, y estaba dispuesta a intentar cualquier cosa. Aunque hubiera implicado algún tipo de riesgo. Llámalo fatalismo. Pero los penetrantes estampidos que sonaban arriba (disparos de rifle de alta potencia que alcanzaban la línea de árboles desde lo alto de la roca) parecían conseguir que los hombres de abajo se lo pensaran mejor antes de asomarse a dispararle.

La reacción inmediata de Sokolov a la fuerte explosión fue quitarse la mochila, abrirla, y empezar a montar el rifle de asalto que Igor le había quitado a Peter y que él le había quitado a Igor. La lógica de ese movimiento no quedó clara para Olivia. Estaban solo a un par de kilómetros de un país donde la posesión de esa arma sería espectacularmente ilegal. No habían visto un alma en todo el día, aparte de los Forthrast. Pero Sokolov estaba firmemente convencido de que lo que habían oído no era una explosión en una mina sino la detonación de un artefacto táctico militar y que ahora se hallaban en guerra abierta con enemigos desconocidos e invisibles.

Olivia vio, entonces, cómo todo tenía sentido. Lo había sabido siempre, en realidad, pero lo había suprimido por una especie de instinto burocrático: el temor de que nunca iba a poder vender la idea en una reunión. Naturalmente Jones habría interrogado a Zula, habría leído la entrada en la Wikipedia sobre Richard, se habría enterado de las operaciones de contrabando, habría ido a su vivienda cerca de Elphinstone, habría usado a Zula como chantaje para obligar a Richard a guiarlo a través de la frontera. Y naturalmente la explosión del día anterior en el cruce fronterizo había sido una diversión.

Estaba aquí, ahora.

¿Cuánto tiempo hacía que Sokolov lo sabía? Hasta el momento de la explosión no había revelado ninguna sospecha de que pudieran estar internándose en una zona de fuego con un grupo de yihadistas armados. Pero entonces comprendió que lo había estado esperando todo el tiempo.

¿Había estado jugando con ella?

Sospechó que era mucho más complicado. Sokolov había estado sopesando posibilidades. Había buenos motivos para que cruzaran la frontera. Podían haberlo hecho en cualquier parte. Sokolov había favorecido el punto de cruce que era más probable que los llevara a encontrarse con Jones.

Pasaron un cuarto de hora, aunque pareció mucho más tiempo, orquestando una retirada táctica por la pendiente, a través del campo de peñascos, hasta la cima del promontorio rocoso donde se habían separado de Jake.

Dentro de la mochila de Sokolov había una bolsa más pequeña, solo un fino saco de nailon, hecho para albergar un saco de dormir plegado. Una vez que encontró un lugar conveniente donde tumbarse en el suelo de roca, Sokolov lo sacó y lo puso en el suelo. Castañeó. Olivia vio que estaba lleno de objetos pesados y duros con esquinas. Cuando terminó de montar el rifle, Sokolov abrió la bolsa y la vació. Contenía media docena de cajas de plástico curvadas: cargadores de munición para el rifle. Por su peso, quedó claro que estaban llenos.

Sokolov había ido antes que ella a Vado de Bourne, había recorrido las tiendas de armas locales, había comprado todo ese material y había cargado los cargadores. Solo para estar preparado.

De acuerdo, así que había estado jugando con ella. Pero descubrió que no le molestaba. Porque, en cierto modo, ella también había estado jugando con él. Esperando que sucediera algo así.

En cualquier caso, había poco tiempo para esas consideraciones metafísicas. Sokolov (que se había arrastrado hasta el borde de la gran roca plana) la llamó y le dijo que mirara lo que había allá abajo: una mujer joven, de piel oscura, pelo negro, con una camiseta y pantalones de camuflaje, que subía por la cuesta temiendo claramente por su vida. Ráfagas de fuego de ametralladora desde un lugar que, al principio, fueron incapaces de ver. Cuando volvieron a situarse en un lugar donde Sokolov pudo apuntar al hombre de la ametralladora, ese tipo había dejado de disparar y esperaba mientras un compañero trepaba por la pendiente con una pistola en la mano.

—Ve abajo —le ordenó Sokolov—, y trae a Zula.

Eso, más que el helicóptero, la súbita aparición del rifle de asalto, los aturdidores disparos de la pistola ametralladora, hicieron que Olivia girara la cabeza.

—¿Esa es ella?

Sokolov apartó la cara de la mira telescópica del rifle y se volvió a mirarla con una expresión que era muy masculina, y muy rusa.

—De acuerdo —dijo ella—, ¿pero qué hay del tipo con la pistola?

—Zula va a matarlo —respondió Sokolov.

—¿En serio?

Otra vez aquella mirada.

—En serio. Pero hay poco tiempo, solo hay una ventana de oportunidad, como tú dirías, en que pueda correr hasta lugar seguro. Yo la cubriré.

Todos los chinos que Richard había conocido en su vida eran sofisticados urbanitas, así que casi esperaba tener que acabar cargando a Yuxia a sus espaldas. Pero quedó claro casi inmediatamente que era medio cabra montesa, o cualquiera que fuese el equivalente chino a las cabras montesas. Eso quedó claro por el hecho de que siempre le veía la cara. Porque ella iba siempre por delante y se volvía con frecuencia para ver por qué tardaba tanto.

Temió que fuera a preguntarle si necesitaba ayuda.

En una de esas ocasiones, solo un par de minutos después de que echaran a correr, ella mostró una expresión asombrada. Richard ya creía conocer a Yuxia, en parte por la descripción que Zula había hecho de ella en la nota escrita en las toallas de papel. Su cara era expresiva y bonita, pero no solía mostrar sorpresa. Gran parte del tiempo tenía una expresión entusiasta e interesada, y frecuentemente mostraba una sonrisa de inteligencia, como si disfrutara de un chiste privado. El asombro no era algo que se permitiera manifestar a menos que fuera importante. Así que Richard titubeó y se dio media vuelta y retrocedió sorprendido un par de pasos. Una seta de fuego amarillo reventaba en el aire sobre el lugar donde había caído el helicóptero.

—Estoy seguro de que está bien —farfulló, volviéndose y colocando amablemente una mano en el hombro de la muchacha, animándola a darse media vuelta y ponerse de nuevo en marcha.

Ella retrocedió, pero no al estilo de «deja de tocarme, viejo guarro». El choque del helicóptero le había causado más daño del que quería dejar ver. Cuando se dio media vuelta, lo hizo envarada, y Richard comprendió que el dinamismo que había envidiado en ella era en parte fingido, una negativa consciente a mostrar dolor. Porque no quería que los hombres la cuidaran. Porque la caballerosidad a veces venía con un precio.

—No he llegado a conocer a Seamus muy bien en los cinco minutos que pasé viendo estrellarse el helicóptero y todo eso —dijo Richard, avivando el paso y tratando de que la indecisa Yuxia lo siguiera—, pero me pareció un tipo listo que sabe lo que se hace, y no creo que se quedara al lado de algo que estuviera a punto de explotar.

Ella había empezado a moverse de nuevo, quizás un poco picada al ver que un viejo torpe le había ganado unos cuantos metros. Él vio entonces la tensión en su cuello, la expresión preocupada de alguien que se enfrentaba a un fuerte dolor de cabeza.

—Escucha —le dijo, después de un momento—, no sabemos cuánto tiempo vamos a pasar en estas montañas perseguidos por los yihadistas, y por eso me gustaría presentarte a nuestro nuevo amigo y compañero de viaje, Mr Mossberg.

Yuxia miró teatralmente alrededor, haciéndolo más con los ojos, ya que el cuello no quería moverse.

—No lo veo —dijo.

—Sí que lo ves —respondió Richard, y mostró la escopeta. Una parte de él se horrorizaba ante las posibles consecuencias de proporcionarle a Yuxia una escopeta de corredera y enseñarle a utilizarla, pero, en general, no le pareció mal—. ¿Has visto estas cosas en el cine?

—Y en los videojuegos —respondió ella—. Se echa hacia atrás la corredera.

—Sí. Por algún motivo, se llama guardamano. Con esta, a veces hay que tirar con fuerza... un tirón suave no funciona.

—De acuerdo, soy fuerte —dijo ella.

—Rojo, estás muerta —dijo él, mostrándole el seguro y moviéndolo adelante y atrás unas cuantas veces, ocultando y revelando alternativamente el punto rojo—. Toma, inténtalo. Acuérdate de poner así el dedo.

Le mostró cómo mantenía el índice hacia delante a lo largo de la culata, sin permitirle tocar el gatillo.

—Pan comido —dijo ella, asintiendo.

Habían reducido el ritmo a un paso vivo, pero Richard lo consideró un riesgo razonable: era importante que ella supiera cómo funcionaba el arma. Se quitó el arnés y le entregó el rifle, advirtiendo con aprobación que ella colocaba el dedo índice en la forma adecuada y de manera natural.

—Tira un poco del guardamano y podrás ver que hay un cartucho listo para disparar.

—Cartucho quiere decir bala.

—Cartucho es la palabra que usamos para indicar munición, pero en este caso no es una bala. Es un montón de pequeñas bolitas —usó las manos para hacer la mímica de esparcirlas hacia fuera—. Muy potente. Pero hay que estar cerca o las balas se extenderán y no le darán al tipo.

—¿Cómo de cerca?

—Veinte metros o menos. Y no viene mal apuntar.

Ella lo miró, sin saber si estaba siendo sarcástico.

—Hablo en serio —dijo él—. Llévatela al hombro, pega la mejilla a la culata, y mira a lo largo del cañón. Con los dos ojos abiertos.

Yuxia se detuvo para poder practicar, apuntando a un árbol situado a unos diez metros de distancia.

—Quiero dispararla —observó, y le pareció divertido y fascinante que así fuera.

—Algún día podrás venir a mi reunión familiar y disparar todo lo que quieras —le prometió él—. Ahora no. Solo tenemos cuatro cartuchos. Y no queremos que Jahandar nos escuche.

—De acuerdo, supongo que tendré que devolvértela —dijo ella, algo hosca. Él la miró con mala cara y ella le mostró una sonrisa. «¡Te engañé!»

—Probablemente es buena idea —dijo él—. Él le disparará primero al que tenga el arma. Entonces tendrás que quitármela, y esperar a que se acerque.

Esta observación pareció despojar la situación de toda la alegría, así que reemprendieron el camino y dedicaron toda su atención a ganar terreno. A Richard le sorprendió la aparente velocidad con la que volvieron al punto donde se había separado de Zula antes. Pareció el lugar ideal para hacer una pausa, o al menos reducir el ritmo, y calibrar la situación.

—Me alegro de haberme comido tantos gofres gratis —observó Yuxia, mirándolo.

—Yo estoy en ayunas —confesó él.

A Yuxia esto no le pareció muy tranquilizador. Richard se irguió y se palmeó la barriga.

—Por fortuna, tengo un montón de energía de reserva.

Yuxia analizó clínicamente su tanque de gas.

—Dentro de otra media hora o así, llegaremos a un sendero. Una larga escalada con muchos caminos en zigzag. En ese punto, deberías adelantarte. Yo solo te retrasaré.

—¿Quién se queda con el arma? —preguntó ella.

Él reflexionó unos instantes. Su cerebro estaba cansado y funcionaba despacio.

Entonces comprendió que la pregunta no pretendía ninguna respuesta. Era una opción imposible. Tenían que permanecer juntos.

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