El número de barcos de pesca desafiaba la lógica y el cálculo. Excedían el espacio de atraque disponible por un factor de muchos cientos, de modo que habían sido empujados hasta la orilla hasta que esta quedó llena y entonces fueron unidos, costado con costado, en largos arcos que se extendían por la bahía. Cuando un arco se quedaba sin espacio, se empezaba uno nuevo, y en la parte exterior de la bahía había unos pocos formados solamente por media docena de barcos o así.
En algún lugar más allá de todo esto debía de haber tierra, y algún tipo de ciudad portuaria, pero Zula solo la veía a retazos. Pues había una abertura en todo este caos flotante improvisado que llegaba hasta un muelle: un único embarcadero, donde en ese momento había atracado un ferry de pasajeros. De ahí una carretera subía por la colina, formando la espina dorsal de una población. La carretera estaba flanqueada por edificios bajos y medio repleta de personas con
doulis
sentadas en la caliente acera remendando redes de pesca o ensartando neumáticos con cables. Los sopletes y cortadores centelleaban por todas partes, más azules y más brillantes que el sol. Barcos más pequeños como el de ellos circulaban por todas las zonas donde el agua les permitía flotar, como mitocondrias. La pura complejidad de las jarcias y el tráfico y las pautas de movimiento aturdían la mente y se difuminaban en la bruma y la humedad mucho antes de que empezara a tener sentido.
La expresión de Yuxia le dijo a Zula que esto le resultaba igualmente desconocido.
Todos los barcos de pesca habían sido construidos siguiendo exactamente el mismo trazado, producidos en masa en algún astillero, y todos estaban pintados con el mismo tono de azul. A Zula le sorprendía que la gente que vivía y trabajaba aquí pudiera distinguirlos. Sin embargo, había uno que destacaba simplemente porque estaba aparte, anclado más allá en la bahía y sin amarrar a ningún otro navío. No fue extraño que se dirigieran hacia allí. Lo abordaron por el costado que daba al mar, donde podrían verlos menos ojos, y subieron por una escala hasta cubierta. Como todos los barcos, tenía una proa de aspecto pronunciado que se alzaba sobre el agua y estaba repleta de aparatos. Justo después había una zona despejada llena de tubos grises de plástico apilados. Por encima se alzaba una superestructura que ocupaba la mayor parte de la mitad de popa del barco. Tenía dos cubiertas de altura. Las cabinas de abajo solo tenían pequeñas portillas. En el nivel superior había unas cuantas ventanas y un par de escotillas que daban a una estrecha pasarela que la rodeaba. Zula solo pudo ver pequeños atisbos mientras la conducían directamente a una cabina inferior, al parecer usada como camarote por los pescadores que vivían a bordo, ya que lo siguiente que sucedió fue que llegaron dos hombres y sacaron todas sus cosas, dejándola sola en un camarote vacío sin más decoración que una alfombra de Oriente Medio en el suelo de acero y dos ajados pósters con letras árabes donde se veían hombres con turbante y barba señalando al cielo y confesándose algún profundo pensamiento sobre (esto era una loca suposición) la yihad global. El camarote tenía una sola portilla que, quince minutos después de su llegada, fue sellada sin más ceremonias por el simple recurso de colocar un pedazo de periódico por fuera. Cada vez que la puerta del camarote se abría y se cerraba la acompañaban sonidos metálicos que Zula interpretó como indicativo de que la escotilla estaba cerrada con cadenas por fuera. En un acto mudo y algo patético de caballerosidad, alguien abrió la puerta y le entregó un cubo. Yuxia también había subido a bordo, pero Zula no tenía ni idea de dónde estaba, ni de qué podría estar sucediéndole.
—Hay vodka en el bar —dijo en ruso la espía Olivia. Sokolov dedujo ahora, por su acento y por su espontánea invitación a tomar bebidas alcohólicas, que era británica.
—Gracias, pero soy un ruso de costumbres algo inusitadas y no aprovecharé esta oportunidad para embriagarme.
Ella tardó un poco en comprender la frase, pero captó el sentido general. Su ruso era, tal vez, quizás un poco mejor que el inglés de él. Tendrían que pasar de un idioma a otro y observarse las caras.
—Yo voy a aprovechar todas las oportunidades que pueda —respondió ella, y se acercó al bar (realmente un mueble con unas pocas botellas) y sacó una botella de Jack Daniel’s.
—No debería embriagarse demasiado, ya que pronto puede ser necesario emprender nuevas acciones.
La mirada que ella le dirigió dejó claro que estaba haciendo esfuerzos para no reírsele en la cara.
¿En qué se había equivocado?
En asumir que ella confiaría en él.
Era una suposición lógica. Si la espía Olivia fuera más experimentada, sabría que confiar en él era la acción correcta. Podía confiar en él porque estaba completamente jodido y la necesitaba: necesitaba una persona de aspecto chino que pudiera pasar por lugareña y lo ayudara.
¿Por qué no se fiaba entonces?
Probablemente porque había irrumpido por la ventana de su oficina en un momento particularmente difícil y la había apuntado con un rifle de asalto y después se había colado en su apartamento.
—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó ella.
—Plan D —dijo él en inglés.
—¿Y qué es el Plan D?
—El cuarto plan que intenté. Me llevó toda la tarde.
Podría haberlo explicado, pero era una tontería discutir cosas del pasado cuando necesitaban discutir sobre el futuro.
Sin embargo, ella seguía mirándolo con recelo por encima del borde del vaso de whisky.
Tras sacar los artículos, uno a uno, de los bolsillos del traje de Jeremy Jeong, Sokolov colocó sobre la encimera de la cocina su carné de identidad, su teléfono, las llaves y unas cuantas cosas más. Cada uno produjo una pequeña exclamación de sorpresa y deleite por parte de Olivia.
—Para demostrar que no soy un jodido gilipollas —explicó él.
Ella se dirigió primero al teléfono y comprobó las llamadas recientes para ver si Sokolov había sito tan estúpido como para usarlo. La respuesta, como él podría haberle dicho, era que no.
—Magnífico —dijo ella, recogiendo el carné de identidad de la encimera y guardándoselo.
—¿El nombre del carné no es Olivia?
—El nombre del carné es Meng Anlan.
—Ah.
—Así que no sabes leer chino.
—Correcto.
—¿Cómo llegaste aquí? No importa. Plan D.
Seguían pasando del inglés al ruso. Sokolov notó que hablaba ruso de academia, se sentía más cómoda con las abstracciones y las frases formales, no tenía ni idea de cómo expresarse de manera coloquial.
—¿Estabas vigilando a los yihadistas? —preguntó—. ¿O a los hackers que vivían en el piso de abajo?
—A los yihadistas.
—¿El nombre del líder? ¿El negro?
—Abdalá Jones.
Sokolov asintió. Había oído hablar de Jones, y había visto su foto en algún periódico.
—¿Trabajas para el MI6?
Ella hizo un esfuerzo visible por mantener una cara de póker, entonces pareció advertir su futilidad y asintió.
—¿El MI6 tiene un procedimiento de extracción?
—Recursos que pueden emplear —le corrigió Olivia—. Para improvisar un procedimiento.
A él eso le pareció un procedimiento.
—¿Cómo activas ese procedimiento?
—Si no tuviera otro remedio, haría cierta llamada telefónica —dijo ella—, pero es algo a evitar si puedo usar Internet.
—¿Tienes un ordenador aquí?
—Ya no. Y aunque lo tuviera, no lo haría desde aquí. Iría a un
wangba
.
—¿Lo has hecho antes?
Ella negó con la cabeza.
—Sin carné gubernamental, no hay acceso al
wangba
—dijo—. Pero ahora que tengo esto... —agitó el carné de identidad y sonrió.
—¿Nosotros vamos a ir al
wangba
?
Pareció que ella estaba a punto de decir que sí. Entonces su rostro se endureció.
—¿Quién es «nosotros», hombre blanco?
—¿Cómo dices?
Ella cerró los ojos, sacudió la cabeza.
—Es un viejo chiste americano.
—Me gustan los chistes. Cuéntamelos.
—¿Conoces al Llanero Solitario?
—¿El cowboy enmascarado? ¿El que tiene un amigo indio?
—Sí. Pues van el Llanero Solitario y Toro y son emboscados por unos comanches y los persiguen hasta un cañón y acaban ocultos tras unas rocas disparándoles a los indios, y el Llanero Solitario mira a su amigo y dice: «Bueno, Toro, van a acabar con nosotros.» A lo que Toro responde...
—«¿Quién es “nosotros”, hombre blanco?»
—Sí.
—Es un chiste divertido —dijo Sokolov.
—Lo curioso es que lo digas sin que yo vea el menor atisbo de diversión en tu rostro.
—El sentido del humor ruso. Lo que llamáis seco.
—De acuerdo.
—El chiste tiene significado.
—Sí, señor Sokolov, tiene significado.
—¿Por qué ayudar al pobre ruso jodido? Ese es el significado.
—Más importante —dijo Olivia—, ¿por qué debe ayudarte el MI6? Porque al final no importa lo que yo quiera o esté dispuesta a hacer. Lo que importa es lo que el MI6 esté dispuesto a hacer. Y aunque estén dispuestos a pararlo todo para sacarme de China, puede que no sea capaz necesariamente de persuadirlos para que hagan lo mismo en tu caso.
—Diles que tengo información útil.
—¿La tienes?
Sokolov se encogió de hombros.
—Probablemente no. Pero eso no tiene nada que ver.
—Si les digo que tienes información útil y resulta que no la tienes, quedaré como una idiota.
—Tal vez haya cosas más importantes de las que preocuparse que si eres idiota o no cuando estés a salvo en Londres comiendo pescado y bebiendo cerveza.
Ella se pasó un rato dándole vueltas a esas palabras.
—Conozco a los británicos. Parecer idiota es parte de ser británico. Sucede continuamente. Ellos entienden. Tienen procedimientos.
—¿Puedes conseguir acceso a Internet más tarde? —le preguntó ella.
—Mmm, difícil. ¿Por qué?
—Ahora mismo tengo que coger el ferry para volver a la ciudad e ir a un
wangba
y enviar mi llamada de auxilio —dijo ella—. Más tarde probablemente recibiré instrucciones de adónde ir. Tendré que pasarte esa información de algún modo.
Sokolov negó en redondo.
—¿Estabas pensando en quedarte aquí? Porque no te vas a quedar —le dijo Olivia—. Por motivos obvios, Meng Anlan no puede tener un mercenario ruso durmiendo en su puñetero sofá. Tienes que buscarte un lugar para pasar la noche, y encontrar un modo de acceder a Internet. Porque si puedes hacer eso, puedo enviarte un mensaje a un chat o algo.
—Mmm —observó Sokolov—. Hay una solución.
—¿Sí?
—Tengo un lugar donde quedarme. Con Internet. Iré allí. Esperaré instrucciones.
Una pausa.
—¿De verdad? —preguntó ella.
—Es peligroso —admitió Sokolov—. Tal vez una estupidez absoluta. Pero puede que esté bien.
—¿Implica secuestrar o matar a alguno de mis vecinos?
—No a menos que tengas un vecino que no te guste.
Ella no supo qué decir.
—Es broma —explicó él. Entonces señaló hacia la ventana. El sol se ponía sobre Fujian, y la luz anaranjada brillaba en las ventanas de los rascacielos al otro lado del agua—. Está allí —explicó—. No será ningún problema para ti.
—Entonces vamos. Obviamente, tendremos que salir de este edificio por separado. Puedo hacerte de vigía. Te diré cuándo la escalera está despejada, cuándo puedes moverte con seguridad.
—Muy bien.
—Caminaremos hasta la terminal del ferry por separado y tomaremos barcos separados —dijo ella—. Después de eso, no puedo prometer nada.
—Tal vez me saques de China, tal vez no —dijo Sokolov—. Tal vez me capturen. Y me interroguen. Tendré que decirles la localización del equipo de espionaje británico y los documentos de la oficina.
Ella se le quedó mirando.
—Detalles —continuó él—, para que los compartas con tu jefe cuando vayas al
wangba.
Más tarde, cuando uno de los miembros de la tripulación abrió la escotilla para traerle un cuenco de tallarines y vaciarle el cubo, Zula vio que fuera estaba oscuro.
Había intentado aprovechar el tiempo para pensar. No se le ocurrió nada.
Parecía que lo adecuado era llorar por Peter. Se preparó para hacerlo. Sentada en el borde de un camastro de hierro, los codos sobre las rodillas, preparada para dejar escapar el llanto. Y algunas lágrimas sí que vinieron. Suficientes para nublar su visión y hacerla moquear, pero no las suficientes para despendolarse y correrle por la cara. La entristecía que Peter hubiera muerto. Lo suficiente para perdonar, pero no para olvidar, el hecho de que Peter la había abandonado en el sótano momentos antes de que Ivanov básicamente lo ejecutara por hacerlo. Eso era lo verdaderamente triste sobre la muerte de Peter: lo que había hecho justo antes.
Pero su mente se apartó de ese sentimiento de pena forzado y autoconsciente y se encontró a sí misma preocupándose por Csongor. Y por Yuxia.
A su mente acudió un recuerdo, casi tan sorprendente como la primera vez, del rostro del joven chino en la ventana de la escalera, a pocos centímetros del suyo.
Parecía que era adecuado rezar. Rezar por los muertos, por los desaparecidos, y por ella misma. Como había sido criada por gente que iba a la iglesia, era un poco raro que no se le hubiera ocurrido antes. Nada de lo que estaba sucediendo parecía que pudiera ser mejorado comunicándose con una deidad. Con la posible excepción, eso sí, de que podía hacer que se sintiera mejor. Ese, por lo que podía decir, era el sentido de la religión en la que había sido educada: hacía que la gente se sintiera mejor cuando sucedían cosas realmente horribles, y ofrecía un repertorio de ceremonias que se empleaban para añadir un toque de clase a situaciones como tener que arrejuntarte con alguien y arrojar tierra sobre un cadáver. Nada de lo cual molestaba especialmente a Zula ni la hacía dudar de su validez. Hacer que la gente triste se sintiera mejor le parecía bien.
Ese tipo de religión no tenía el poder de hacer que uno entregara todo el dinero a un charlatán, bebiera veneno o se atara explosivos al cuerpo, pero al mismo tiempo no parecía igual a los desafíos impuestos por una situación como esta. Como le había parecido perfectamente aceptable antes, no le parecía que fuera completamente adecuado, en un momento como este, cambiar de repente a algo más ferviente.