—Yo diría que esta operación se ha acabado —dijo el jefe—, a falta de los informes por escrito.
—No lo creo —respondió Seamus—. Este asunto del coche bomba es obviamente...
—... una diversión que Jones ha utilizado para desviar la atención de sus verdaderos planes —dijo el jefe, terminando su frase.
Eso dejó a Seamus sin habla, algo poco habitual en él.
—¿Lo entiende así? —preguntó por fin.
—Sí —dijo el jefe—. No es usted la única persona del mundo que sabe lo que es una diversión.
—Pero en ese caso...
—No tiene ninguna relevancia práctica, al menos para las siguientes noventa y seis horas (probablemente durante una semana), porque funcionó, Seamus. Nos guste o no, sea una diversión o no, el hecho es que cuando un terrorista se inmola en un cruce fronterizo y se lleva por delante a ciento cincuenta ciudadanos canadienses y norteamericanos, es en eso en lo que el FBI y la Policía Montada y todos los demás en la cadena de mando van a concentrar sus energías y personal durante una temporada.
—¿Entonces qué quiere que haga?
—¿Tiene coche?
—Sí.
—¿Tiene dinero? ¿Tarjetas de crédito? ¿Todo el mundo está bien?
—Todo el mundo está cojonudo.
—Entonces vayan al este —dijo el jefe—. Enséñeles a los chicos el Monte Rushmore de paso, y para cuando llegue aquí, tal vez pueda dedicar algunos recursos a interrogar a sus amigos. Y Little Bighorn también, ya que estamos en ello. A los extranjeros les encanta esa chorrada.
—¿Qué hay de Olivia? ¿Qué esta haciendo?
—¡Olivia! —exclamó el jefe—. Tiene suerte de que ese tipo se inmolara.
—¿Por qué tiene suerte?
—Porque, (a) eso demuestra que tenía razón, y (b) da al FBI y la policía local algo en lo que concentrar sus energías además de quejarse por lo que hizo en Tukwila.
—¿Qué es Tukwila, y qué hizo allí?
—Se lo explicaré cuando llegue aquí.
—¿Qué está haciendo ella ahora?
—No tengo ni idea —dijo el jefe—. Y créame, eso es bueno.
Las compras en el Cabela’s se desarrollaron tal como Seamus había previsto, excepto que todos acabaron camuflados. Porque camuflaje era lo que vendían en Cabela’s. Si querías parkas de esquí con diseños molones y colores llamativos, había que ir a otra parte.
Seamus dedujo que la cultura de la caza no estaba muy desarrollada en China.
—¿Aquí es donde vienen los soldados a comprar sus uniformes? —preguntó Yuxia, mirando estante tras estante, acre tras acre de suelo dedicado a toda clase de ropa en distintos tipos de camuflaje. Su confusión era comprensible; acababa de entrar en el país a través de una base militar y Seamus no había sido muy diligente a la hora de explicar dónde estaban los límites entre la base y el mundo civil. Tuvo que pasar unos minutos explicándole a Marlon y a ella que montones de personas cazaban aquí, y a todavía más les gustaba asumir cierta pose o actitud al respecto, usando el camuflaje como un identificador cultural, y aquí era donde esa gente venía a comprar ropa. Marlon, Csongor y Yuxia podían, en otras palabras, comprar lo que quisieran en esta tienda sin exponerse a la acusación de que llevaban de manera inadecuada los uniformes e insignias de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Cuando superó esa barrera inicial de
shock
cultural, a Yuxia le pareció divertido.
Los Extranjeros Fantásticos también se quedaron anonadados ante el tamaño y la variedad de la sección de armas, y de esa forma perdieron otros cuarenta y cinco minutos de
shock
cultural, puro y simple. Seamus notó que Csongor se moría por un 1911, pero por fortuna el papeleo habría hecho imposible comprar una cosa así, y por eso la relación tuvo que continuar siendo platónica por ahora. Debido a la desusada forma en que habían entrado en el país, Seamus había podido conservar su arma (una Sig Sauer) todo el tiempo, pero había acabado con un solo cargador, y por eso mientras los demás estaban distraídos entrando y saliendo de los probadores, compró otros dos cargadores adicionales vacíos y cuatro cajas de balas, además de una pistolera que pudiera emplear para llevar todo aquello debajo de la chaqueta. No esperaba realmente tener que usar su arma, ni desenfundarla siquiera, mientras atravesaba el país y les enseñaba el Monte Rushmore. Pero el hecho era que tenía la pistola, y que necesitaba llevarla de manera segura sin llamar la atención. No estaría bien tenerla suelta dentro de la mochila.
Resuelto ese tema, se acercó a Yuxia, que estaba mirándose dando vueltas ante un espejo mientras se probaba un chaquetón con capucha que la hacía parecer un duende de camuflaje. Se había mareado un poco, cosa que él achacó a una combinación de jet lag,
shock
cultural y trauma emocional por haber sido arrancada del seno de su familia y su patria. A ese lado del Pacífico había, naturalmente, muchas personas de etnia china cuyos antepasados habían ido a ese país en las circunstancias más jodidas imaginables, y suponía que si esa aventura estuviera mejor organizada, tal vez con algunos psicólogos en su consejo asesor, pondría a Yuxia en contacto con los grupos de apoyo más relevantes Pero tal como estaban las cosas iban a tener que meterse en el todoterreno y empezar a conducir, y ella iba a tener que seguir aguantándose un rato, y él seguir echándole un ojo.
Y eso fue lo que sucedió. Csongor ocupó el asiento del copiloto. Yuxia se sentó detrás, acurrucada en su cálido chaquetón de camuflaje recién adquirido, y se quedó dormida. Marlon se centró en el centro del asiento, bloqueando la línea de visión de Seamus por el retrovisor y viendo pasar América con toda la curiosidad debida. Seamus se sentía vagamente como uno de esos ex militares que encuentra trabajo como guardaespaldas de algún famoso y acaba conduciendo de un lado a otra a las estrellas del rock.
Sentía una inexplicable necesidad de alejarse de la zona metropolitana Seattle-Tacoma, así que se dirigió al este atravesando las montañas y luego se internó en el desierto. En ese punto parecía que nada se interponía entre él y el océano Atlántico, y por eso empezó a conducir en serio, se puso en modo profesional y recorrió la I-90 como si no hubiera ningún mañana. Condujo de manera abstraída durante casi todo el estado. Pero entonces algunos asuntos del mundo real (el tamaño limitado de su vejiga y el tanque de combustible) empezaron a interferir con el sueño. Estaba viendo un montón de carteles que indicaban una población llamada Spokane. Había oído hablar de ella. Resultó ser una ciudad de tamaño decente con el habitual complemento de calles comerciales y hoteles. Ninguno parecía absolutamente perfecto, y por eso siguió conduciendo y descubrió que se había metido en Idaho sin salir realmente de Spokane: la ciudad había extendido un pseudópodo de desarrollo extraurbano a través de la frontera, tanteando en dirección a un lugar llamado Coeur d’Alene. Fue ahí donde Seamus finalmente localizó el hotel barato de sus sueños, situado en el centro de un desarrollo urbano de unos mil quinientos kilómetros de largo que incluía, a unos pocos cientos de metros de la entrada del hotel, una estación de servicio/almacén y un restaurante que parecía que podría tener cerveza de barril. Tras presentar su tarjeta de crédito (que, increíblemente, no había sido cancelada todavía), alquiló tres habitaciones, una para Yuxia, porque era una chica. Una para Marlon, porque, en el fondo, pagaba todo esto y parecía sensato que tuviera su habitación propia. Y otra que él compartiría con Csongor, ya que parecía haber desarrollado con el húngaro una relación de comprensión mutua que bordeaba la amistad.
Acordaron verse en el vestíbulo una hora más tarde y se dirigieron al restaurante que parecía tener cerveza de barril.
Seamus bajó el primero y se encontró sin nada que hacer excepto echarle un vistazo a los folletos de viajes que había junto al mostrador de recepción: publicidad de estaciones de esquí, parques de atracciones, recorridos por minas de oro, excursiones de pesca y esquí acuático en el lago cercano. Se aburrió y se sentó. Pero su mente se inquietó como no lo estaba cuando entró en el vestíbulo. Se levantó de nuevo, regresó al expositor y lo escrutó de nuevo, tratando de averiguar qué había visto allí que lo había irritado subliminalmente.
Lo encontró, por fin, la tercera vez que revisó el expositor: la palabra «Elphinstone».
Era un mapa esquemático y caricaturesco de algo llamado el Circuito Internacional Selkirk: un nudo de carreteras norteamericanas y canadienses, a caballo de la frontera, que, a juzgar por las numerosas imágenes, pasaba junto a un puñado de bonitos lagos y escenarios montañosos. Ese folleto quería hacer comprender a Seamus que una persona podía recorrer ese tramo en moto o en caravana durante un día o dos de viaje de placer, ver un montón de parajes naturales, probar comidas excelentes, comprar cosas chulas. Era, en otras palabras, un folleto de viaje, sin ningún interés para Seamus.
Excepto por una palabra: «Elphinstone.»
Era el nombre de la ciudad donde Richard Forthrast tenía su estación de cat-esquí. El lugar donde había desaparecido hacía un par de días.
Corrección: Seamus no tenía ninguna prueba de que hubiera desaparecido. Había dejado bruscamente de jugar a T’Rain. Una prueba muy débil. Pero habían pasado veinticuatro horas (era difícil decirlo con exactitud, con las zonas horarias y todo eso) desde que Seamus comprobó el estado de Egdod. Y a juzgar por lo que había dicho el jefe, Olivia tenía problemas propios, relacionados con alguien, algo o algún lugar llamado Tukwila. Jones, o más probablemente sus secuaces, estaban volando cosas por la frontera, atrayendo a todos los policías del mundo al epicentro. Así que parecía probable que nadie hubiera atendido en algún tiempo al Misterioso caso del Empresario de Juegos online posiblemente desaparecido. Seamus no había pensado en ello, al menos no a nivel consciente, desde que meter a esa gente ilegalmente en el país ocupara todos sus pensamientos, y llevaba actuando por impulso e instinto durante al menos un día. Cuando estás atascado en la embajada americana de Manila con tres ilegales que pueden ser arrestados y deportados de un momento a otro, es difícil concentrarse en hechos hipotéticos que pudieran estar ocurriendo cerca de la frontera Idaho/Columbia Británica.
Pero ahora estaba allí. Literalmente, estaba en el mapa. Pues cuando sacó del expositor el folleto del Circuito Selkirk, Coeur d’Alene se hizo visible en el mapa, en la parte inferior. Sus ojos empezaron a saltar de un lado a otro, de arriba abajo: Elphinstone, Coeur d’Alene. Elphinstone, Coeur d’Alene.
El único problema era aquella línea horizontal trazada a través de la mitad del Circuito: la frontera americano-canadiense. Era imposible que Marlon y Yuxia pudieran cruzarla.
Pero tal vez no hacía falta. Tal vez lo que estaba buscando viniera hacia él.
—¿Seamus?
Alzó la cabeza. Allí estaban Csongor, Marlon y Yuxia, recién duchados y con pinta de ser la rama de Xiamen del club de fans de Lynyrd Skynyrd. Le dio la impresión de que llevaban un rato mirándolo, preguntándose cuándo iba a reaccionar.
—¿Tienes hambre? —continuó Csongor. No es que le importara una mierda: Csongor sí que tenía hambre.
Una parte de Seamus se preguntó por qué estos chicos no se dirigían al restaurante y pedían de comer, si eso era lo que querían. Pero los había arrastrado hasta ese lugar y había creado una situación en la que dependían completamente de él, autoproclamado Reed Richards de esta pequeña banda de superhéroes, y tenía que apechugar con sus responsabilidades.
—Sí —dijo—. Estaba pensando en el programa de actividades de mañana.
—Guau —dijo Yuxia—. ¡Actividades! —tradujo esa abstracción al mandarín, y Marlon asintió, un poco inseguro.
Csongor no sabía hasta qué punto estaba siendo sarcástico Seamus, y lo miró con recelo aumentado.
—¿Qué tienes en mente? —preguntó.
—Bueno —señaló Seamus—, vamos vestidos para cazar.
—No tenemos armas.
—Habla por ti.
Csongor lo observó ahora con mucha atención. Seamus dejó de mirarlo a los ojos y devolvió su atención al expositor durante un momento.
—Era broma —dijo. Pasó un dedo por una fila de folletos, buscando algo que había advertido antes.
Allí estaba. Cogió el folleto, luego se volvió hacia la salida.
—Vamos a comer —dijo.
Pero los otros no lo consintieron. Se agolparon tras él, mirando por encima de su hombro para leer la portada del folleto que acababa de coger: RECORRIDOS TURÍSTICOS EN HELICÓPTERO POR LAS SELKIRK.
Tras haber guiado a los terroristas a través de la mina hasta el otro lado, Richard fue consciente, a cierto nivel, de que tenía que empezar el servicio de venta de su vida: necesitaba que Abdalá Jones creyera que llegar a las Cataratas Americanas no sería sencillo y que sus habilidades como guía eran todavía (en palabras del viejo como-se-llamara, el presidente ejecutivo de la Corporación 9592) una misión crítica. Que Richard todavía tenía ahí un valor añadido de primer orden.
Pero Richard no podía hacerlo, por el mismo motivo que, cuando la Corporación 9592 creció hasta cierto nivel, se volvió indiferente durante las reuniones y se permitió alejarse a la periferia de lo importante. Richard era, en el fondo, un tío que hacía cosas. Un granjero. Un fontanero. Un Barney.
En lo que no era tan bueno era manipulando los estados internos de otros humanos, en lograr que hicieran las cosas a su modo, en que hicieran cosas por él. Su actitud básica hacia otros seres humanos era que podían irse todos a tomar por el culo y que no iba a malgastar ningún esfuerzo en cambiar la forma en que pensaban. Probablemente esto estaba anclado en una creencia que le había sido inculcada desde niño: que había una realidad objetiva, que toda la gente con la que merecía la pena hablar podía observar y comprender, y que no tenía sentido discutir sobre algo que podía ser observado y comprendido. Mientras te aseguraras de tratar exclusivamente con gente que tuviera inteligencia para ver y comprender esa realidad objetiva, no tenías que malgastar mucho tiempo hablando. Cuando una tormenta se dirigía hacia ti por la pradera, recogías la ropa tendida y cerrabas las ventanas. No era necesario tener una reunión para discutirlo. Los ejecutivos de ventas no tenían que intervenir.
De ahí su reciente implicación con la compañía de nuevo, para resolver varios problemas atribuibles a la Guerrea. La Guerrea le había dado algo que hacer y él había ido y lo había hecho. Lo mismo con la búsqueda de Zula. Mientras hubiera puertas que tirar abajo con mazas, allí estaba él. Más tarde en el proyecto, cuando fue cuestión de mantener la página en Facebook de «¿Dónde está Zula?» y politiquear con la policía, se había desconectado y había dejado de ser útil.