Y ahora esto: Jones quería ayuda para abrirse paso entre los túneles mineros o mataría a Zula. Richard había echado en la mochila un saco de dormir y unas mudas de ropa y se había puesto a hacer el trabajo. Lo terminaron cuando salía el sol y emergieron en la ladera sur para disfrutar de una vista que en otras circunstancias le habría parecido inmensamente placentera; el sol encendiendo las diáfanas cortinas de bruma que brotaban de los bosquecillos de antiguos cedros, el distante rugido de las cataratas, hinchadas por el deshielo, las Selkirk y las Purcell y otras cordilleras alzándose en la distancia, mostrando picos en profundos lagos azules y valles cavernosos. La masa granítica de Monte Abandono se alzaba de su muralla de escarpes, a unos pocos kilómetros al sur de la frontera, su cara oriental brillando con la rica luz dorada del sol del amanecer.
Misión cumplida. Jones, o cualquier idiota, podría ver claramente que ya podían pegarle un tiro a Richard en la cabeza y dejarlo ahí, pues encontrarían un modo de franquear las cataratas y entrar en Estados Unidos sin su ayuda.
Era el momento, en otras palabras, de llamar a los empleados de ventas, llevar a Jones a almorzar, iniciar contactos personales, dar forma a su precepción del paisaje competitivo. Forjar una relación. Exactamente el tipo de trabajo para el que Richard siempre había encontrado un modo de excusarse, incluso cuando había en juego grandes cantidades de dinero.
Sin embargo ahora su vida estaba en juego, y no había nadie para ayudarlo, y seguía sin ponerse manos a la obra. Simplemente, no podía superar su convicción de que Jones podía irse a tomar por el culo y que no iba a ponerse a dar vueltas y planear y maniobrar por su causa.
Tal vez porque toda esa conducta le parecía humillarse. Ese era su problema: en el fondo, creía que la gente que actuaba así se humillaba a sí misma.
Hicieron una pequeña pausa en la boca de la mina para disfrutar el paisaje, para poner la última trampa bomba, preparar té, rezar y tratar de conseguir cobertura telefónica. Era bastante razonable: parecía que casi todo Idaho era visible desde aquí, y tenía que haber una torre de telecomunicaciones en alguna parte. El experimento habría terminado muy rápidamente si no hubiera habido ninguna cobertura, pero parecía que algunos yihadistas podían conseguir una barra si adoptaban una postura concreta en un lugar concreto y sujetaban el teléfono de una manera concreta e invocaban diversos poderes superiores. Richard estuvo tentado de hacer una agria analogía respecto a colocarse en dirección a La Meca, pero le pareció que eso no resultaría demasiado favorable para su esperanza de vida. Sus rituales se volvían ridículos después de cierto punto. Porque ninguno de esos tipos tenía una actitud irónica moderna, ninguno veía el humor.
No, olvida eso. Casi todos ellos habían estado viviendo encubiertos en el mundo occidental y eran tan capaces de ver el humor como cualquier americano de catorce años que se sentara en su sillón a ver reposiciones de
South Park
y enviar chistes por Twitter a sus amigos. Pero ellos habían tomado una decisión consciente de darle la espalda a todo eso. Como los fumadores o bebedores que lo dejan, eran más dogmáticos en eso que nadie que hubiera llegado a esa situación de manera natural. Solo Jones tenía la confianza en sí mismo para permitirse un atisbo de humor, y por eso Richard y él acabaron mirándose a los ojos.
—¿Así que va a pegarme un tiro ahora —preguntó Richard, después de que Jones y él hubieran disfrutado del momento—, o le muestro el camino más fácil para franquear las Cataratas Americanas?
—Estoy satisfecho con el acuerdo en su forma actual —respondió Jones—. Si eso cambia, será usted el primero en saberlo. Suponiendo que se lo vea venir.
—Bueno, plantea usted una pregunta interesante, Abdalá. ¿Lo vería venir? ¿Va a ser una de esas decapitaciones lentas? ¿O solo un tiro sin avisar a la cabeza?
Richard vio ahora, fascinado, cómo Jones se lo pensaba.
—Si las cosas no cambian —dijo—, preferiría darle una oportunidad para rezar primero, quizá para escribir unas palabras. Pero si nos encontramos atrapados en una situación embarazosa, puede que no haya tiempo para eso.
—¿Eso que me muestra es un pequeño programa de incentivo? ¿Una penalización por situaciones embarazosas?
—El programa de incentivo, como estoy seguro de que comprende, trata de Zula. Debido a la lamentable falta de cobertura telefónica, no hemos podido contactar con nuestros camaradas. Puede usted asumir que sigue viva y que puede mantenerla en ese estado si nos libra de situaciones embarazosas y hace otras cosas por nosotros.
—¿Significa eso que si hubiera encontrado cobertura, habría dado la orden de matarla?
—No hay ningún plan fijo. Evaluamos nuestra situación de hora en hora.
—Entonces evalúe esto: estamos en un lugar expuesto aquí arriba. Cualquiera que esté en esos valles de allá abajo puede vernos. ¿A qué estamos esperando?
Jones actuó como si no lo hubiera oído.
—¿Eso es Monte Abandono? —preguntó, indicando al sur.
—Sí.
—Las carreteras conectan con el lado opuesto.
—Las faldas inferiores, sí. Es la salida.
—Entonces vamos —dijo Jones, poniéndose en pie y sacudiéndose el culo.
Richard acababa de ponerlo a prueba; le había dicho que tenían que retirarse de aquel lugar expuesto. Jones, que no quería ceder ante él, había fingido no oírlo. Pero unos momentos después había hecho lo que Richard había sugerido, como si hubiera sido idea suya. Ese sí era el tipo de programa psicológico en el que Richard podía implicarse, si podía encontrar, o crear, más oportunidades para desarrollarlo.
Esa oportunidad se presentó muy pronto, en cuanto llegaron a un lugar donde pudieron ver un camino obvio donde desviarse en dirección general de Monte Abandono. Todos los contrabandistas de hierba novatos que iban por ahí lo intentaban, solo para descubrir que estaban metidos en dificultades más tarde cuando se enteraban de que ese sendero de aspecto fácil conducía a un callejón sin salida. Para demostrar que era un callejón sin salida, era necesario pasar unas cuantas horas buscando una forma de salir de allí, desperdiciando por tanto casi un día.
Y por eso Richard tuvo que realizar una pequeña operación de venta, convenciendo a Jones de que sería mucho mejor si se desviaran del sendero obvio y fácil y pasaran en cambio el siguiente par de horas abriéndose paso por una ladera que, si hubiera tenido un camino adecuado, habría sido una interminable sucesión de serpenteantes zigzags. Pero nadie podría haber construido un camino adecuado sin usar armas nucleares tácticas. Era un amasijo de troncos caídos sobre el escarpe primigenio y cubierto de una resbaladiza pátina de musgo y vegetación podrida. Tras dejar una anotación con pintura verde en la cima, dedicaron cuatro horas a bajar, cubriendo un kilómetro del mapa.
Richard, en sus días dedicados al tráfico de drogas, había hecho ese viaje tres o cuatro veces antes de perder la paciencia. Había venido aquí sin otra cosa a la espalda que comida y un petate y había dedicado varios días a encontrar un camino de bajada más rápido y sencillo: el proverbial Atajo Secreto: un brusco y arriesgado descenso a un lecho seco seguido por un relativamente rápido y fácil descenso por un barranco hasta un lugar cercano al comienzo de las cataratas. Si no hubiera sido por ese descubrimiento, su naciente carrera de contrabandista probablemente habría acabado debido a lo poco atractiva que era esa parte del viaje. Pero no sentía ninguna necesidad especial de compartir el atajo con Jones y sus hombres. Por el momento, estaban atascados en un lugar donde no había cobertura telefónica: un estado que parecía limitar la cantidad de daño que Jones podía causar. Cuanto más durara, más posibilidades habría de que alguien advirtiera los signos de su apresurada partida del Schloss y lanzara una investigación adecuada.
Y también estaba el hecho de que, le gustara o no, Richard estaba guiando a esta gente directamente hacia el lugar donde vivía Jake. Lo hacía para salvar la vida de su sobrina. Todo había parecido fácil hasta que se asomó a la boca de la cueva y vio Monte Abandono. Ahora reflexionaba sobre el hecho de que, para salvar a su sobrina, estaba guiando a una banda de terroristas directamente hacia una remota cabaña donde vivían dos hermanos, una cuñada y tres sobrinos.
El plan que tomó forma en su cabeza, entonces, mientras dedicaban toda la mañana a bajar al valle, era escabullirse del campamento aquella misma noche y llegar a la casa de Jake y avisarlos.
Echaron una larga siesta al lado del río, rezaron un poco más, cocinaron el almuerzo, descansaron los músculos doloridos, y se vendaron los tobillos torcidos. Richard se cubrió la cara con el sombrero y fingió dormir, pero de hecho permaneció despierto todo el tiempo trazando su plan. Harían un tramo más después de esa pausa, y les mostraría cómo sortear las cataratas: otra operación sorprendentemente difícil. Después de eso acamparían para pasar la noche, y Jones lo mataría o no. Si no lo hacía, Richard intentaría salir de allí después de oscurecer. Las cataratas estaban inmersas en una concavidad de piedra, cubiertas de una vegetación tan densa, alimentada por la bruma, que ni siquiera las señales GPS podían abrirse paso. Se acabaron los teléfonos.
Si tuviera una linterna...
Entonces recordó que sí tenía una, una LED del tamaño de un meñique en el llavero.
Podría conseguir agua del río. Algunas barritas energéticas podrían ser útiles, y tenía un par de ellas en la mochila que podía meterse en los bolsillos cuando no hubiera nadie mirando.
Había pasado, a lo largo de las horas, de un cinismo completamente falto de esperanzas a juguetear ociosamente con esa idea de locos, a ponerse a elaborarla en serio y a decidir que era factible. Que iba a hacerlo. Cuando volvieron a ponerse en marcha, abriéndose camino río abajo hacia las cataratas, él ya estaba pensando con varios kilómetros de ventaja, tratando de recordar el camino que seguiría aquella noche tras salir del barranco y bajar a las faldas inferiores de la montaña.
Cruzaron a Estados Unidos, un hecho discernible solamente por un monumento cubierto de musgo con el que uno de los yihadistas estuvo a punto de tropezar. Las cataratas estaban ante ellos, hacia la derecha. Se abrieron paso cruzando un alto macizo de roca que asomaba a las cataratas por la zona este. Terminaba en un acantilado que los obligó a descender hasta la ribera del río para seguir avanzando hacia el sur. Richard explicó que había un camino de bajada desde ahí; tenía que haberlo, o de otro modo no habría sido posible hacer el viaje de vuelta. Pero en aquella dirección, el descenso era considerablemente más fácil si usabas cuerdas. Richard había advertido de ello a Jones con bastante antelación, y por eso Jones se había asegurado de llevar cuerdas largas. Se detuvieron un rato para que algunos pudieran disfrutar del panorama mientras que otros, que eran buenos en ese tipo de cosas (o decían serlo) ataban la cuerda a un cedro gigante que crecía cerca del borde del acantilado. La mitad de los hombres bajó a explorar. Luego enviaron a Richard. Después bajó el resto. A Richard le dio la impresión de que esto había sido cuidadosamente pensado: les ponía nerviosos que intentara escapar y querían asegurarse de que hubiera gente a cada extremo de la cuerda para no perderlo de vista.
En cuanto llegaron abajo, Jones le dio una orden a Abdul-Ghaffar, el yihadista americano blanco, y asintió significativamente hacia Richard. Todavía estaba Richard digiriendo esto cuando Abdul-Wahaab («el otro Abdul» para él; al parecer, el primer lugarteniente de Jones) sacó su pistola, cargó una bala, y le apuntó al pecho desde unos tres metros de distancia.
—Me gustaría que separara las piernas —dijo Abdul-Ghaffar con su llano acento del Medio Oeste. Sacó de su mochila un montón de gruesas correíllas de plástico negro: no las finitas que se usaban para sujetar los cables de red en las oficinas. Estas tenían un cuarto de pulgada de ancho y un par de palmos de largo.
No parecía que fuese el principio de una ejecución. Richard, cansado y tomado por sorpresa, ya tenía separadas las piernas de todas formas. Se quedó quieto, como le había dicho Abdul-Wahaab, y Abdul-Ghaffar se arrodilló tras él y ató cuatro de las gruesas correíllas a cada una de sus botas, apilándolas para construir una pesada esposa para cada tobillo. Deslizó otras correíllas por dentro de esas esposas y las fue enlazando hasta construir una cadena para unir los pies de Richard con una especie de traba. Cuando terminó, Richard solo podía moverse en pasitos de veinte centímetros, siempre que el suelo fuera llano. Aplicaron un tratamiento similar a sus muñecas, dejando unas ocho pulgadas de espacio entre ellas, pero las ataron por delante, presumiblemente para que pudiera abrirse la bragueta para orinar, o llevarse comida y agua a la boca.
Todo sucedió tan rápido que su cerebro no tuvo tiempo de comprenderlo hasta que se terminó. No iban a matarlo, al menos todavía. Pero parecían haberle leído la mente y anticipado que podría intentar escapar. Ahora lo registraron a conciencia, quizá para asegurarse de que no llevaba una navaja o un cortaúñas que pudiera utilizar para cortar las ligaduras de plástico durante la noche.
Y la noche llegó pronto, pues estaban en las profundidades de una hondonada y el cielo era una rendija sobre ellos, atravesada por el sol apenas unas pocas horas cada día. Buscaron refugio en aquel plano saliente de terreno rocoso a medio kilómetro de las cataratas corriente abajo y usaron agua del río para cocinar una generosa cantidad de arroz instantáneo y comida liofilizada.
A Richard no se le ocurrió nada que hacer, así que entró en la tienda que le habían asignado, se metió en el saco de dormir completamente vestido y calzado y, con muchos problemas, se dispuso a dormir.
Atravesaron pedaleando Vado de Bourne, calentando lentamente, y se detuvieron dos veces para ajustar las bicicletas y tensar las cargas. Como la mayoría de las poblaciones americanas, aquella se había desarrollado a ambos lados de una carretera. Las granjas asomaban tras las calles comerciales y los establecimientos de comida rápida. Oliva pensó que se dirigían al norte en el valle del río, que quedaba a su izquierda, a veces tan cerca de la carretera que podían verlo bien, a veces perdiéndose en la distancia. No era un arroyo que bajara veloz desde las montañas sino un lento cauce que serpenteaba por todo el lugar, como un cable de extensión de treinta metros arrojado con descuido en tres metros de espacio. La cuenca por la que corría tenía como máximo ocho kilómetros de anchura, pero a juzgar por la intensidad con la que era cultivaba, se trataba de un terreno excelente. A la derecha surgían colinas bajas de la cuenca, bloqueando su visión de lo que sabía que tenían que ser montañas mucho más altas en las cordilleras principales de las Rocosas de más allá. A la izquierda el panorama era completamente distinto, con las verdes montañas alzándose bruscamente al otro lado del río. El tráfico era ligero, y parecía que la mayoría de las matrículas eran de Columbia Británica. A excepción de las oscuras montañas que acechaban a poniente, podría haber sido un idílico paisaje del Medio Oeste, y Olivia pudo comprender perfectamente por qué la gente que solo deseaba que la dejaran en paz y vivir vidas sin complicaciones venían de todo el continente a establecer ahí su casa.