Reamde (139 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces Zula lo adelantó y dio un brusco giro y chocó contra él y rodeó su torso con sus brazos y los unió como si fueran unas enormes correas. Enterró el rostro en su pecho y empezó a sollozar. Cosa que Richard casi consideraba como su prerrogativa, ya que era ella quien lo había salvado a él; pero no iba a ponerse a discutir por eso. Todavía estaba tan aturdido por todo lo que había sucedido en los pocos minutos transcurridos desde que se alejó dando saltitos del campamento para atender a la llamada de la naturaleza, que no pudo hacer otra cosa sino quedarse allí de pie, obnubilado, y esperar el paro cardiaco que parecía inevitable. Sujetó con el hueco del codo la cabeza de Zula y la apretó firmemente contra su pecho, aguantó a pie firme, y suspiró.

Fue ella quien se recuperó primero. Richard oyó sonidos apagados y advirtió que quería hablar. Relajó su abrazo, vio que su rostro se alzaba hacia él. Un milagro. Cada vez que viera ese rostro durante el resto de su vida lo llamaría un milagro.

Ella movía los labios.

—¿Qué?

—Chet está más allá de la catarata —dijo Zula—. Está malherido.

—Mierda. Sabes que tenemos que llegar a Arroyo Prohibición y avisar a Jake.

—Si, lo sé. Por eso te lo digo.

En su tono había una especie de incipiente
shock
similar al de las Musas Furiosas que obligó a Dodge a no pensar siquiera en no retroceder para ayudar a Chet.

—¿Le han disparado esos cabrones? —preguntó, volviendo la cabeza hacia el lugar por donde habían venido.

—Otros cabrones distintos —dijo ella—. Pero todos parte del mismo grupo, como habrás podido suponer. Ni siquiera estoy segura de que Chet siga con vida, sinceramente —añadió—. Tenía mala pinta.

—¿Crees que podrás encontrar el camino hasta la casa de Jake desde aquí?

Eso la hizo vacilar un momento.

—¿Pretendes que nos dividamos? ¿Que yo me adelante hasta casa de Jake mientras tú das media vuelta para ver cómo está Chet?

—Es solo una idea. Conozco un atajo. Puedo volver donde está Chet en un periquete.

—Creo que es la única forma —admitió ella, y pareció que iba a empezar a llorar de nuevo. Un tipo diferente de llanto. El último caso había sido para soltar terribles emociones acumuladas. El que venía era de tristeza por tener que apañárselas de nuevo sola tan pronto.

—Lo único es... —dijo, y se detuvo, como avergonzada por lo que había estado a punto de murmurar.

—Tengo que informar a la reunión.

—Sí.

—Tengo que contar la historia de que sobreviviste en Xiamen, que sobreviviste al infierno que habrás vivido este último par de semanas, y que continuaste sola para avisar a los demás.

—Sí —dijo ella—. Lo que significa que tienes que sobrevivir.

—Tengo que sobrevivir si tú no lo haces —la corrigió.

—Es cierto —respondió ella, como si él hubiera planteado un argumento convincente durante una reunión de negocios.

—La pega es...

—Que yo tengo que sobrevivir si tú no lo haces —dijo ella—. Pero lo harás. Lo haces siempre.

—No se sobrevive siempre —la corrigió él—. Pero lo intentaré con todas mis fuerzas, sabiendo que solo sobreviviendo tendré la dicha y el privilegio de contarle tu historia al mundo.

—No es una historia tan grande —dijo ella tímidamente.

—Chorradas. Eh, mira. Chet se está muriendo. Los putos terroristas se dirigen a casa de Jake. Tenemos que poner este plan en marcha. Aunque no sea capaz de mejorar el mundo. ¿De acuerdo?

—Sí. —Ella extendió una mano enguantada, la palma hacia fuera.

Él la recibió con la suya. Se estrecharon las manos con fuerza durante unos momentos.

—Siempre has sido para mí una especie de heroína —le dijo él.

—Tú siempre has sido mi... tío —respondió ella.

—Muy honrado.

—Nos vemos.

—Mueve el culo —dijo él—. Y recuerda, si te acercas lo suficiente y luego vacías ese cargador al aire, será suficiente para poner a Jake y sus amigos pirados en alerta roja. Porque no hace falta gran cosa.

—Anotado.

Ella le dio la espalda, y echó a andar. Después de unos pasos, empezó a correr.

—Debe de ser obvio a esta alturas —le gritó él—, pero te quiero.

Ella volvió la cabeza y le dirigió una tímida mirada por encima del hombro, luego siguió corriendo.

Chet era visible desde un kilómetro de distancia, tendido sobre una roca como un saltador al que no se le hubiera abierto el paracaídas. Un río de sangre caía por el lado de la roca. Algo colgaba de una de sus manos. Mientras Richard subía la montaña (una acción que pareció durar una eternidad) comprobó que eran unos prismáticos.

Todo ese tiempo invertido en la máquina elíptica de ejercicios daba sus frutos. Cualquier otro hombre grueso de su edad se habría desplomado muerto hacía ya mucho tiempo. No podía recordar la última vez que no jadeara y sudara.

Ya había llegado a la conclusión de que Chet estaba muerto, cuando el brazo se movió, el cuerpo se irguió, los binoculares se elevaron hacia su rostro. Richard estuvo a punto de gritar, igual que cualquiera que viese a un muerto moverse. Pero la agónica lentitud de viajar por el escarpe le dio tiempo de sobra para controlar sus emociones a medida que se acercaba.

—Eh, Chet —dijo, cuando estuvo lo bastante cerca para hacerse oír. Chet había vuelto a desplomarse y no se movía desde hacía un rato.

—Dodge. Has venido.

—Lo dices como si te sorprendiera.

—Sé que estás ocupado. Tienes un montón de cosas en la cabeza.

—Siempre hay tiempo para ti, Chet. Siempre he intentado dejar eso claro.

—Es verdad. Lo agradezco. Siempre lo he hecho.

—No hables así.

—Ah, Dodge, sabes que soy hombre muerto.

—Pero fuiste un hombre muerto antes... en el campo de maíz. ¿Recuerdas?

—No. Tenía amnesia. ¿Recuerdas?

Chet se echó a reír, y Richard le sonrió.

—Fue entonces cuando comprendí —continuó Chet—, lo de los paralelos y los meridianos. El hecho de que vivimos en un espacio curvo. Los paralelos son rectos. Los meridianos se curvan unos hacia otros y en el principio y en el final son todo uno. Cuando el
Nautilus
, el primer submarino nuclear, llegó al Polo Norte, transmitió un mensaje. ¿Sabes qué decía ese mensaje?

—No —mintió Richard, aunque había oído a Chet contar aquella historia un centenar de veces a los asombrados miembros de los Paladines de Septentrión.

—Latitud noventa grados norte —dijo Chet—. ¿Sabes? No pudieron especificar su longitud, porque allí todos los meridianos son uno. Estaban en todos los meridianos, y por eso no estaban en ninguno. Es una singularidad.

Richard asintió.

—Nacimiento y muerte —dijo Chet—. Los polos de la existencia humana. Somos como meridianos, todos empezamos y terminamos en el mismo lugar. Nos extendemos desde el principio y vamos por caminos separados, por mares y montañas e islas y desiertos, cada uno contando nuestra propia historia, tan diferentes como puedan serlo. Pero al final todos convergemos y nuestros finales son iguales que nuestros principios.

Richard siguió asintiendo. Temía no encontrar la voz.

—¿Te das cuenta de dónde estamos? —le preguntó Chet.

—En algún lugar bastante cerca de la frontera —consiguió decir Richard.

—No solo cerca. ¡Mira! —dijo Chet, extendiendo un brazo en una dirección, y luego volviendo la cabeza como la hoja de una cortadora de papel para señalar exactamente en la dirección opuesta. Al seguirla, Forthrast advirtió una línea de monumentos de topógrafos ampliamente espaciados que se extendía por el paisaje.

—Estamos en el paralelo cuarenta y nueve —dijo Chet—. Mis pies están en Estados Unidos de América, y mi cabeza está en Canadá —la expresión de su cara decía que eso era enormemente profundo para él, así que Richard solo asintió y trató de mantener el tipo—. Estoy cortando el camino. Sus meridianos van a terminar aquí.

—¿De qué estás hablando?

Chet señaló vagamente al norte y luego le ofreció a Richard los prismáticos. Richard los cogió, los ajustó, plantó los codos en la frontera, y enfocó al norte, hacia las pendientes del escarpe que bajaban desde la cordillera. Al observarlas a simple vista, pudo distinguir un par de figuras humanas, separadas unos treinta metros, que se abrían paso entre las rocas. Con ayuda de los prismáticos los vio claramente como hombres armados de pelo oscuro, respondiendo al estereotipo general de los yihadistas. El que iba en cabeza era fornido y llevaba una ametralladora al hombro. El de detrás era delgado y llevaba un rifle más largo cruzado a la espalda. Un francotirador.

—La retaguardia —dijo Chet—. Intentando alcanzar al grupo principal.

Se rio y tosió, una tos húmeda. Richard imaginaba perfectamente qué estaba escupiendo y evitó mirar. Chet continuó.

—Están tan concentrados en alcanzar a los otros que no se han molestado en mirar atrás.

Richard se apartó sorprendido de los prismáticos, y sus ojos cansados se esforzaron por concentrarse en Chet, que asintió, dirigiendo sugestivas miradas hacia arriba. Había escupido una fina bruma de sangre sobre su barbilla, donde había quedado prendida en la barba gris. Richard buscó de nuevo a los yihadistas y luego siguió la pendiente hasta que vio algo en movimiento. Era difícil de distinguir porque su coloración se mezclaba con el tono pardo de la roca desgastada. Se movía como una gota de glicerina que pasara de un peñasco al siguiente. Manteniendo la mirada clavada en su objetivo, alzó los prismáticos y los insertó en su línea de visión. Tras un poco de búsqueda pudo concentrarse en aquella cosa y ver claramente que se trataba de un león de las montañas que bajaba por la cordillera. Sus ojos brillaban como fósforos a la luz del sol naciente. Esos ojos estaban fijos en los dos hombres que se esforzaban por bajar la ladera.

—La leche jodida —dijo Richard. Chet se sumergió en otro arrebato de risa y tos—. Esos tipos sí que están fuera de su elemento. Esperemos que los alcance pronto.

—Ya lo hizo —respondió Chet—. Zula me dijo que ya se cargó a uno de los rezagados.

—Ja. Un comedor de hombres.

—Tienen miedo de los humanos. No los molestes, y ellos no te molestarán —dijo Chet, imitando lo que diría un ecologista mojigato. Los pumas atacaban a los humanos continuamente en esos lugares, y la obstinada negativa de los amantes de la naturaleza a aceptar el hecho de que, a los ojos de un depredador, no había ninguna distinción entre los humanos y otras formas de carne se había convertido en tema de amarga hilaridad en el bar del Schloss.

Richard percibió en esto una oportunidad.

—Bueno, mierda, Chet, eso lo resuelve todo. No puedo dejarte aquí. Ese bicho probablemente te ha olido ya.

—¿Tanto apesto?

—Ya sabes lo que quiero decir. No puedo dejarte aquí indefenso. Si los yihadistas no te pillan, lo hará el león de las montañas.

—No estoy indefenso —dijo Chet. Se abrió la chaqueta de motero para descubrir un horrible y peculiar estado de cosas. La prenda superior era una camiseta térmica, ahora empapada en sangre por un lado, y abultada, bien fuera por vendajes o por la hinchazón. Se había echado la chaqueta de cuero por encima. Pero entre esas dos capas, había sujetado un objeto grande contra su pecho: un grueso plato de metal, ligeramente convexo, atado a su cuerpo y colgando de su cuello por una loca e irregular telaraña de cuerda de paracaídas. Había palabras en cirílico grabadas en el plato.

—Dice algo así como «Este lado hacia el enemigo» —dijo Chet. Y entonces, al ver la incomprensión todavía escrita en el rostro de Richard, añadió—: Es una mina Claymore rusa.

Richard no fue capaz de decir nada durante unos instantes.

—Si ellos pueden hacerlo, yo también.

—¿Quieres decir... volarte?

—Sí.

—No te hacía de terrorista suicida.

—No es suicidio —dijo Chet—, cuando ya estás muerto.

A Richard no se le ocurrió nada que decir.

—Ahora escucha —dijo Chet—, es hora de que salgas de aquí pitando. Ya estás al alcance del tipo del rifle. Vete. Tu meridiano no ha terminado todavía, aún te falta ir al sur. Yo estoy curvándome hacia el polo. Puedo verlo ante mis ojos. Esos tipos de ahí arriba van a llegar al mismo tiempo que yo.

—Te veré allí —fue todo lo que Richard pudo decir.

—Allí te espero.

Richard abrazó a Chet, tratando de hacerlo con suavidad, pero Chet pasó un brazo por detrás de su nuca y lo atrajo con fuerza, lo suficiente para presionar la mina Claymore contra su pecho y arañar la cara de Richard con su barba ensangrentada. Entonces lo soltó. Richard se dio media vuelta y empezó a dirigirse hacia el sur. Las lágrimas nublaban su visión, y prácticamente tuvo que ponerse a cuatro patas para evitar torcerse un tobillo con las rocas desparramadas.

Sabía que Chet tenía razón en lo del alcance del rifle del francotirador, y por eso su primer instinto fue alejarse de la línea de visión y de fuego. Fue bastante fácil hacerlo debido a lo abrupto del terreno y los ocasionales macizos de árboles desesperados. Sin embargo, no podría moverse con libertad hasta que llegara a la linde del bosque, que estaba un kilómetro ladera abajo. Al subir hasta la posición de Chet, había recorrido con dificultad y gateado por el terreno roto y cubierto de peñascos, mientras diversos músculos le gritaban todo el tiempo, ya que habían sido explotados demasiado los días anteriores. Había seguido un rumbo más o menos serpenteante entre zonas de nieve derretida. Le pareció que esos campos nevados le permitirían bajar rápidamente. Sería rápido, sí, y un poco peligroso también. Pero ahora que se había despedido de Chet, sentía un pánico casi imperativo por dirigirse al sur y alertar a Jake, y tal vez volver a alcanzar a Zula en ruta. Así que retrocedió hasta el borde de una gran zona de nieve que se extendía hasta el bosque. Sus pies perdieron tracción inmediatamente. Sin embargo, en vez de permitirse caer de culo, se inclinó con cuidado hacia delante y se permitió resbalar por la pendiente sobre la suela de sus zapatos, un procedimiento conocido como deslizamiento de pie. Esencialmente, esquiaba sin esquís. Era una práctica bastante común, cuando la pendiente y las condiciones lo permitían, y su implicación en la industria del cat-esquí le había ofrecido muchas oportunidades para practicarlo. Cubrió la distancia que lo separaba de la línea de árboles en una pequeña fracción del tiempo que habría tardado en ir caminando de roca en roca. Se cayó tres veces. La última caída fue una zambullida deliberada en un banco de nieve para controlar su velocidad antes de chocar contra los árboles.

Other books

When Darkness Ends by Alexandra Ivy
Two Girls Fat and Thin by Mary Gaitskill
The Room by Jonas Karlsson
Shoeless Joe by W. P. Kinsella
Monsieur by Emma Becker
Skinned -1 by Robin Wasserman
A Bad Bride's Tale by Polly Williams
Impulsive by Catherine Hart
Under His Kilt by Melissa Blue
The Vanishing Point by Mary Sharratt