El banco de nieve era blando, y en ese momento mostraba una depresión con la forma de Richard que acunó su cuerpo cansado y maltrecho de un modo extremadamente cómodo. El frío no había empezado a calar todavía a través de sus ropas. Giró la cabeza y comprobó que los yihadistas armados no podían verlo.
Se sintió tentado de quedarse allí tumbado y dormir. Se metió un puñado de nieve en la boca, masticó y tragó. Su corazón había estado latiendo muy rápido durante el deslizamiento, y no vio nada malo en relajarse en ese lugar seguro durante unos minutos, sin prisa, dando a su cuerpo un poco de descanso, dejando que su pulso bajara a un nivel más moderado.
Cosa que no parecía estar consiguiendo. Pudo sentir un firme martilleo en el pecho y se preguntó si por fin iba a sucumbir a algún tipo de arritmia cardiaca.
Pero esto parecía ser lo contrario, pues no tenía más que ritmo. Casi mecánico en su perfección. Se llevó una mano al pecho bajo el pezón izquierdo y observó que esta sensación de latido no tenía nada que ver con su corazón.
Venía de fuera de su cuerpo.
Estaba en el aire a su alrededor.
Era un helicóptero.
Se puso en pie y salió tambaleándose al descubierto, agitando los brazos.
Desde seiscientos metros de altura, la I-90 alrededor de Coeur d’Alene parecía la típica expansión americana, aunque con más elementos boscosos que de costumbre. Al dirigirse hacia el norte, dejaron atrás algunos lagos pequeños rodeados de cabañas y casas, y de ahí pasaron a un paisaje de uso mixto compuesto por montañas bajas que se alzaban sobre llanuras horadadas por los ríos y salpicadas de lagos. Las partes más altas y empinadas de las montañas estaban cubiertas de un oscuro pelaje verde de coníferas, moteadas aquí y allá con árboles caducos cuyas hojas nuevas casi parecían verde fosforescente en comparación. En otros lugares, las montañas habían sido parceladas en solares de bordes rectos que habían sido talados, algunos recientemente, algunos hacía tanto tiempo que los había cubierto la maleza, unos con densas capas de follaje, otros con árboles sembrados en las granjas. Las llanuras eran una mezcla de granjas y ranchos, con ocasionales propiedades comerciales más pequeñas, como fábricas de madera o vendedores de equipo, cerca de la carretera. De un lugar a otro las casas se agrupaban para formar aldeas: pero parecía que la gente parecía preferir mantener las distancias con sus vecinos, así que rara vez conseguían la densidad suficiente para ser consideradas pueblos. Hasta que no llegaron a Sandpoint, veinte minutos después, no vieron un pueblo propiamente dicho, e incluso así se perdió de vista rápidamente cuando dejaron atrás las grises paredes como lápidas de su Walmart y se internaron en el terreno de granjas. Otros veinte minutos los llevaron a Vado de Bourne y entonces el piloto cambió de rumbo, dirigiéndose hacia la cordillera de montañas (las Selkirk, como las identificó) que llevaban alzándose firmemente a su izquierda desde hacía media hora o así.
Y eso fue lo que llamó la atención de Seamus, pues las montañas que entonces llenaban el parabrisas, alzándose del llano valle por encima de sus cabezas, le parecieron familiares. No porque hubiera estado allí antes: no lo había hecho. Pero había estado en cordilleras como esa por todo el mundo. Eran el tipo de montañas que les encantaba frecuentar a los insurgentes.
A los insurgentes no les interesaban las cordilleras cubiertas de nieve. La nieve impedía el movimiento e implicaba un frío atroz. «Espectacular» significaba «fácil de ver desde lejos», y a los insurgentes no les gustaba que los vieran. A los insurgentes les gustaban las cordilleras que se extendían sobre grandes zonas de territorio. Que cruzaban fronteras nacionales. Que eran lo suficientemente altas y escarpadas para desanimar a los visitantes casuales e impedir las operaciones de la policía y las fuerzas militares, pero no tanto como para carecer de la cobertura de los árboles o que fueran insoportablemente frías todo el tiempo. Muchos de los rasgos que los turistas apreciaban los insurgentes los consideraban claramente indeseables: sobre todo, la presencia de turistas. Pero Seamus podía ver a simple vista que los turistas no elegirían visitar esas montañas cuando las Rocosas estaban a unas pocas horas en coche al este y las Cataratas a la misma distancia al oeste. Esas eran montañas bajas y olvidables que no eran buenas para esquiar, repletas de senderos, en parte desforestadas de un modo que proporcionaba empleo a los lugareños pero eran consideradas antiestéticas por los turistas.
No era extraño que todos los pirados ultraderechistas acabaran aquí. No era extraño que les encantara a los contrabandistas.
Seamus se sentía extraño. No era difícil comprender por qué. Siempre se sentía así cuando recorría en helicóptero unas montañas como estas. Porque normalmente significaba entrar en combate. Tenía que recordarse continuamente que toda la adrenalina que fluía por su sistema iba a malgastarse. Y que si no se malgastaba (si realmente sucedía algo) sería muy mala cosa, ya que la gente que lo acompañaba no estaba preparada, ni física ni mentalmente, para el combate.
Asumiendo, de manera bastante razonable, que estos turistas querrían ver las montañas más altas, el piloto trazó un largo giro en un valle que tenía un hilo blanco serpenteando en el fondo: un río de aguas violentas hinchadas por el deshielo. Después de unos minutos, se desgastó en varios afluentes que desaparecían a unos cuantos kilómetros de las cimas de las Selkirk. Todas las montañas a lo lago de la cordillera en sí estaban por encima de la línea de los árboles y ofrecían una sombría perspectiva de peladas peñas y riscos que se alzaban sobre enormes escarpes rocosos donde no crecía nada más que algún extraño árbol ocasional. Quemaron un montón de carburante en poco tiempo ganando altura y remontaron un bajo collado entre picos que de repente les ofreció la vista de muchas más montañas refugio de insurgentes más allá, extendiéndose hasta el horizonte, interrumpidas solamente por un lago hacia la mitad. Volviéndose de nuevo al norte, el piloto se dirigió a la frontera, siguiendo la lenta curva de la cordillera, y dejando atrás algunos picos especialmente prominentes. Pero durante las últimas millas hasta la frontera, la cordillera perdió unos quinientos metros de altura y quedó de nuevo por debajo de la línea de los árboles. Un pico pelado sobresalía a unos cuantos kilómetros al sur de la frontera (Monte Abandono, lo llamó el piloto), pero aparte de eso, eran árboles y matorrales, parches nevados, y escarpes que se extendían hacia el norte hasta internarse en Canadá. A lo lejos, las Selkirk aumentaban de altura y se convertían en una cordillera realmente magnífica, pero eso era en Columbia Británica, donde, claramente, todo era mejor y más grande.
Seamus, sin embargo, solo tenía ojos para los oscuros valles que asomaban entre la maleza abajo. Era un terreno completamente agreste. Unos cuantos caminos antiguos serpenteaban por él, conectando con minas o campamentos madereros dispersos. Pero era lo más salvaje y más a salvo de los humanos que podría esperarse ver en el país. Y cuando el piloto, respondiendo a las indicaciones de Seamus, redujo la velocidad y descendió, esos valles empezaron a adquirir un mareante tono tridimensional que no había advertido desde arriba. Como si acabara de ponerse un par de gafas 3D en un cine, vio la profundidad de las gargantas y comprendió lo empinado que era el terreno. La furia de los ríos contaba la misma historia.
—¿Qué le gustaría ver? —le preguntó el piloto. Llevaban allí un par de minutos, admirando una cascada que parecía una joya engarzada en una profunda cuenca neblinosa.
Seamus estaba buscando senderos. El rastro de insurgentes serpenteando por los caminos secretos del bosque.
—La frontera —respondió.
—La está mirando —dijo el piloto, señalando hacia el norte—. No quiero cruzarla, pero le llevaré justo hasta allí si quiere.
—Claro.
Sobrevolaron una ladera parcialmente poblada de árboles que se alzaba de la cascada hacia una llanura irregular de peñascos y campos nevados y árboles apilados. Más allá se alzaba un escarpe mucho más ancho y alto que, según el piloto, estaba a un par de kilómetros de la frontera y corría más o menos en paralelo a ella. La pared de roca que se elevaba a partir de allí estaba horadada en un lugar por una abertura hecha por el hombre, evidentemente la galería de una antigua mina.
—Alguien ha pintado la roca —observó Yuxia.
—¿Dónde? —preguntó Seamus.
—Justo debajo.
Seamus había estado mirando en horizontal y hacia el norte, pero entonces miró hacia abajo y vio que Yuxia tenía razón. Lo que había identificado, unos momentos antes, como un árbol retorcido, las ramas cubiertas de brillantes retoños verdes de hojas nuevas, resultó ser, al examinarlo con atención, un garabato de pintura de spray verde en una roca. Como grafitis. Pero era imposible encontrarle sentido.
Pudo ver ahora el leve trazo de un rastro, que conducía hasta el grafiti desde el norte, viniendo desde la dirección aproximada de aquel viejo túnel minero. En el escarpe era casi imperceptible, pero de un lugar a otro vio mechones de basura reciente, y en un lugar quedó perfectamente claro que alguien se había deslizado por la nieve, dejando dos surcos paralelos, aún nítidos en los bordes, sin difuminar todavía por la exposición de un día, ni siquiera unas horas, al calor del sol.
Siguió el surco hacia arriba y le sorprendió ver, a cierta distancia, a un muerto tendido sobre una roca.
—La leche —dijo el piloto, viéndolo también.
—Echémosle un vistazo —dijo Seamus, sintiendo de nuevo aquella extraña sensación: la adrenalina volviendo a su sistema. El helicóptero enfiló hacia abajo y aceleró rumbo al norte.
Pasaban sobre aquel surco en la nieve cuando Yuxia dejó escapar un jadeo que fue casi un grito.
—¡Nos está haciendo señas! —exclamó.
—¿Quién nos está haciendo señas? —replicó Seamus, escéptico, pues el hombre del peñasco claramente no hacía seña ninguna, y era el único hombre que podía ver.
—Creo que es el tío de Zula —respondió Yuxia—. Lo vi en Wikipedia.
Un fuerte estampido sonó sobre ellos. Luego dos más.
—¿Qué demonios? —dijo el piloto en medio del extraño silencio que se produjo entonces. El silencio, en general, era mala cosa en un helicóptero.
—Nos están disparando —dijo Seamus. Había oído ruidos similares antes. En general, los helicópteros militares soportaban un poco mejor que aquel el tratamiento—. Han alcanzado el motor. Nos caemos.
Se dio media vuelta para que Yuxia pudiera verle la cara, abrió la boca, se metió el folleto de la compañía de helicópteros, y mordió con fuerza, manteniendo los labios retirados de una forma tan grotesca que ella pudo ver las mandíbulas apretadas.
Mirándolo fijamente, ella extendió una mano, mordió el extremo de su guante de camuflaje, y sacó la mano.
—Prepárense para el impacto —dijo el piloto. Pero a mitad de la frase Seamus dejo de oír su voz por los cascos, porque otra bala parecía haberse alojado en mitad del panel de instrumentos y se había cargado el sistema eléctrico.
El piloto, había que reconocerlo, sabía qué hacer: manipuló los controles para hacer que el helicóptero girara solo, convirtiendo parte de la energía de su caída en un giro pasivo de las aspas que rompió marginalmente el descenso. Eso, y el hecho de que aterrizaron en ángulo en el campo de nieve, los salvó. Incluso así, el impacto fue tan brusco que Seamus sintió los dientes rechinar. Como estaba mordiendo el folleto, no entrechocaron y no se arrancó la lengua. Esperó que hubiera sucedido lo mismo con los demás.
El helicóptero plantó el morro en la nieve y empezó a patinar pendiente abajo como un gran tobogán fuera de control. Directamente delante de ellos había árboles. Y de pie delante de los árboles estaba, tal como le había dicho Yuxia, Richard Forthrast. Alias Dodge.
Él esquivó.
Los árboles no.
Los diez o quince segundos transcurridos entre la aparición del helicóptero en el cielo y su parada en los árboles, a solo unos metros de donde se había arrojado al suelo, provocó en Richard una cadena continua de sensaciones nunca experimentadas antes que, en circunstancias normales, se habría pasado semanas examinando para hallarles sentido. Había algo en la mente moderna que no paraba de decir «Si lo hubiera grabado en vídeo» o «¡Esto será una entrada cojonuda en mi blog!». Aparte de eso, quería poder quedarse allí tumbado unos instantes preguntándose si eso había sucedido de verdad.
Había gente moviéndose tras el parabrisas agrietado y descascarillado. Al mirarlo le pareció que eran dos personas. Al pensárselo mejor, tres: había una persona pequeña, una mujer, en el asiento trasero. El piloto parecía semiinconsciente o al menos incapaz de moverse. El pasajero que tenía al lado era un hombre larguirucho con pelo rojizo y barba, y se meneaba como una araña en una bañera, intentando liberarse de varias correas mientras era fustigado por la persona del asiento trasero, que no podía salir hasta que él lo hiciera. Y ella (la voz, hablando en lo que suponía que era chino, era claramente de mujer) quería salir de allí con todas sus fuerzas. El hombre iba vestido de la cabeza a los pies con ropa de camuflaje, lo que sugería que había volado hasta allí para ir de caza. Era la estación equivocada, pero tal vez era un furtivo que había llegado a esa zona específicamente para escapar de los montaraces.
Richard miró ladera arriba, solo para ver si el yihadista del rifle había aparecido a la vista ya. O no lo había hecho, o tenía cuidado de no ser visto. De todas formas, quedaría a la vista muy pronto, y Richard quiso avisar a los recién llegados del hecho y sacarlos del helicóptero. Se puso en pie tambaleándose y se abrió paso entre la nieve y los matorrales para dirigirse al costado derecho del aparato caído... solo para ser saludado por el cañón de una pistola semiautomática, que había aparecido como por arte de magia en la mano derecha del pasajero y le apuntaba directamente.
—De acuerdo —dijo Richard, mostrando las manos—. Si yo hubiera pasado por eso, también estaría un poco nervioso.
—No es por eso —dijo el pasajero—. Es la Mossberg 500 que lleva colgando —señaló el arma, que pendía del hombro de Richard.
—Muy justo —concedió Richard.
—Usted es Richard Forthrast —dijo el pasajero, y bajó la pistola. Entonces lo distrajo una serie de feroces patadas dirigidas contra el respaldo de su asiento.