En los minutos siguientes a la partida de Richard y Yuxia, Seamus tuvo que entretenerse moviéndose por la zona de una forma muy concreta, tratando de situarse de modo que el francotirador de arriba no pudiera verlo, preferiblemente, o si no era posible, que no pudiera apuntarle bien. Su ropa de camuflaje, irónicamente, le hacía poco bien. El helicóptero se había detenido en un grupito de árboles dispersos rodeado por tres partes por un cegador campo de nieve blanca. A menos que quisiera exponerse a esa nieve como una cucaracha en una bañera, solo tenía una salida, que era moverse colina abajo hacia una pequeña vaguada, flanqueada de matorrales y pequeñas coníferas, que surgía de esta parte de la ladera y acababa por convertirse en un afluente del río que desembocaba en las Cataratas Americanas. Era la ruta que Richard y Yuxia habían seguido. Seamus tenía pocas dudas de que estaban a salvo, al menos por el momento. Esperaba que el francotirador viera la perturbación que creaban en el follaje al atravesarlo, los oyera aplastar el suelo reseco y quebrar las ramas al pisarlas, y decidiera ir tras ellos, lo cual lo traería directamente ante su línea de fuego. El francotirador no podía saber cuántos supervivientes había en el grupo, ni cuántos habían escapado por la pendiente; con suerte, asumiría que todos habían salido corriendo y no sentiría ninguna inhibición a la hora de perseguirlos abiertamente.
Seamus encontró un lugar que le venía bien, donde pudo acomodarse en una pequeña depresión en el terreno y mirar la ladera por entre los troncos de los árboles. Se había echado la capucha y había tensado el cordón que la cerraba, cubriendo su cabeza y lo máximo posible del óvalo de su cara. Esto molestaba a su audición y su visión periférica, pero parecía preferible a ofrecerle al francotirador un bonito blanco de color carne. Las gafas de sol ocultaban sus ojos. Se puso a esperar.
Lo de Yuxia no significaba nada, se dijo. No es que ella hubiera estado viviendo en circunstancias normales el último par de semanas. Incluso antes de los acontecimientos recientes, era decidida y tenaz, probablemente hasta el punto de que la gente de su aldea la considerara un poco rara. Lo notaba. Todo ese asunto con los rusos, con Jones, la excursión a Filipinas, el accidente con el helicóptero... La había vuelto más obstinada. Solo quería salir de ahí con vida.
Contento con eso, empezó a cuestionar su decisión respecto a Jack el piloto. Si el único objetivo era mantener su espina dorsal estabilizada hasta que pudieran traer ayuda médica, entonces dejarlo firmemente atado al asiento era una buena idea. Pero en esas circunstancias, dejarlo aquí, expuesto a ser observado y tiroteado desde arriba, parecía decididamente macabro.
Jack movía los brazos. No estaba claro por qué. ¿Intentaba hacer algo? ¿O solo los agitaba agónicamente? Muchas veces, el golpe no dolía. El dolor venía después. Tal vez eso era lo que le estaba pasando en ese momento. Era difícil ver lo que pasaba allí dentro. El parabrisas del helicóptero era una telaraña de grietas y lascas.
—Seamus —llamó Jack—. Tengo que salir de aquí.
—¡Joder! —dijo Seamus entre dientes.
—¡Seamus! ¡Ayúdame, tío! ¡Duele muchísimo!
Seamus se mordió la lengua. Quería que Jack se callara, pero no tenía ni idea de a qué distancia podía estar el francotirador, ni si podía decir nada de lo que Seamus pudiera decir.
Pero Jack estaba ya dejando claro que había alguien más con él y que su nombre era Seamus.
Oyó el sonido, claro e imposible de olvidar, de una bala de alta velocidad pasando cerca, y un agudo tintineo metálico en la dirección del helicóptero, y, después, la detonación de un rifle disparado desde la pendiente.
La tentación ahora, naturalmente, era moverse con rapidez, que era exactamente lo que el francotirador estaría esperando. Seamus se contentó con mover los ojos para examinar el helicóptero. Era un despojo tal que resultaba difícil ver señales claras de que le hubieran disparado de nuevo. Pero mientras observaba, oyó de nuevo el sonido de la bala y vio un nuevo impacto en el fuselaje, tras la cabina, bajo el motor. Al estudiar sus inmediaciones, vio el agujero anterior, justo a una cuarta de distancia.
Otro agujero apareció entre los dos.
El cabrón estaba usando el helicóptero como blanco para apuntar mejor.
No, espera. ¿Qué era ese olor?
—¡Gasolina! —chilló Jack—. ¡El tanque está roto, tengo que salir de aquí, Seamus!
Y Seamus vio a Jack soltarse su arnés. El súbito movimiento le hizo gritar. Seamus, como cualquier persona que no fuera un completo sociópata, sintió compasión por Jack y quiso ayudarlo, o al menos gritarle algunas palabras para alentarlo. Pero esos bellos instintos altruistas quedaron completamente suprimidos, en ese momento, por los cálculos tácticos. Jack estaba haciendo lo adecuado, sin ayuda ni ánimos por parte de Seamus, ya que si se movía o gritaba entonces, le estaría dando al francotirador exactamente lo que quería, y no le haría ningún bien a Jack.
Porque, si Seamus estaba interpretando correctamente la situación, el francotirador sospechaba que había otra persona allí abajo, otra persona que se llamaba Seamus y que suponía en plenas facultades. Debía de haberlo deducido tras escuchar a Jack. Su plan era hacer salir a Seamus de su escondite creando una amenaza implícita de incinerar al indefenso piloto.
Sin embargo, ahora que Jack se movía, el francotirador tenía que dispararle directamente para crear una amenaza. Y esto era difícil ya que gran parte del helicóptero se interponía entre su blanco y él. Jack había salido por la puerta lateral del aparato y se había desplomado en el suelo de un modo que no podía ser agradable para él. Se arrastraba colina abajo, muy despacio, el miedo a que la gasolina estallara era más fuerte que el dolor de su espalda.
La gasolina estaba helada y sería más difícil de prender que de ordinario. Dispararle simplemente desde lejos tal vez no sirviera y malgastaría balas. Seamus, experto en balas de alta velocidad, sabía que una columna de pólvora aún ardiendo y de gas caliente brotaría del cañón de su Sig cuando disparara una bala y probablemente prendería el combustible... si podía acercarse lo suficiente.
Por desgracia, estaba a unos seis metros del helicóptero.
Jack se movía de manera aceptable para tratarse de un hombre con una herida grave en la espalda, arrastrándose pendiente abajo sobre los codos.
Seamus se incorporó. Se irguió y miró directamente pendiente arriba durante unos dos segundos y vio al francotirador, que estaba apoyado en una roca, sentado, el rifle preparado, pero mirando por encima del visor, captando la escena. El francotirador reaccionó con rapidez, alzó el arma y acercó el ojo al objetivo, tratando de encontrar a Seamus con él. Pero como Seamus sabía perfectamente bien, esas cosas llevaban tiempo. Tenía una idea bastante acertada de cuánto tardaban. La transmisión de la visión normal a la del mundo visto a través de una mira telescópica era discordante y confusa para el sistema visual no importaba cuántas veces la practicaras: la mira no apuntaba exactamente en la dirección adecuada, tenías que mover el cañón para ver el objetivo, y existía la tendencia a moverlo demasiado cuando tenías prisa por alcanzar algo que se movía con rapidez.
Y Seamus estaba haciendo justo eso. Tras fijar en su mente una imagen del francotirador, se dio media vuelta y corrió hacia el helicóptero, no en línea recta sino en zigzag, como Nate Robinson rebasando una línea de defensa, y cuando llegó a un lugar donde pudo ver el costado del helicóptero mojado por el chorro de gasolina, apuntó con su Sig, se lanzó hacia delante, se preparó para dar rápidamente media vuelta, y apretó el gatillo tres veces lo más rápido que pudo mover el dedo. Sin detenerse a observar los detalles, se volvió y corrió con toda la fuerza que pudo acumular en ambas piernas, alejándose un par de metros. Se tiró de boca y resbaló por una mezcla de nieve derretida y barro helado que de repente brillaba, como si hubieran descorrido unas persianas para permitir que los rayos del sol invadieran ese bosquecillo. Un par de volteretas lo apartaron del caos ardiente mientras (esperaba) apagaban las llamas que pudieran haberle alcanzado la espalda. Luego se arrastró hacia la vaguada, siguiendo la ruta que Jack había hecho unos momentos antes.
Alcanzó al maltrecho piloto en un lugar bastante bueno: una hondonada abierta por el agua, un cuello de botella en la vaguada, repleto de vegetación, difícil de ver o disparar. Solo estaban a un tiro de piedra montaña abajo del helicóptero, pero, tácticamente, era un mundo completamente distinto.
Seamus le indicó a Jack que se detuviera y se pusiera cómodo. No apuntó con su Sig al piloto, pero no se preocupó en ocultar el hecho de que la tenía en la mano, dispuesta par disparar.
—Si haces otro puto ruido, te mato de un tiro —dijo—. Lo siento, pero esas son las reglas. ¿Comprendes?
Jack asintió.
—El francotirador tiene un problema —dijo Seamus—. Sospecha que seguimos vivos. Eso le hace querer quedarse atrás y encargarse de nosotros. Pero sabe que enviamos a los demás por delante. Tiene que alcanzarlos y matarlos. Apuesto a que el impacto psicológico de lo que acaba de pasar será que diga: «Mierda, voy a tener que buscar a los otros tipos.» Dejará atrás este sumidero, que le asusta porque iguala las perspectivas... su arma no le sirve de nada, tiene que acercarse, ponerse al alcance de esto —Seamus agitó la muñeca armada—. Nos dejará atrás. Lo seguiré. Tú te quedarás aquí. Si quieres, puedes volver al helicóptero después de que termine de explotar, y arrojar algunos palos al fuego y calentarte.
Jack asintió.
—Desde aquí no puedo ver una mierda, así que tendré que salir de este agujero y echar un vistazo. Te traeremos ayuda en cuanto podamos. ¿Entendido?
Jack asintió.
—Buena suerte. Espero que nunca vuelvas a tener un día tan jodido como este.
Seamus le puso el seguro a su pistola, se la enfundó bajo el brazo, y empezó a salir de la vaguada arrastrándose sobre codos y rodillas. Cuando llegó a un lugar donde pudo detenerse, se enterró lo mejor que pudo en las hojas secas y las agujas de pino, y esperó, inmóvil. Pero no tuvo que esperar mucho antes de ver pasar al francotirador, tropezando y resbalando torpemente en la nieve, moviéndose en paralelo a la línea de árboles, lo bastante lejos como para que acertarle con la pistola habría sido un milagro. Miraba nervioso los árboles mientras avanzaba. Sabía, o al menos sospechaba, que estaba a la vista de alguien que tenía intención de seguirlo. Pero Seamus había deducido bien: el francotirador no podía esperar más. Tenía asuntos urgentes en el valle.
El truco obvio sería que el francotirador se perdiera de vista, se detuviera, se ocultara hasta que pudiera localizar a Seamus. Por tanto, Seamus se tomó su tiempo y se movió, cuando decidió hacerlo, hasta la cobertura de la maleza que flanqueaba la vaguada. Más allá del cuello de botella donde Jack estaba escondido, la vaguada se ensanchaba firmemente hasta que se convertía en un valle, libre de nieve y densamente poblado por árboles. A lo largo del cuarto de hora siguiente, Seamus, sin descubrirse, pudo localizar las huellas del francotirador en la nieve. Peo al cabo de un rato la pista se perdió en el bosque, obligándolo a forzar un poco la mano y empezar a perseguir al otro hombre como si fuera una presa salvaje. Antes de lanzarse al valle, se detuvo unos instantes para echar un buen vistazo alrededor, fijar en su mente sus inmediaciones, y asegurarse de que no pasaba por alto nada importante. Como otro contingente de yihadistas que viniera por detrás. Sería embarazoso no advertir algo semejante.
No vio ningún otro contingente de yihadistas. Pero le preocupó la sensación de haber visto algo moviéndose por la nieve, siguiendo el sendero que el francotirador había emprendido. No vio nada. Recorrió el sendero de arriba abajo con la mirada y se convenció de que no pasaba nada. Sin embargo, advirtió una roca de color caqui que había quedado expuesta por el sol, y tuvo que admitir que esos sitios eran excelentes para ocultar algo que fuera de color marrón claro. Después de un rato, tras mirar intensamente y pensar casi igual de intensamente, se convenció de que algo podía estar agazapado en uno de aquellos lugares, mirándolo, esperando que apartara la mirada para poder ponerse en movimiento.
Podía ser real, o podía ser solo su imaginación. Pero si fuera real, podía quedarse ahí sentado todo el día y no sucedería nada. Así que se dio media vuelta y se internó en el bosque.
Durante el tiempo que pasó entre los yihadistas, Zula a menudo se asombró por la forma chapucera y desordenada en que realizaban ciertas actividades. Reconocía en esto parte de su propia herencia: una forma de pensar y unas costumbres que habían acabado por borrarse por su relación con la gente de Iowa. Tenía algo que ver con la manera en que evaluaban los riesgos. Algunos podrían llamarlo fatalismo nacido de una doctrina religiosa; otros podían señalar que las personas que crecían en zonas donde la guerra, la enfermedad y el hambre eran estados crónicos tenían unos instintos y reacciones diferentes cuando se trataba del peligro.
Y por eso cuando el yihadista armado salió al descubierto y empezó a subir por la pendiente directamente hacia Zula, ella no se sintió tan aturdida como podría haberlo estado si nunca se hubiera relacionado con gente que manifestaba hacia el riesgo la actitud típica del Tercer Mundo.
Podía ser simplemente que el hombre no comprendía que Zula iba armada. Ella no había disparado el arma recientemente, y desde luego no se la había mostrado. El yihadista imaginaba que podría subir por la loma, acercarse a ella, y dispararle.
¿O quizás el plan era hacerla de nuevo prisionera?
No importaba. El resultado era el mismo: se acercaba el momento en que Zula (tendida y razonablemente bien oculta tras las rocas) tendría a tiro el centro de masa de ese hombre y apretaría el gatillo. Cuanto más lo dejara acercarse, más fácil sería el disparo. Como la girl scout que había en ella podría haber predicho, sentía frío, y sus manos empezaban a temblar. Así que tuvo que resistir la tentación de disparar pronto. Era mejor esperar que se acercara. Pero si lo hacía demasiado, podría ver la pistola en sus manos.
Estaba tendida de costado, tras haber acomodado su cuerpo en una diminuta depresión. Era incómodo y embarazoso. Pero el hombre de abajo, que barría la zona con disparos de ametralladora, no había podido alcanzarla más que con fragmentos de roca, y eso le aconsejaba no moverse. Un cambio de postura que pudiera parecer inconsecuente podría tener como resultado que alguna parte de su cuerpo quedara expuesta a los disparos.