Puso el motor en marcha una y otra vez y oyó las ruedas traseras girando inútilmente en la calle. Había algo que obstaculizaba el avance de las ruedas delanteras.
La tendencia de Marlon a dejarse fascinar por las cosas y olvidar el normal instinto humano de autoconservación lo había metido en problemas desde que tuvo edad suficiente para gatear hasta un enchufe eléctrico y meter algo dentro. Tras ver al grandullón blanco dispararle al joven blanco en la escalera y al negro seguirlo hasta el sótano, Marlon fue incapaz de no seguirlos una planta más y ver en qué acababa todo. Tras bajar hasta el callejón y ponerse de rodillas ante el hueco de la ventana, pudo asomarse y ver todo lo que sucedía allí; el blanco fornido tratando de ayudar a la chica negra esposada y recibiendo un golpe con la pistola por sus esfuerzos, una especie de confrontación entre el asesino blanco y la chica negra, la decisiva intervención del acechante negro, y luego la partida de los dos negros, esposados juntos. La chica miró a Marlon a los ojos al salir, y él se sintió aterrado durante un momento, temiendo que lo llamara y alertara al negro de su presencia, convirtiéndolo así en la siguiente víctima, pero no pasó nada.
Se marcharon dejando al joven blanco inconsciente o muerto en el suelo del sótano. Marlon sintió la tentación de dejar correr el asunto y simplemente largarse de allí.
Pero aunque los detalles eran increíblemente confusos, tenía la fuerte sensación de que sus compañeros y él habían escapado de la muerte porque alguien los había avisado encendiendo y apagando la corriente de su apartamento. Los candidatos obvios, ya que estaban aquí abajo con la caja de fusibles, eran la muchacha negra y el grandullón blanco. Parecía que ahora iban a hacerlos sufrir por lo que habían hecho. Le parecía mal que fuera incapaz de ayudar a la chica negra, porque estaba esposada a un asesino armado (y no solo un asesino, sino un asesino que había asesinado a otro asesino, cosa que, en la medida basada en los videojuegos que Marlon usaba para tomarle el pulso al mundo le confería un estatus de élite), pero el tipo blanco estaba allí tendido solo, sin protección, y a Marlon se le ocurrió que podía entrar en el sótano por la puerta trasera y ver si estaba bien.
Normalmente la puerta trasera estaba cerrada con llave, naturalmente. Pero hoy alguien la había dejado abierta.
Marlon la estaba atravesando cuando el edificio explotó. Y aunque su primer instinto fue salir corriendo al exterior y escapar, se alegró de no hacerlo. Una enorme porción de la estructura se desplomó en el sótano y causó que una polvareda se disparara por el pasillo hacia su cara. Se dio media vuelta y la recibió de espaldas, mirando al callejón, y allí vio unos mil ladrillos sueltos caer de las alturas. Si alguno de ellos lo hubiera golpeado en la cabeza, lo habría matado. Pero la puerta (según la sabiduría sísmica, la parte más fuerte de un edificio) aguantó y lo protegió.
El hombre que se hacía llamar señor Jones estaba claramente improvisando sobre la marcha. Pero, del mismo modo, se sentía cómodo al hacerlo. No parecía ser consciente de que el sótano tenía una salida que daba al callejón de atrás, y por eso, tirando de Zula, subió un tramo de escaleras hasta el rellano de la planta baja. Mientras llegaban extendió la mano libre y cubrió con ella los ojos de Zula y no le permitió ver hasta que estuvieron en un pasillo. Zula supo por qué y no se opuso.
De allí se dirigió a la entrada principal del edificio. Después de un par de giros por estrechos pasillos, llegaron a un lugar donde Zula pudo ver un pasillo recto, lo que entendió que era un vestíbulo al fondo, y las puertas principales que daban a la calle. Aparcada delante de esas puertas estaba la furgoneta. Al principio Zula no pudo ver a Yuxia en la ventanilla del conductor, pero entonces advirtió movimiento y comprendió que Yuxia se había inclinado para cerrar la puerta de pasajeros. Entonces Yuxia se irguió y se puso de nuevo al volante, arrancó la furgoneta y se volvió a mirar al edificio. Zula disfrutó de un momento de esperanza, por si Yuxia miraba hacia el pasillo y la veía. Pero habría sido muy difícil porque el interior del edificio le habría parecido muy oscuro a cualquiera que lo mirase desde el exterior. Y no solo oscuro, sino abarrotado, ya que los inquilinos, asustados por el tiroteo, salían del lugar lo más rápido que podían.
Casi llegaron al vestíbulo. Entonces Jones, al parecer por impulso, se volvió hacia una puerta a la izquierda que había visto entornada. Era el apartamento que daba a la calle y parecía haber sido abandonado a toda prisa: no había nadie, pero el televisor estaba todavía encendido y de la cocina llegaba el olor a comida caliente. Jones se dirigió a la ventana, se acercó de lado, bajó la persiana, y luego la retiró un par de pulgadas y se asomó a la calle a través de la abertura.
—Ahí está nuestro vehículo —observó después de un segundo o dos, y a Zula le pareció que estaba hablando de la furgoneta hasta que advirtió que había apoyado la cabeza contra la pared y miraba más abajo en la calle.
Entonces se produjo un ruido espantoso y la flácida persiana chocó contra el cristal y, un instante más tarde, se agitó en el espacio vacío más allá, puesto que toda la ventana salió volando de su marco. Zula se estremeció por instinto cuando la onda expansiva le subió por los pies. Pero las ondas siguieron sucediéndose.
Jones no pareció sorprendido en lo mas mínimo.
—El edificio se está desplomando de arriba abajo —observó—. Quizá deberíamos salir de aquí.
—¡Pero Csongor...!
—Si Csongor es el tipo del sótano —dijo Jones—, escogió el lugar adecuado para librarse de esto.
Si la china no le hubiera hablado en ruso, Sokolov no le habría prestado la menor atención. Pero ahora le había picado la curiosidad, y por eso dedicó un poco más de tiempo a marcharse de la oficina destruida de lo que habría hecho en otra situación. El lugar había quedado completamente destrozado; la mayoría de los daños los había causado la caída del techo de listón y escayola que Sokolov tuvo que pisar y esquivar mientras se dirigía a la puerta. Sospechosamente colocada junto a la salida había una bolsa de basura atada con un nudo. Al parecer la china que hablaba ruso pretendía llevársela consigo hasta que Sokolov entró por la ventana y le dio un susto de muerte. La bolsa era sorprendentemente pesada y contenía un puñado de discretos objetos rectangulares.
Se volvió a observar la oficina y le sorprendió el número de cables y alambres que había por todas partes. La mayoría no estaban conectados a nada: sus enchufes estaban desplegados por el suelo, cubiertos de escayola pero no de cristal. Los cristales rotos formaban la capa de escombros más baja. Los cables y enchufes habían sido arrancados después de que el cristal cayera y el techo le había caído encima después. Con la prisa y la confusión del momento, Sokolov no pudo llegar a ninguna conclusión definitiva a partir de eso, solo identificarlos como un perplejo tropel de datos que tendría que analizar más tarde.
Alzando un poco la mirada, estudió la oficina mientras salía lentamente de espaldas y advirtió que algunos cables estaban sujetos con chinchetas y/o con cinta de plástico a los marcos de las ventanas o cualquier otra cosa que pudiera sujetarlos. Al menos uno de esos cables conducía a lo que era obviamente una antena, y no el tipo de antenas que se pueden comprar en una tienda de electrónica sino algo que a Sokolov le sonaba a militar.
Su talón golpeó algo pesado pero que cedió. Bajó la mirada y apartó con el pie algunos fragmentos de escayola y descubrió un bolso de mujer. La explosión lo había arrancado de una mesa, y unos cuantos artículos de su interior habían caído al suelo. Sokolov los recogió, los volvió a meter en el bolso y lo cerró. Luego se dirigió a la puerta. Le quitó el nudo a la bolsa de basura y vio que contenía un portátil y algunas cajas electrónicas, pero nada que le resultara intrínsecamente útil ahora. Además, era pesado.
Sospechosamente pesado.
Extendió la mano y sacó una de las cajas al azar y la agitó. Todo su peso estaba concentrado en la base. Había una placa de acero, o algo por el estilo, allí dentro.
Su función era hundirse cuando arrojaran la bolsa al agua.
Era material de espías y esto era un nido de espías, y la china que hablaba ruso trabajaba aquí y estaba intentando cerrar el lugar.
Pero no debía de ser china, o de lo contrario no necesitaría ser tan furtiva. Era una agente extranjera.
Sokolov dejó caer el bolso en la bolsa de basura, volvió a anudarla, y se la echó al hombro. Luego recorrió el pasillo hasta que encontró las escaleras. Descendió un par de tramos, entró en otra oficina devastada y abandonada, se acercó a las ventanas reventadas e hizo un reconocimiento de la calle. La furgoneta (su billete de salida) estaba todavía allí, aunque había un agujero en el techo por donde se había colado algo grande.
Un movimiento en la entrada principal del edificio atrajo su mirada. Dos personas querían salir. A ese fin, esperaban en el umbral. Pero los dividía el miedo de lo que tenían detrás y el miedo de lo que tenían delante. Tras ellos el edificio estaba sometido a un colapso gradual y parte por parte, mientras un suelo herido se desplomaba sobre el de abajo y el peso de la estructura se redistribuía cruelmente. Cada uno de esos desplomes producía una enorme exhalación de polvo por todos los orificios del edificio, incluyendo la puerta principal: por eso las dos personas a las que Sokolov estaba mirando tendían a desvanecerse en intervalos aleatorios, durante unos cuantos segundos seguidos, mientras una nebulosa de polvo salía por la puerta y luego remitía. Nada era ya horizontal o vertical de modo que grandes montones de escombros tendían a resbalar de donde caían y aceleraban hacia la calle y la golpeaban con impactos que Sokolov podía sentir en sus gónadas y que debían de ser aún más impresionantes para aquellas dos personas de la puerta.
Hubo otra gran polvareda, otro de esos hongos horizontales de polvo, y cuando se despejó, las dos personas ya no estaban. Se habían puesto en marcha. Sokolov escrutó la calle arriba y abajo, obligándose a conservar la calma y hacer un buen trabajo. Los vio corriendo cogidos de la mano, alejándose, en dirección a un cruce situado a una manzana de distancia, donde se había congregado una vasta multitud de espectadores: coches que simplemente se habían detenido, y peatones agazapados detrás de ellos para contemplar el espectáculo del edificio en llamas que se venía abajo.
Había algo familiar en los dos corredores. En otras circunstancias Sokolov los habría reconocido por el color de su piel, pero ahora ambos estaban cubiertos de polvo blanco, como mucha otra gente en el barrio.
El alto era el líder de los muyahidines del apartamento 505.
La baja era Zula.
¿Por qué corrían cogidos de la mano? ¿Estaban trabajando juntos de algún modo? No pudo imaginar una manera en que esto tuviera sentido.
Entonces tropezaron y los dos se tambalearon y trastabillaron unos cuantos pasos, separados. Se soltaron de la mano, y Sokolov vio que iban esposados.
Tenía el rifle al hombro. Había avanzado hasta una posición donde podía apoyarse contra el marco de la ventana, y apuntar al alto negro yihadista. Desde esa distancia el disparo era factible, suponiendo que el antiguo dueño del rifle lo hubiera cuidado decentemente, pero tendría que observar su respiración y esperar a que el blanco se quedara quieto. Hasta entonces todo lo que podía hacer era seguirlo y pensar en los fundamentos del disparo: cómo se preparaba y qué obstrucciones podría haber en su camino.
De repente quedó claro adónde se dirigían: un taxi se había detenido, dos ruedas en la acera y dos en la calzada, y el conductor se había bajado y estaba de pie junto a la puerta abierta mirando la escena del desastre con la boca abierta y un cigarrillo colgando del labio inferior.
El hombre a quien Sokolov apuntaba se dio cuenta. Acelerando y prácticamente arrastrando a Zula tras él, se lanzó hacia el taxi, detuvo su impulso chocando con la puerta lateral trasera, rebotó, abrió la puerta al hacerlo, envolvió a Zula en un abrazo de oso, y de un salto se metió en el asiento trasero del taxi, arrastrando a Zula consigo de modo que los dos acabaron tendidos el uno al lado del otro.
Esto era quizá lo único que podía haber desviado la atención del taxista del edificio que se desmoronaba. Se dio media vuelta y miró casi con el mismo asombro las cuatro piernas cubiertas de blanco polvo que asomaban por la puerta trasera de su taxi. Intentó decir algo, descubrió que tenía un cigarrillo pegado en el labio, se lo quitó, asomó la cabeza por la puerta del lado del conductor, y se envaró.
Sokolov supo por qué, aunque no pudiera verlo: el yihadista le estaba apuntando a la cara con un arma.
Después de una breve discusión, el taxista se desplomó ante el volante, cerró la puerta, arrancó el vehículo y se puso en marcha. El caos en el cruce era tan grande que Sokolov podría haberlos alcanzado andando. Demonios, incluso arrastrándose a cuatro patas. Pero matar al yihadista y ayudar a Zula, por deseables que pudieran ser ambas cosas, no eran en ese momento su principal preocupación. Tenía que salir de aquí antes de que la OSP acordonara toda la zona.
Hasta hacía poco, cuando Csongor consideraba su posición en el mundo, nunca se había considerado a sí mismo el tipo de persona que acabaría en una situación ni remotamente parecida a esta. Lo cual parecía extraño puesto que, en mayor o menor grado, lo habían contratado delincuentes desde que tenía catorce años. Pero como le había explicado con mucho detalle a Zula, la mayor parte de las cosas que hacían esos delincuentes eran muy aburridas y tendían a tomarse muchas molestias para evitar feos resultados.
El hecho de que él fuera la persona más estable y equilibrada de la familia decía más sobre la historia reciente de Hungría que sobre el propio Csongor.
Su familia, al menos por parte de padre, había vivido en Kolozsvár, la capital de Transilvania, desde la Edad Media. La ciudad había sido durante siglos objeto de disputas entre húngaros y rumanos, quienes la conocían como Cluj. Después de la Primera Guerra Mundial, Hungría la perdió, junto con el resto de Transilvania, y pasó a pertenecer a Rumanía. La familia de Csongor se encontró de pronto viviendo en un país extranjero. No les fue bien, y por eso cuando Hungría se alió con el Eje a finales de los años treinta, el abuelo de Csongor se enroló entusiasmado en el ejército húngaro. Se había casado con una húngara en Budapest, se la había llevado a Kolozsvár, la dejó embarazada, y luego se marchó a ayudar a Hitler a invadir Rusia. Junto con muchos otros húngaros que participaron en la Batalla de Stalingrado, desapareció como un grano de sal lanzado al Océano Pacífico, y así su hijo (el padre de Csongor) ni siquiera llegó a verlo nunca. Su madre se retiró al hogar familiar en Budapest, donde sobrevivió a la ocupación nazi y luego al asalto del ejército rojo soviético con la habitual letanía de horrores, privaciones y roces con la muerte violenta y súbita. Después de que las cosas se asentaran un poco, y Hungría y Rumanía se convirtieran, al menos en teoría, en naciones hermanas que vivían en armonía bajo el paraguas del Pacto de Varsovia, la abuela de Csongor regresó a la vieja casa familiar de Kolozsvár, que se llamaba ahora Cluj una vez más después de haber sido devuelta a Rumanía. Allí el padre de Csongor soportó el resto de su infancia, y allí asistió a la universidad y se graduó en el departamento de matemáticas. Pero hacia 1960 la universidad, que era predominantemente húngara, cayó bajo el talón de los chauvinistas rumanos que sometieron al lugar a una concienzuda limpieza étnica. Su tutor se suicidó. Actuando ahora como el hombre de la casa (pues su madre se había vuelto un poco loca), el padre de Csongor vendió la vieja residencia familiar y levantó el campamento y se marchó a Budapest, donde, a falta de una licenciatura avanzada, encontró trabajo como maestro de escuela.