Sin embargo, al inspeccionar con más atención, vio que no parecía un vehículo oficial, y que el conductor era una joven con botas azules que parecía tener algún problema con las llaves. Pero había sido suficiente para acelerar su corazón, así que después de entrar despacito y tranquilamente en el edificio de oficinas y llegar a la escalera donde nadie podía verla, subió los peldaños de dos en dos y entró en su oficina lo antes que pudo. Resistiendo la tentación de asomarse a la ventana, se puso los auriculares que usaba para monitorizar los sonidos en el apartamento de Abdalá Jones.
Todo parecía rutinario: algunos ronquidos, unos cuantos hombres adormilados levantándose y preparando té, escuchando un podcast en árabe. La misma normalidad de todo esto la calmó un poco y la hizo sentirse como una idiota por haberse emocionado tanto. Se secó el sudor de la frente, se sentó, dejó el bolso sobre la mesa, despertó al ordenador y comprobó el correo.
Un enorme golpe sonó a través de los auriculares, seguido por un montón de conversaciones nerviosas.
Entonces unos fuertes estampidos, reducidos por los aparatos electrónicos de modo que parecían goterones en la corriente de ruido.
Entonces el sonido se apagó por completo. Olivia se quitó los auriculares y advirtió que podía oír más estampidos directamente al otro lado de la calle. Se acercó a la ventana y comprobó el artilugio láser. Parecía que no funcionaba. Luego miró a través del agujero de la lona azul y vio el problema: funcionaba haciendo rebotar un láser en el cristal de una ventana. Pero el cristal en cuestión ya no existía.
La sobresaltó el estrépito de cristales y cosas rotas dentro de la oficina, a su derecha. Tras volver a meter dentro la cabeza, advirtió que la mitad de sus ventanas eran ahora fragmentos en el suelo. Había polvo en el aire y cráteres en la pared frente a las ventanas. Su mente, reaccionando lentamente, le dijo que acababa de oír el tableteo de armas automáticas y que buena parte procedía directamente del otro lado de la calle y que había alcanzado su oficina.
Se dejó caer a cuatro patas, extendió la mano, y pulsó el interruptor de destrucción del artilugio láser.
El MI6 había enviado un comando. Lo estaban haciendo ahora. Pero se habían olvidado de avisarla.
O tal vez habían decidido que era sacrificable.
Sokolov había visto muchas cosas extrañas ya esta mañana, y sin embargo siguió sorprendiéndose cuando salió de la ventana destrozada y escrutó la fachada del edificio y la encontró llena de jóvenes chinos que trepaban por ella como si fueran arañas.
Entonces recordó que, sesenta segundos antes, su principal preocupación en el mundo había sido qué hacer con un grupo de hackers chinos. Debían ser ellos.
Comprendió y aprobó la decisión que los hackers habían tomado para evitar las escaleras del edificio y escapar a través de la superficie externa. Habría sido fácil seguirlos hasta la calle, y en cierto modo esta era la decisión obvia, ya que conocían el terreno mucho mejor que él. A menudo, en territorio desconocido, lo más aconsejable era imitar las acciones de los lugareños.
Por otro lado, había un grueso haz de cables que corrían desde un punto de la fachada del edificio no muy lejos de donde Sokolov se encontraba ahora y cruzaba la calle hasta un edificio de oficinas en construcción. Los cables, en conjunto, debían de ser mucho más pesados que Sokolov, así que probablemente podrían soportar su peso. Le gustó la idea de utilizarlos como ruta de escape por dos motivos. Primero, simplemente bajar a la calle no le ayudaría mucho, ya que, al contrario que los hackers, no podía mezclarse con la gente. Lo verían y lo arrestarían rápidamente. Pero si pudiera llegar al otro edificio, tendría alguna posibilidad de esconderse en alguna parte, al menos el tiempo suficiente para diseñar un plan.
Segundo, el apartamento que acababa de dejar atrás estaba lleno de altos explosivos y ardiendo.
Ahora bien, al contrario que al típico profano, a Sokolov no le preocupaba especialmente la proximidad del NAFO y las llamas descontroladas. Como la mayoría de los altos explosivos era difícil de prender. El fuego solo no bastaba. Era necesario algún tipo de cebo: un detonador, un fulminante. Así que era posible que todo el edificio pudiera arder hasta los cimientos sin que tuviera lugar ningún tipo de explosión.
Y sin embargo eso era una lectura simplista de la situación. Había muchas más cosas en ese apartamento además del NAFO. Durante los breves y frenéticos instantes que había estado allí, Sokolov no había podido hacer un inventario sistemático. Pero si planeaban usar el NAFO, como parecía probable, entonces debían de tener algunos fulminantes por allí; y si estaban planeando usarlo pronto, entonces era probable que ya hubieran montado algún aparato explosivo completo donde los detonadores estarían sincronizados con el NAFO. Y de todas formas, en aquella cocina del infierno que había dejado atrás, no se sabía qué otras cosas podían haber mezclado: los terroristas tenían recetas para otros explosivos además del NAFO que eran mucho menos estables. De ahí la fuerte discusión para escapar del edificio lo más rápido que pudiera. El haz de cables le ofrecía esa opción.
El principal argumento en contra era que los terroristas podrían dispararle fácilmente cuando estuviera suspendido en el aire sobre la calle, justo ante sus ventanas.
Pero podía pasar mano sobre mano sobre un cable tendido con la misma rapidez con que la mayoría de los hombres podía correr. Y los pocos terroristas que todavía seguían vivos debían de estar bastante preocupados. Así que la decisión fue fácil. Se encaramó a las rejas de la ventana y otros materiales hasta el haz de cables, extendió una mano, se agarró, y lentamente transfirió su peso. Los cables no se soltaron de la pared. Bien. Se apartó del edificio, saltó al espacio, extendió la mano, y se agarró de nuevo. Luego otra vez. Y otra.
Entonces se sintió descender y vio el haz de cables subir al cielo.
Esto no era como cruzar un cable de acero tendido en un campo de entrenamiento militar. El haz era una madeja de unas dos docenas de cables separados, de colores tan alegres como un poste de mayo. Algunos de los cables eran eléctricos, otros telefónicos, otros de datos, otros no claramente identificables. No podía abarcar con la mano todo el haz, y por eso cada vez que se balanceaba hacia delante tenía que clavar las yemas de los dedos como si fueran un cuchillo en el corazón del manojo y agarrarse a lo que encontrara. Esto funcionó durante los primeros intentos, pero en el último apuntó mal, no alcanzó el haz y se agarró a un solo cable, un cable de red azul que se extendía en espiral sobre los otros cables, y ahora su peso tiró de ese cable y lo soltó del haz. Extendió la mano libre, la enganchó en la tensa línea azul, y se aupó lo suficiente para liberar la primera mano, luego repitió la operación, ascendiendo al cable pero sin ganar altura, porque el cable azul cedía. Solo estaba a un brazo de distancia del haz pero no podía alcanzarlo. Finalmente el cable dejó de ceder y aguantó y él agitó las piernas, poniéndose boca abajo durante un instante, y envolvió ambas piernas en torno al manojo entero. El rifle y una cantimplora CamelBak que llevaba a la espalda cayeron a los extremos de sus correas y oscilaron. Se permitió unos pocos segundos para recuperar el aliento antes de empezar a trepar a lo largo del haz lo más rápidamente que pudo. Esta técnica era mucho más lenta que la de mano sobre mano y le hizo sentirse como un civil incompetente, pero no podía arriesgarse a hacerlo de la otra forma. En cualquier caso, no le preocupaba demasiado que le dispararan porque el apartamento estaba ahora completamente envuelto en llamas. Las latas de disolvente reventaron y vomitaron tormentas de vapor inflamable por las ventanas.
A Yuxia le sorprendió la cantidad de tiempo que el cerrajero tardó en trabajar en el contacto de la furgoneta. El hotel de su familia en las montañas de Fujian estaba bien surtido de DVDs de películas de acción occidentales, que podían conseguirse prácticamente por nada en Xiamen. Viéndolas, Yuxia había aprendido que cualquier vehículo del mundo podía arrancar en unos segundos golpeando la columna de dirección hasta que salieran los cables y luego uniendo los cables hasta que saltaba una chispa. Y sin embargo este cerrajero lo convirtió en un elaborado proceso que se centró en hurgar el contacto en sí. Era muy claro por la expresión de su cara que estaba enormemente preocupado por todos los disparos que se producían arriba, y que esto no contribuía a que su trabajo fuera más rápido.
Yuxia, naturalmente, estaba también bastante preocupada. Había reaccionado de manera algo impulsiva al esposar al pobre cerrajero al volante. En ese momento solo se habían oído algunos disparos, y había dado por hecho que eso sería todo, y que él pondría el motor en marcha en unos instantes. El hombre estaba exagerando, usándolo como pretexto para abandonar a Yuxia y, por extensión, a Zula y Csongor y Peter. Pero desde entonces se había convertido en lo que parecía una guerra a gran escala, y trozos de escombros no paraban de caer sobre el techo de la furgoneta. Cada vez que eso sucedía el cerrajero daba un respingo y parecía perder su habilidad con el contacto. Eso duró lo que pareció un año entero, y Yuxia empezó a perder los nervios y se sintió a la vez aterrada por hallarse en esta situación y culpable por lo que le había hecho al cerrajero. Nada le impedía salir de la furgoneta y echar a correr. Y sin embargo, cada vez que lo pensaba en serio, algo grande caía sobre el techo del vehículo y le recordaba que era buena cosa tener acero sobre la cabeza. Y la vida realmente sería mucho más fácil si pudiera sacar la furgoneta de aquí.
Tan preocupada estaba con esos pensamientos que se sobresaltó cuando oyó el motor cobrar vida. Las luces del salpicadero se encendieron y la aguja del tacómetro saltó.
El cerrajero dejó escapar una imprecación, arrojó las herramientas con las que había estado trabajando, y atacó la esposa con otra distinta. Esta vez solo tardó unos segundos. Entonces se marchó, dejando la esposa colgando del volante y la mitad de sus herramientas en el suelo de la furgoneta. No se molestó en cerrar la puerta de pasajeros.
Yuxia extendió la mano, cerró la puerta, se acomodó de nuevo en el asiento del conductor y puso el vehículo en marcha.
Entonces dirigió una última mirada al edificio. ¿Y Zula y los dos muchachos hackers? ¿El que era malo para ella, y el que era bueno?
Csongor fue un poco más lento que Peter a la hora de soltar sus esposas. Zula advirtió que asomaba la lengua mientras trabajaba. De algún modo, a partir de eso, llegó a la conclusión de que era mejor permanecer absolutamente quieta y no distraerlo.
Sin embargo, un sonido que resonaba por toda la escalera y se hacía más fuerte a cada segundo la distrajo. Era una voz humana, repitiendo el mismo murmullo, una y otra vez, como si quien hablaba fuera un actor intentando memorizar un fragmento elusivo de diálogo. Al principio solo pudo percibir algunas de las consonantes más percusivas, pero a medida que quien hablaba se iba acercando, tramo a tramo, pudo convertir los sonidos en palabras.
Estaba diciendo:
—¡PUÑETERA zorra! ¡PUÑETERA zorra! ¡PUÑETERA zorra!
Era Ivanov y lo decía en un tono más sorprendido que airado, como si el grado de puñetería y zorrez exhibido por Zula hoy fuera más allá de todos los precedentes históricos conocidos, hasta el punto de que el propio Ivanov no podía dar crédito al testimonio de sus propios sentidos. Mientras avanzaba, su asombro fue en aumento, y cuando decía «¡PUÑETERA» su voz se alzaba, por un instante, en un falsete antes de caer y decir «zorra».
A pesar de todos sus esfuerzos por no hacerlo, Zula miró a Csongor para ver cómo le iba. Él reaccionó inmediatamente, lo que le dijo que también podía oírlo y que comprendía su significado.
Entonces el cántico se interrumpió con un súbito «¡TÚ!».
Ivanov estaba solo a dos, quizá tres tramos de escaleras sobre ellos. Sus pisadas se habían detenido.
Tenía que estar hablando con Peter, pero Peter no dio ninguna respuesta que Zula pudiera oír.
—¿Estás solo? —preguntó Ivanov. Tuvo que repetir la pregunta e insistir en que Peter proporcionara una respuesta. Finalmente Zula pudo distinguir algún tipo de leve respuesta, una especie de gemido, por parte de Peter.
—¿Y dónde está entonces tu bonita novia?
La conversación, si esa era la palabra adecuada para definirla, no era más que una serie de murmullos por parte de Ivanov.
—Ah, ¿el valiente Peter se adelanta a explorar el peligro? ¿Zula espera atrás, lista para seguirlo? ¿No? ¿Por qué no? ¿Tal vez es mentira? ¿Sí? ¿Mentira? ¿Zula está en el sótano por otro motivo? ¿Tal vez porque está ENCADENADA A LA TUBERÍA? ¿Por qué el VALIENTE NOVIO la dejó atrás? ¿PARA MORIR? ¿Mientras el VALIENE NOVIO huye COMO UNA JODIDA RATA?
Una mano se posó amablemente sobre el hombro de Zula, y ella dio un respingo tan violento que prácticamente se magulló la muñeca cuando la esposa la detuvo en seco. Pero no era más que Csongor. Se había soltado. Se llevó un dedo a los labios, luego hincó una rodilla en tierra, en la actitud del hombre que propone matrimonio, y se puso a trabajar en la esposa con la horquilla. Al principio intentó acceder al agujero de la cerradura de la esposa que rodeaba su muñeca, pero apuntaba hacia abajo y le resultaba difícil encontrar el ángulo adecuado, así que desistió y empezó a trabajar en la que estaba enganchada a la tubería, que estaba inclinada convenientemente hacia él.
—¿Cómo una CHICA VALIENTE como Zula tiene semejante mierda de novio? —aullaba Ivanov—. ¿Qué pensarían tus padres de ti, Peter? ¿Quién te educó? ¿Lobos? ¿Gitanos? ¡Responde! No llores como una niña pequeña. ¡Ah, ¡PUÑETERO... PEDAZO... de MIERDA!
Recalcó cada una de las tres palabras con un estampido. Csongor dio un respingo al oír el primero y dejó caer la horquilla. Pronto la recuperó y continuó trabajando en la esposa.
Al sonido de la pistola de Ivanov, Zula se volvió instintivamente hacia la puerta situada en la base de las escaleras y permaneció en esa posición, enfocando toda su atención en las manos de Csongor, como una niña pequeña que piensa que el monstruo se irá si finge que no está allí. Era una tontería, pero no había sucedido nada en los últimos días que la preparara para nada como lo que al parecer le acababa de suceder a Peter.
—¡Csongor! —llamó una voz suave.
Zula y Csongor dieron un respingo y se volvieron para descubrir a Ivanov en la habitación, con una pistola semiautomática en la mano, apuntando al suelo.