Abdalá Jones abrió el paquete de fibra de vidrio y esta empezó a expandirse de manera incontrolable, amenazando con llenar por completo el interior de la caravana. Manoteando y pisoteando y maldiciendo, cortó napas y se las pasó a Sharjeel, quien las pegó a la madera prensada con cinta adhesiva.
Cuando toda la madera prensada quedó aislada de esta manera, aparcaron a un lado de la carretera, donde Jones arrojó vengativamente todo el aislante, salvo una napa de dos metros. Cuando volvieron a ponerse en marcha, se entretuvo de nuevo con la madera prensada. Luego cortó el primer conjunto de paneles, siempre trabajó con láminas dobles, haciendo dos copias de cada forma, y guardando la mitad en reserva. Ahora Sharjeel y él pusieron estas reservas sobre el aislamiento y las atornillaron. La Escuela Técnica de ingenieros de minas de Colorado no formaba idiotas.
Así que tres paredes del dormitorio eran ahora una disposición completamente opaca de paredes aisladas de madera prensada. Se volvió todavía más oscura cuando Jones y Sharjeel desenrollaron largas tiras de papel para tejados negro y lo graparon sobre la madera, cubriendo toda la superficie interior de la habitación, incluyendo el techo, de un negro monocromo, aliviado solamente por el esporádico brillo de las grapas. Unos momentos de trabajo con un cúter recortó un disco de papel alrededor del aplique de la luz del techo, de modo que un poco de luz amarillenta iluminó el lugar.
Soltaron entonces el tobillo de Zula y le hicieron saber que su sitio estaba en la cama. Ella se retiró, se sentó, y se entretuvo quitando trocitos de madera y pedacitos de fibra de vidrio de la colcha (una colcha que obviamente había sido cosida a mano por la anciana asesinada ayer), mientras Jones y Sharjeel le aplicaban un tratamiento similar al interior de la puerta del dormitorio, reforzándola con madera prensada y luego ampliando su grosor diez centímetros, con una napa de aislamiento en el centro. Esto tuvo el efecto deseado de cubrir por completo el pomo interior, haciendo imposible que Zula abriera la puerta aunque no estuviera cerrada con llave.
Jones colocó un larga napa en el taladro y abrió un agujero en la puerta reforzada, luego metió el cable USB de la pequeña webcam. Usando una telaraña de bridas de plástico, cinta adhesiva y tornillos, montó el pequeño ojo en la superficie interior de la puerta, cerca de la parte de arriba. Mientras tanto Sharjeel había tendido el cable y su extensión por el pasillo central de la caravana hasta la mesa de la cocina y lo había conectado al portátil. Siguió un largo procedimiento de ajuste en el que Jones cerraba la puerta, dejando a Zula sola en la habitación, se acercaba a ver la imagen de la cámara en el portátil, luego volvía y abría la puerta y movía la cámara a un lado y a otro, hasta conseguir el ángulo justo que (supuso Zula) captaba todas las partes de la habitación.
El procedimiento entero duró unas dos horas. Como todas las chapuzas caseras, había empezado con una energía y una velocidad sorprendentes y había acabado lentamente mientras Jones y Sharjeel refinaban los detalles. Pero ya habían terminado, y Zula quedó completamente encerrada. La dejaron allí dentro y no se molestaron en abrir la puerta en otras seis horas.
Por entonces ya había un tren que llevaba a los pasajeros directamente desde Sea-Tac a una estación en el centro que estaba prácticamente en el sótano de la sede de la Corporación 9592. En todos los sentidos era más rápido, más seguro y más eficiente que el anticuado procedimiento de ir al aeropuerto en un vehículo privado a recoger a un visitante. Richard siempre insistía en que la gente cogiera el maldito tren. Pero hoy el pasajero que llegaba era John, y no había ninguna duda de que esto requería la ceremonia anticuada y formal: comprobar la hora de llegada del vuelo en la página web de Alaska Airlines, ir en coche al aeropuerto, aburrirte esperando, el largo silencio telefónico roto por mensajes de texto que aparecían en la pantalla (ATERRIZANDO, EN PISTA, ¡TODAVÍA EN PISTA!, ESPERANDO DESEMBARCAR, SEÑORA GORDA BLOQUEANDO EL PASILLO), la zambullida cuidadosamente cronometrada en la confusión de la zona de llegadas. John, un ciudadano mayor/veterano de combate sin piernas, podría haber recibido un trato especial por parte de las autoridades del aeropuerto con al menos tres pretextos, pero parecía resultarle divertido salir por las puertas por sí mismo con las maletas al hombro y navegar con sus zancos entre el jaleo de los vehículos aparcados hasta la parte trasera del todoterreno de Richard. Llevaba equipaje para un largo viaje: un viaje a China.
Solo habían pasado cuatro días desde que Dodge salió de Iowa, lo que permitía no tener que darse un abrazo. Y si no iban a abrazarse, tenía poco sentido estrecharse la mano. De todas formas, sus manos estaban ocupadas, bajando la puerta trasera del todoterreno. John, siempre el hermano mayor, inició el movimiento, y Richard, sintiendo como si fuera una especie de mal anfitrión, extendió las manos solo una fracción de segundo más tarde y las apoyó en la puerta justo cuando ya empezaba a bajar. Cuatro manos Forthrast la cerraron con mucha más fuerza de la que era necesaria, y entonces se dieron media vuelta, cada uno se dirigió a su parte del vehículo, y se sentaron al unísono en los asientos delanteros.
—Puedes echarlo hacia atrás —dijo Richard, refiriéndose al asiento de John.
—Está bien —insistió John, hablándole desde una división cultural que nunca era fácil de navegar. La idea era que aunque el asiento de John estuviera demasiado echado hacia delante (limitando el espacio para sus piernas y reduciendo su nivel de comodidad física) el simple hecho de echarlo hacia atrás unos centímetros era, para los baremos del Medio Oeste, un desperdicio gratuito de energía además de una admisión implícita de que el interfecto era el tipo de persona que no podía manejar un pequeño problema.
Richard se detuvo un instante, se acomodó en el asiento, y se preguntó si debía conducir o no. Era mediodía. No había dormido en toda la noche. Entonces se recompuso, miró por ambos retrovisores, comprobó el punto ciego, y se internó suavemente en el tráfico. Igual que en la autoescuela.
—Tienes casi todo el día por delante para matar el tiempo antes de que partamos para China —dijo Richard cuando llegaron a la I-5. Se había ajustado a la cosa cultural, y no dijo «unas cuantas horas para relajarte», ni «refrescarte», ni «recuperarte del vuelo», que podría haber sido interpretado como que John no estaba preparado para el estrés de los vuelos modernos. «Matar el tiempo» implicaba que las cosas no se movían lo bastante rápido para el gusto de Richard—. Mi casa está frente a la oficina, así que puedes ir allí y darte una ducha si quieres, conectar con Internet...
—Me gustaría sentarme contigo y volver a echarle un vistazo —dijo John.
—No vas a ver nada nuevo.
—Hay algunas palabras que son difíciles de distinguir en mi copia. La letra de Zula nunca ha sido muy clara...
—Tu copia es mi copia, John. Escúchame. Estamos hablando de archivos digitales. Lo que te envié por e-mail es una copia exacta y perfecta de lo que yo recibí de ese tipo de China. Mirar mi copia no va a ayudar en nada.
—En la segunda página —insistió John—, hay una línea que está borrosa.
—Es una nota escrita a mano en toallitas de papel marrón —dijo John—. El tipo lo puso en una mesa y apuntó con la cámara de su móvil y rezó a los dioses. La calidad de la imagen es pobre. Pero tu copia es tan buena como la mía. La única forma de conseguir información es ir a China, y es lo que vamos a hacer dentro de ocho horas.
—¿Por qué no podemos salir antes? —preguntó John, aunque ya lo sabía.
—Los visados —le recordó Richard.
Cinco días antes, inmediatamente después de su encuentro con Skeletor, Richard les dijo a sus pilotos que se tomaran un día libre para disfrutar de los placeres del Reino K’Shetriae y luego se reunieran con él en el FBO de Sioux City. Luego corrió al Grand Marquis que había alquilado y se puso a conducir con destino a casa. Nunca se refería, ni pensaba en la granja de John como casa a menos que las cosas estuvieran realmente mal. Imaginó que conducir le sentaría bien. Parecía que su cerebro necesitaba algo y el viaje debería ser una buena oportunidad. Los últimos días había estado intensamente ocupado, manipulando los peores defectos de la personalidad de Don Donald y de Skeletor: la avaricia del primero y la inseguridad del segundo. Una actuación que debería haberle echado encima a las Musas Furiosas. Sin embargo, permanecieron en silencio. Quizá lo habían dejado por fin para molestar a otros ex novios que tenían alguna posibilidad de mejorar con sus sugerencias. Así que su cerebro estuvo extrañamente vacío e inactivo durante las cuatro horas de viaje.
No se recuperó hasta que estuvo ya cerca de la granja, siguiendo la carretera comarcal que tantas veces había recorrido en bicicleta cuando era niño, y contempló las colosales turbinas eólicas que John y Alice habían estado levantando. Hoy soplaba una brisa decente, y las máquinas zumbaban lo más rápido de lo que eran capaces. Todas llamaban la atención por su movimiento, hasta el punto de que casi le resultaba difícil no apartar los ojos de la carretera. Pero entonces sus ojos se clavaron en una que tenía directamente delante, a causa de un pequeño serpenteo que hacía la carretera, para evitar una curva cerrada. Estaba en reparaciones, aparentemente, porque habían desmontado las aspas y estaba allí inerte, el único ser muerto en este torbellino de hojas blancas.
Richard pudo desviarse a la cuneta y pisar el pedal de freno antes de echarse a llorar.
Por eso su cerebro había permanecido en silencio. Porque sabía que Zula estaba muerta.
Apareció en la puerta de la granja de John y Alice con los ojos rojos y los encontró en el mismo estado. No le preguntaron qué había estado haciendo, por qué tanto nerviosismo. Daba igual. Desde esa distancia, el gambito con D-al-cuadrado y Skeletor parecía ridículamente lejano y baladí.
Se quedó a pasar la noche, manteniendo la mirada en el suelo cada vez que se movía por la casa para no toparse por accidente con una fotografía de Zula. John no hablaba mucho; tenía en su ordenador una base de datos de posibles pistas en las que trabajaba de manera obsesiva. Pero su ordenador, como Richard pudo ver nada más verlo, estaba repleto de malware, y funcionaba a una centésima parte de su velocidad normal y se colgaba unas cuantas veces cada hora. Pensó en ofrecerse a ayudarlo. Pero el hecho de que John lo tolerara era prueba de que sabía que no había ninguna esperanza, que solo estaba aguantando. Alice se mostraba silenciosa e inactiva excepto por algún estallido ocasional de energía maniática, en diversos estados de pena. La única persona con la que Richard se sentía cómodo era su padre, así que se pasó la mayor parte de la noche sentado a su lado en su cueva, escuchando el siseo y el borboteo de su aparato de mantenimiento biónico, viendo los programas de televisión que le apeteciera ver con el mando a distancia. La gente seguía llamando a casa, pero no sabían qué hacer. No es que fuera una muerte de verdad. No se podía enviar flores. Hallmark no hacía tarjetas para desapariciones. Era como una repetición del rayo que mató a Patricia: demasiado extraño para colar bien entre los engrasados canales del pesar y la condolencia.
El desayuno estuvo mejor, con los tres hablando de Zula, contando afectuosamente historias de ella, como hacía la gente con los muertos. Su padre escuchaba las historias y asentía y sonreía en las partes adecuadas. Richard los abrazó, se subió al Grand Marquis, condujo hasta el FBO, y estuvo de vuelta en Seattle cuatro horas después. Eso fue el viernes. Durante el fin de semana se quedó en casa, online la mayor parte del tiempo, gravitando sobre las Torgai en una ventana mientras, en otras, estudiaba estadísticas en tiempo real de las bases de datos de T’Rain. No le importaban los detalles. Dudaba que nada de todo eso fuera a ayudar. Pero había tomado una decisión, a principios de la semana pasada, que podría ayudarlos a obtener más información si las Torgai continuaban siendo un caos y no caían bajo el control de ningún Señor Feudal concreto. Su expedición a Cambridge y a Nodaway había sido solamente para asegurar el nivel de caos necesario, y parecía haber funcionado. Don Donald, después de un lento inicio, tenía ahora cinco niveles y decenas de miles de vasallos elegidos con sumo gusto, y aparentemente tenía el buen sentido de delegar las decisiones militares a jugadores que ya tenían experiencia en eso. Skeletor, mientras tanto, había recuperado su personaje más poderoso, con el que no jugaba desde hacía varios meses, y había hecho un intento bastante impresionante por penetrar hasta el centro del castillo donde estaba pertrechado el personaje de D-al-cuadrado y asesinarlo. En el último minuto, fue detectado y eliminado tan rápido que no tuvo tiempo de Secuestrar toda su Propiedad Virtual. Así que ese material cayó en manos de la Coalición Terrosa (que no podía utilizarlo porque era tan chabacano), y el personaje de Skeletor salió del Limbo desnudo, pobre y considerablemente reducido de poder. Lo cual era probablemente lo mejor de todas formas, ya que Devin tenía otros personajes mejor equipados para desempeñar el papel de rey guerrero: menos poderosos pero con redes de vasallos más profundas y mejor desarrolladas.
Esas distracciones habían impedido que Richard pensara mucho en Zula durante todo el fin de semana y la mayor parte del lunes, que dedicó a largas reuniones mal planteadas sobre cómo debería tratar mejor la compañía con este último giro en la Guerrea. Volvió tarde a casa con comida tailandesa para llevar, se tumbó en el sofá y trató de ver una película, pero no dejaba de mirar la pantalla del portátil. Esto era parte de la estrategia de la Corporación 9592: habían contratado a psicólogos, invertido millones en un proyecto para sabotear las películas (sí, el medio del cine entero) para que sus clientes/jugadores/adictos estuvieran en un estado mental donde simplemente no pudiera concentrarse en dos horas de diversión filmada sin que sonaran sirenas de alarma en sus médulas diciéndoles que necesitaban conectar con T’Rain y ver qué se estaban perdiendo.
Fue durante una de esas incursiones, la película en pausa y un enfrentamiento en Torgai ardiendo en una ventana en la pantalla, cuando advirtió que tenía un nuevo e-mail, anunciado como posible spam. En el asunto, unos caracteres chinos. Lo borró sin mirar. Pero algo lo dejó sumido en la duda. Richard no sabía chino. Pero en los últimos días había intentado descubrir algo sobre ese lugar llamado Xiamen y había ido pescando material al azar en Internet. Algunas de las páginas que había encontrado estaban en inglés, otras en chino, muchas en una mezcla de ambos idiomas. Pero se había acostumbrado a ver un carácter chino que destacaba por su sencillez: solo un cuadrado al que faltaba el lado inferior, y una pequeña virgulilla en la parte superior. Era la mitad del símbolo formado por dos caracteres que quería decir «Xiamen». Y puede que estuviera imaginando cosas, pero le daba la impresión de que lo había visto en la línea del asunto de ese mensaje de spam. Así que fue a la papelera de reciclaje, recuperó el mensaje y lo abrió.