—¿Señor Forthrast?
Las palabras fueron pronunciadas con acento inglés. Richard se volvió, sorprendido, y vio que se trataba de la mujer asiática. Estaba a tres metros de él con una actitud algo mojigata, las muñecas cruzadas por delante para sujetar el libro como escudo delante de su pelvis. «Lo siento, sé que esto es un poco embarazoso.»
—El mismo.
Richard podía leer las señales bastante bien: era una jugadora empedernida de T’Rain que quería hablar con él del juego, o alguien que quería desesperadamente un trabajo en la Corporación 9592. Trataba con ambos tipos todo el tiempo, sin dejar de mostrarse amable.
—No vaya a China.
Richard estaba viendo la espuma gotear de la máquina de café con leche, pero ahora volvió la cabeza para mirarla. Ella parecía pedirle disculpas. Pero se mostraba bastante firme.
—¿Cómo demonios sabe adónde voy?
—Zula no está allí —dijo la mujer—. Es un callejón sin salida.
—¿Cómo sabe nada de esto?
—Estuve allí.
En retrospectiva, Olivia nunca había hecho más ni viajado más lejos para conseguir tan poco como en los diez últimos días.
Después de despedirse de George Chow en el aeropuerto de Taipéi, voló a Singapur. Obsesionada por la idea de que todo el mundo la miraba raro, monopolizó un cuarto de baño en el aeropuerto durante un rato, hasta quitarse el ridículo maquillaje que la esteticista de Chow le había puesto en la cara cuando estaba en la habitación del hotel de Jincheng. Se moría de ganas por atacar también el corte de pelo, pero no se podían tener tijeras en los aeropuertos y no quería dar un espectáculo. La herida de su coronilla nunca había recibido la sutura necesaria. Tendía a abrirse y empezaba a sangrar en momentos inoportunos y por eso no parecía aconsejable tocar por allí arriba. Tal vez el MI6 tendría gente en Londres que fuera buena en este tipo de cosas: esteticistas de combate, estilistas de trauma. Parecía probable que sus superiores estuvieran haciendo histéricos esfuerzos por ponerse en contacto con ella y extraer información durante esta escala, pero no tenía modo de comunicarse con ellos del que pudiera fiarse. Y aunque alguien se le acercara en persona, aquí en el lavabo de señoras, alguien a quien conociera como miembro de la agencia, no estaba segura de cuánto estaba dispuesta a divulgar. Alguien le había tendido una emboscada a Sokolov en la bruma de Kinmen, y no sabía quién. El mejor caso posible era que hubieran sido agentes chinos o gangsters locales. El peor era que el MI6 lo quisiera muerto. Entre esos dos extremos, tal vez se habían infiltrado en el MI6 y la inteligencia china tenía acceso a sus secretos. En cualquier caso, no tenía ganas de ofrecer más información sobre Sokolov hasta que regresara a Londres y supiera más.
Luego el vuelo sin escalas a Londres. Pasó la primera parte emborrachándose y el resto durmiendo.
El avión aterrizó en la Terminal 5 de Heathrow a eso de las seis de la mañana. Como era imposible hallarle ningún sentido a su estatus de inmigración, la recibieron al pie de la escalerilla un hombre de uniforme y otro con traje de chaqueta. Ella siempre había leído que había gente que se saltaba ciertas formalidades, pero aquella era la primera vez que le ocurría personalmente y tuvo que admitir que tenía sus encantos. Sobre todo cuando tenías resaca y estabas sangrando. Para pasar de las puertas de la Terminal 5 a Inmigración y Aduanas, era necesario bajar por una prodigiosa serie de escaleras mecánicas, muy por encima del nivel del suelo y que terminaban muy por debajo. Había un lugar, a medio camino, donde una escalera depositaba a los pasajeros recién llegados en un rellano que coincidía con el nivel de la calle; cuando girabas para pasar al siguiente, podías ver a través de las paredes y puertas de cristal una carretera con coches y camiones circulando. Había personal uniformado estacionado de manera permanente delante de esas puertas de cristal para asegurarse de que todos los que bajaban por aquellas escaleras mecánicas continuaban hasta los niveles donde iban a ser procesados.
Todos, claro está, excepto los pocos afortunados que se lo saltaban. Olivia estaba a punto de hacer el giro y bajar con todos los demás, pero sus escoltas bajaron la escalera y siguieron caminando en línea recta. Y como Olivia estaba emparedada entre ellos, hizo lo mismo, esperando que, en cualquier momento, uno de los guardias de seguridad apostado ante las puertas la derribara al suelo y empezara a hacer sonar un silbato. En cambio, le abrieron la puerta, silenciaron una alarma marcando una serie de dígitos en un panel, y de repente estuvo fuera y subiendo a un Land Rover negro. Se encontraron en la M4 antes de que el olor rancio del Jumbo se hubiera disipado de sus ropas y su pelo.
En la consulta de un médico de Londres, claramente privada y especializada, el principio básico de que nunca había que mostrar sorpresa ni escepticismo. ¿De dónde venía? Del sur de China. ¿Salud generalmente buena? Hasta hacía poco. ¿Qué había sucedido hacía poco? Lanzada contra una pared por una onda expansiva, rociada por cristales rotos, medio enterrada en escombros, descalza al atravesar un edificio dañado, vendajes improvisados, huida de pistoleros, nadar en las aguas contaminadas del estuario de los Nueve Dragones, arrastrarse por un campo de minas, dormir en una pila de matojos. El doctor tan solo asintió ausente, como si ella se quejara de picor vaginal, y luego la pasó por un escáner del tamaño de un submarino nuclear. Una vez terminado eso, la reconoció de arriba abajo, puso los dedos en todos los lugares que se le ocurrieron, apretó huesos y órganos que ella no sabía que eran accesibles desde fuera, se asomó a orificios con un equipo que parecía digno del doctor Seuss, le hizo preguntas con trampa para juzgar su estado cognitivo. O cualquier otro tipo de estado. ¿Había tenido sexo recientemente? Oh, sí. ¿Alguna posibilidad de estar embarazada? No. El médico le administró lidocaína en la cabeza y le dio un par de puntos e hizo algo que causó que oliera a pelo quemado. Luego la remitió a un «practicante» que se dedicó a pinchar los deltoides, antebrazos, glúteos y muslos de Olivia con indecorosa diligencia, sacándole muchos tubos de sangre y sustituyendo los fluidos perdidos con enormes inoculaciones de color de neón. A Olivia le quedó claro que los grandes músculos en cuestión le dolerían más tarde y que tendría que volver a por más. Toda esta atención a su salud la hizo sentirse feliz al principio, hasta que reflexionó y cayó luego en la cuenta de que se estaban preparando para trabajar con ella hasta la muerte y que no querían que les estropeara el trabajo quejándose de vagos dolores o escalofríos. ¿Qué, dice que le duelen las costillas? Qué curioso, no vimos nada en el escáner.
Tomaron notas y la conminaron verbalmente a ver a ciertos médicos y terapeutas especialistas en algún momento indeterminado del futuro. Tendría que volver más adelante.
Luego la llevaron a una sorprendente sucursal civil MI6 y una ronda preliminar de bebidas con personas de gratificante alto rango. Luego la sala de reuniones sin ventanas que había estado temiendo. Su principal controlador fue nada menos que Meng Binrong, el inglés que había interpretado por teléfono el papel de su tío durante su estancia en Xiamen. Era rubio casi canoso, de ojos azules, con la típica tez florida de los bebedores ingleses, enérgico, capaz de pasar por un hombre de cincuenta o incluso cuarenta y tantos años. Pero ciertas pistas (el hecho de que consideraba necesario recortarse las cejas, el número de capilares reventados) sugerían que era más viejo que eso. No ofreció detalles sobre sí mismo, pero quedó claro por las cosas que sabía (y no sabía) y por la forma en que hablaba cantonés y mandarín (el primero de manera perfectamente fluida, el segundo con cierta vacilación) que había pasado su juventud en Hong Kong. Para Olivia siempre había sido una voz cascarrabias al teléfono, su tío y jefe, su única conexión con lo que era para ella el mundo real. Pero nunca nada más que un actor. Por ciertas cosas que dijo ahora y ciertas suposiciones que hizo, a Olivia le quedó claro que ese hombre (que nunca se molestó en decir su nombre) era el responsable de toda la operación.
¿Dónde lo ponía eso? ¿La operación se consideraba un éxito o un fracaso? ¿O era ingenuo pensar que el MI6 se molestaría siquiera en asignar esas fáciles designaciones a misiones de tanta complejidad? Supuestamente habían obtenido toneladas de datos por intervenir las comunicaciones de Jones. Nadie podía quejarse de eso. El hecho de que se hubiera escapado era una desgracia. ¿Pero cómo podían haber previsto..?
—¿Qué coño es lo que sucedió? —preguntó el tío Meng, cuidando de decirlo con tonos medidos y melodiosos.
—Todo lo que sé, lo sé por haber hablado con el señor Y —dijo Olivia, usando el nombre en código que George Chow y ella habían empleado para referirse a Sokolov.
—¿Sabe su verdadero nombre?
—¿Importa ahora mismo?
El tío Meng se la quedó mirando con sus ojos sorprendentemente claros.
—Es que creí que íbamos tras Jones.
—Sabe perfectamente bien que así es.
—Toda la situación con el señor Y me resulta extremadamente confusa —dijo Olivia—. Por lo que sucedió al final.
—El señor Chow dijo que sostiene usted que oyó disparos en el agua.
—Lo sigo sosteniendo.
—El señor Y parece un imán para los problemas.
—¿Me pone eso en la categoría de problema?
—¿Por qué? ¿Se sintió atraído hacia usted?
—Yo diría que la atracción fue mutua.
El tío Meng lo consideró.
—Bien. Alberga usted sentimientos hacia el señor Y. Cree que lo oyó intercambiar disparos con personas desconocidas, en algún lugar entre las brumas de Oriente. Le preocupa qué ha sido de él. Y aquí estamos dando vueltas el uno alrededor del otro hablando sin sentido porque la conversación se centra en él.
—Sí.
—Entonces hablemos sobre Jones.
—Muy bien.
—El objetivo de intentar meter al señor Y en ese barco con destino a Long Beach era asegurar su cooperación... conseguir información que supuestamente tiene respecto a dónde se dirigía Jones. ¿Le dio esa información?
—Jones pudo hacerse con un avión privado aparcado en el FBO del aeropuerto de Xiamen —dijo Olivia. Se levantó, se dirigió a la pizarra blanca, y escribió su número de matricula—. El señor Y lo vio despegar a las cero siete uno tres hora local —lo escribió también—. Se dirigía al sur.
La sala de reuniones estaba repleta de ayudantes más jóvenes, uno de los cuales, tras un gesto del tío Meng, empezó a teclear furiosamente en su portátil.
—Descubrirán que lo alquiló, o quizás es propiedad de un ruso establecido en Toronto —dijo Olivia—, y que voló a Xiamen unos cuantos días antes.
—¿Ese ruso es el señor Y?
—No, el señor Y trabajaba para él como asesor de seguridad.
—Bello eufemismo para un tipo que deja una pila de cadáveres en el pasillo ante su apartamento.
—Se lo merecían —dijo Olivia.
El tío Meng alzó sus cejas recortadas al oír ese comentario, pero no con desaprobación.
—¿Sabemos quién más va a bordo de ese avión?
—No sé los detalles del vuelo, pero le he estado dando vueltas y no puedo dejar de pensar que sus pilotos habituales deben de estar a los controles. Jones los habrá coaccionado.
—No estoy en desacuerdo, pero en realidad preguntaba por los malditos terroristas.
—Tras lo que pasó en el edificio, no pueden haber sobrevivido muchos —dijo Olivia—. Me sorprende que Jones lo hiciera. Pero no puede estar actuando solo. Así que debía de tener otro piso franco o una red de apoyo a la que recurrir más tarde.
—El club náutico —dijo el tío Meng, usando una jerga que Olivia y él habían diseñado durante el curso de la operación. Habían sido incapaces de conseguir muchos detalles, pero estaban seguros de que Jones había viajado por mar desde Filipinas hasta Taiwán y desde allí a Xiamen, y que obtenía suministros y personal a través de algún contacto, probablemente pequeños barcos de pesca que pasan material bajo el radar de un lado a otro, literal y figuradamente.
Acabaron dibujando un esquema cronológico en la pizarra. Había un hueco de muchas horas entre la explosión del edificio de apartamentos y la oportuna y sorprendente llegada del señor Y al balcón de Meng Anlan, y que vista desde la distancia tenía una enternecedora cualidad romeomontesca. Esto era al menos tangencialmente relevante para los movimientos de Jones, ya que se asumía que los hombres enviados al apartamento actuaban siguiendo sus órdenes. Olivia calculó el momento de la conversación telefónica entre el señor Y y Jones, de la que había escuchado la mitad de Sokolov mientras estaban en el taxi acuático robado. Sokolov sabía de algún modo que Jones estaba en el aeropuerto. Había deducido que una mujer llamada Zula lo acompañaba. Lo había amenazado con encontrarlo y matarlo de forma excepcionalmente cruel si le hacía algo a la tal Zula.
Después de eso, la cronología mostraba otro espacio en blanco hasta las 0713 de la mañana de ayer, hora de China, cuando despegó el avión. Luego un espacio en blanco muy largo que abarcaba las treinta y seis horas transcurridas entre ese momento y AHORA. Más tarde trazaron unas cuantas marcas provisionales, indicando cuándo Olivia hizo contacto con George Chow, cuándo desapareció Sokolov en la bruma, y los lapsos de tiempo ocupados por los vuelos de Olivia de Kinmen a Taipéi, de Taipéi a Singapur, de Singapur a Londres.
Luego una pausa incómoda.
—Podría haber sido conveniente para nosotros haber sabido —dijo el tío Meng—, un poco antes, que Abdalá Jones estaba volando en un avión con tal matrícula.
Olivia estaba preparada para aquello. Lo había estado pensando.
—Para cuando el señor Y me dio esa información, Jones ya llevaba ocho horas volando. Por lo que sucedió (el tiroteo) consideré que la operación había reventado y ya no me fié de George Chow, así que no le di el número de matrícula. De todas formas, teníamos que salir de Kinmen. Cuando llegamos a Taipéi, Jones llevaba ya al menos diez horas volando. No tenía ninguna línea segura de comunicaciones para contactar con usted. Cuando llegué a Singapur, había pasado tanto tiempo que sin duda el avión de Jones ya no estaba en el aire.
El tío Meng no parecía convencido. Pero antes de que este molesto tema pudiera ser ahondado, uno de los analistas más jóvenes que estaba enfrascado en su portátil comunicó la siguiente noticia:
—Ayer se cursó una denuncia de desaparición de alguien que se llama Zula. Una americana. Adoptada de Eritrea, de ahí el nombre tan poco habitual. Veintipocos años, vive en Seattle, que es donde se cursó la denuncia.