—¡Eh, ven aquí! ¡Eh, aquí!
El guardia se acercó a él, hizo ademán de apartarle de un manotazo el brazo que asomaba por la reja, y de pronto rompió a toser mientras Chris lo rociaba con el aerosol. El guardia se tambaleó. Chris alargó de nuevo el brazo, agarró al guardia por la gorguera y lo roció por segunda vez directamente en la cara.
El guardia puso los ojos en blanco y se desplomó como un saco. Tratando de sujetarlo, Chris se golpeó el brazo contra un travesaño de la reja, lanzó un alarido de dolor y soltó al guardia, que cayó hacia atrás y quedó tendido en medio del pasillo.
Fuera de su alcance.
—Buen trabajo —dijo Marek con tono de reproche—. Y ahora ¿qué?
—Ahora podrías ayudarme, y no ser tan negativo —protestó Chris. Arrodillado, estiraba el brazo entre los barrotes, pero por más que extendía los dedos le faltaban quince centímetros para alcanzar el pie del guardia. Gruñendo por el esfuerzo, dijo—: Si tuviéramos algo… un palo o un gancho, algo que nos permitiera tirar de él…
—No serviría de nada —advirtió el profesor desde la otra celda.
—¿Por qué no?
El profesor salió de la oscuridad y miró entre los barrotes.
—Porque no tiene la llave.
—¿No tiene la llave? —preguntó Chris—. ¿Y dónde está?
—Colgada de la pared —contestó Johnston, señalando hacia el pasillo.
—¡Mierda! —exclamó Chris.
Aún tendido en el suelo, el guardia contrajo una mano. Luego sacudió una pierna espasmódicamente. Estaba despertando.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Chris, aterrorizado.
—¿Me oyes, Kate? —preguntó Marek.
—Te oigo.
—¿Dónde estás?
—En el pasillo, no muy lejos de vosotros. He vuelto porque aquí no me buscarán.
—Kate, ven, deprisa —apremió Marek.
De inmediato, Marek la oyó correr hacia ellos.
El guardia tosió y se incorporó parcialmente, apoyándose en un codo. Echó un vistazo pasillo abajo y trató de ponerse en pie.
Estaba aún de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, cuando Kate le asestó un puntapié en la cara, derribándolo de nuevo. Pero el guardia no perdió el conocimiento; quedó sólo aturdido. Empezó a levantarse, sacudiendo la cabeza para aclarársela.
—Kate —dijo Marek—, las llaves…
—¿Dónde?
—En la pared.
Kate retrocedió por el pasillo, cogió las llaves, unidas por una gruesa anilla, y corrió hasta la celda de Marek. Introdujo una llave en la cerradura, pero no giró.
Soltando un gruñido, el guardia se abalanzó sobre ella, y rodaron los dos por el suelo. Forcejearon, pero él, mucho más corpulento, la redujo con facilidad.
Con las dos manos entre los barrotes, Marek extrajo la llave de la cerradura y probó otra. Tampoco abría.
A horcajadas sobre Kate, el guardia la tenía sujeta por el cuello con la intención de estrangularla.
Marek probó otra llave. No hubo suerte. Quedaban seis llaves más en la anilla.
Kate, con el rostro ya azulado, emitía un ronquido gutural. En vano, golpeaba una y otra vez los brazos del guardia con los puños. Trató de golpearlo en la entrepierna, pero el sobreveste del guardia se lo impidió.
—¡El cuchillo! ¡El cuchillo! —gritó Marek, pero ella no pareció entenderlo. Probó otra llave, con igual resultado.
Desde la celda de enfrente, Johnston increpó al guardia en francés. El guardia alzó la mirada y le contestó con un reniego. En ese instante Kate sacó la daga y la hincó con todas sus fuerzas en el hombro del guardia. La hoja no traspasó la loriga. Kate lo intentó otra vez, y otra más. El guardia, enfurecido, empezó a sacudirle la cabeza contra el suelo de piedra para obligarla a tirar el arma.
Marek probó otra llave.
Giró en la cerradura con un penetrante chirrido.
El profesor vociferaba; Chris vociferaba, y Marek abrió de par en par la puerta de la celda. El guardia se volvió hacia él, soltó a Kate y se levantó. Tosiendo, Kate le clavó la daga en las piernas desprotegidas, y el guardia lanzó un aullido de dolor. Marek le asestó dos contundentes golpes en la cabeza. El guardia se desplomó y quedó inmóvil en el suelo.
Chris abrió la puerta de la celda del profesor. Kate se puso en pie, recobrando lentamente el color.
Marek había sacado la oblea blanca de cerámica y tenía ya el pulgar en el botón.
—Muy bien, por fin estamos todos Juntos —dijo, mirando alrededor para comprobar la distancia entre las celdas—. ¿Hay sitio suficiente? ¿Podemos llamar a la máquina aquí mismo?
—No —respondió Chris—. Tiene que haber dos metros libres a la redonda, ¿recuerdas?
—Necesitamos más espacio. —El profesor se volvió hacia Kate—. ¿Sabes cómo salir de aquí?
Kate asintió con la cabeza, y se pusieron en marcha pasillo abajo.
Con una sensación de renovada confianza en sí misma, Kate los guió rápidamente por la escalera de caracol. Por alguna razón, la pelea con el guardia había tenido en ella un efecto liberador: aun enfrentada con la peor situación imaginable, había sobrevivido. De pronto, pese al palpitante dolor de la cabeza, se sentía más serena y lúcida. Y los hallazgos de su investigación volvieron a aflorar a su memoria: recordaba las entradas y salidas de los pasadizos.
Al llegar a la planta baja, se asomaron al patio. Estaba aún más concurrido de lo que Kate preveía. Había muchos soldados, así como caballeros con armadura y cortesanos elegantemente ataviados, todos de regreso al castillo una vez concluido el torneo. Supuso que eran alrededor de las tres de la tarde. El sol iluminaba aún el patio, pero las sombras empezaban a alargarse.
—No podemos salir ahí —dijo Marek, moviendo la cabeza en un gesto de negación.
—No te preocupes —respondió Kate.
Los condujo escalera arriba y, en el primer piso, siguió rápidamente por un pasillo con ventanas al lado exterior y puertas al interior. Sabía que las puertas daban a una serie de pequeños aposentos para la familia o los invitados.
—Yo he estado aquí —comentó Chris detrás de ella, señalando una de las puertas—. Ésa es la habitación de Claire.
Marek dejó escapar un resoplido de enojo. Kate continuó adelante. Al final del pasillo, un tapiz cubría la pared izquierda. Levantó el tapiz, asombrosamente pesado, y comenzó a palpar la pared y ejercer presión en algunas de las piedras.
—Estoy casi segura de que es aquí —masculló.
—Casi segura ¿de qué? —preguntó Chris.
—De que aquí nace el pasadizo que lleva al patio posterior.
Llegó al rincón sin encontrar ninguna puerta. Y después de examinar la pared por segunda vez tuvo que reconocer que no parecía haber allí acceso alguno. Los mampuestos formaban una superficie lisa y uniforme, sin salientes ni huecos. Tampoco se advertía el menor indicio de reformas recientes. Apretando la mejilla contra el paramento y observándolo de refilón, no advirtió irregularidades.
¿Se había equivocado?
¿Acaso no era allí?
No podía haberse equivocado. La puerta tenía que estar allí, en algún sitio. Volvió a recorrer la pared, empujando de nuevo las piedras. Nada. Cuando por fin la encontró, fue de manera totalmente fortuita. Oyeron voces en el otro extremo del pasillo, voces de gente que subía por la escalera. Cuando Kate se volvió a mirar en esa dirección, rozó con el pie el mampuesto situado en la base de la pared.
Notó que se movía.
Con un suave sonido metálico, apareció una puerta justo delante de ella. Se abrió sólo unos centímetros, pero Kate vio que la obra de mampostería ocultaba el intersticio con extraordinaria pericia.
Empujó la puerta, y entraron. Marek pasó en último lugar, dejando el tapiz en su posición inicial antes de cerrar.
Se hallaban en un pasadizo estrecho y oscuro. Unos pequeños orificios dispuestos a lo largo de la pared a intervalos de escasos metros proporcionaban una tenue iluminación, haciendo innecesario el uso de antorchas.
Al descubrir ese pasadizo entre las ruinas de Castelgard y trazar el recorrido en sus planos, Kate se había preguntado cuál sería el motivo de su existencia. Se le antojaba totalmente superfluo. Pero ahora, hallándose en su interior, comprendió de inmediato su finalidad.
No era un pasadizo para trasladarse de un lugar a otro. Era un escondrijo desde donde espiar los aposentos del primer piso.
Avanzaron con sigilo. Kate oyó voces en la habitación contigua: una de mujer y otra de hombre. Cuando llegaron a los orificios, todos se detuvieron a mirar por ellos.
Kate oyó a Chris exhalar un suspiro que parecía más un gemido.
En un primer momento Chris vio sólo las siluetas de un hombre y una mujer recortadas contra la intensa luz de una ventana. Al cabo de unos instantes, cuando su vista se adaptó al resplandor, reconoció a lady Claire y sir Guy. Cogidos de la mano, se acariciaban de manera íntima. Sir Guy la besó apasionadamente, y ella le devolvió el beso con igual ardor, rodeándole el cuello con los brazos.
Chris los contemplaba atónito.
Por fin, los amantes se separaron, y sir Guy habló a lady Claire mientras ella lo miraba fijamente a los ojos.
—Mi señora, debido a vuestro comportamiento en público y a vuestra áspera descortesía, muchos se ríen de mí a mis espaldas y ponen en duda mi hombría por tolerar tales desmanes.
—Así debe ser —respondió ella—, en interés de ambos. Y vos bien lo sabéis.
—Con todo, desearía que moderaseis vuestros modales.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? ¿Acaso arriesgaríais la fortuna que ambos anhelamos? Mi buen caballero, también otras cosas se oyen por ahí, como de sobra sabéis. Oponiéndome a la boda, demuestro compartir las sospechas que muchos albergan, a saber, que vos tomasteis parte directa en la muerte de mi esposo. Ahora bien, si lord Oliver me impone este matrimonio, a pesar de todos mis esfuerzos para evitarlo, nadie podrá poner reparo alguno a mi conducta. ¿No es verdad?
—Verdad es —dijo Guy, asintiendo con tristeza.
—¡Y cuán distintas serían las circunstancias si yo, por el contrario, os otorgase ahora mis favores! —continuó lady Claire—. Esas mismas lenguas viperinas pronto murmurarían que también yo intervine en la prematura muerte de mi esposo, y tales maledicencias no tardarían en llegar a oídos de la familia de mi esposo en Inglaterra. Sus parientes son ya partidarios de recuperar las heredades. Necesitan sólo un pretexto para actuar. Por eso sir Daniel vigila de cerca cuanto hago. Buen caballero, es fácil mancillar la honra de una dama, y una vez perdida, nunca se restaura. Nuestra única garantía reside en mi inflexible hostilidad hacia vos, y os ruego, pues, que toleréis las afrentas que ahora os irritan y penséis en la futura recompensa.
Chris escuchaba boquiabierto. Lady Claire recurría exactamente a las mismas artes —la mirada afectuosa, la voz susurrante, las tiernas caricias— que había utilizado con él. Chris tenía la firme convicción de que la había seducido, y por lo visto era ella quien lo había seducido a él.
Pese a las caricias, sir Guy seguía disgustado.
—¿Y vuestras visitas al monasterio? Desearía que no volvierais allí.
—¿Y eso? ¿Tenéis celos del abad, mi señor? —se burló ella.
—Sólo digo que desearía que no volvierais allí —repitió sir Guy con obstinación.
—Y sin embargo me ha llevado allí una razón de peso, ya que quien conozca el secreto de La Roque tendrá a lord Oliver a su merced. Él deberá aceptar las condiciones de quien pueda revelarle ese secreto.
—Muy cierto, mi señora, pero no habéis descubierto el secreto —repuso sir Guy—. ¿Lo conoce acaso el abad?
—No he visto al abad. Estaba ausente.
—Y el maestro dice no conocerlo.
—Sí, eso dice. No obstante, acudiré de nuevo al abad para preguntárselo, quizá mañana.
Llamaron a la puerta, y se oyó una ahogada voz masculina. Los dos se volvieron.
—Ése debe de ser sir Daniel —musitó sir Guy.
—Rápido, mi señor, a vuestro escondite.
Sir Guy se dirigió apresuradamente hacia la pared tras la que ellos se hallaban ocultos. Horrorizados, vieron cómo apartaba un tapiz, abría una puerta secreta y entraba en el estrecho pasadizo. Sir Guy los miró estupefacto por un momento y luego empezó a gritar:
—¡Los prisioneros! ¡Han escapado! ¡Los prisioneros!
La voz de alarma llegó a lady Claire, que salió al pasillo a pedir ayuda.
En el pasadizo, el profesor se volvió hacia ellos.
—Si tenemos que separarnos, id al monasterio y buscad al hermano Marcelo. Él tiene la llave del pasadizo. ¿Entendido?
Antes de que pudieran contestar, los soldados penetraron en el pasadizo. Chris notó unas manos que lo agarraban y tiraban bruscamente de él.
Los habían atrapado.
Un solitario laúd sonaba en el gran salón mientras los criados acababan de poner las mesas. Lord Oliver y sir Robert cogían de la mano a sus respectivas queridas y bailaban mientras el maestro de danza, exhibiendo una sonrisa entusiasta, marcaba el ritmo con palmadas. Después de unos cuantos pasos, lord Oliver se volvió de cara a su pareja y se la encontró de espaldas. Se detuvo y profirió un juramento.
—Un error sin importancia, mi señor —se apresuró a decir el maestro de danza, su sonrisa imperturbable—. Como su excelencia recordará, es adelante-atrás, adelante-atrás, vuelta, atrás, y vuelta, atrás. Nos hemos saltado una vuelta.
—Yo no me he saltado ninguna vuelta —prorrumpió Oliver.
—Verdad es, mi señor, no ha sido culpa vuestra —corroboró sir Robert de inmediato—. Una frase de la música ha causado la confusión. —Lanzó una mirada iracunda al muchacho que tañía el laúd.
—Muy bien, pues. —Oliver adoptó de nuevo la posición de baile y tendió la mano a su pareja—. Veamos… y ¿cómo era? Adelante-atrás, adelante-atrás, vuelta, atrás…
—Perfecto —elogió el maestro de danza, sonriendo y marcando el ritmo con palmadas—. Así es. Ahora habéis…
—Mi señor —lo interrumpió una voz desde la puerta.
La música cesó. Lord Oliver se volvió, visiblemente airado, y vio a sir Guy y un grupo de guardias alrededor de varias personas, entre ellas el profesor.
—¿Qué pasa ahora?
—Mi señor, según parece, el maestro tiene unos compañeros.
—¿Eh? ¿Qué compañeros?
Lord Oliver se acercó. Vio al caballero de Hainaut, al estúpido irlandés que no sabía montar, y a una joven de baja estatura y expresión desafiante.
—¿Qué compañeros son éstos?