—¿Podéis crear vos fuego greguisco? —prosiguió Oliver.
—Sí, mi señor.
—Ah. —Oliver volvió la cabeza y lanzó una mirada fulminante a sir Robert. Por lo visto, el consejero de confianza le había aconsejado mal. Oliver concedió de nuevo su atención al profesor.
—No será difícil —aseguró el profesor— si cuento con la colaboración de mis ayudantes.
—¿Ayudantes? ¿Tenéis ayudantes?
—Sí, mi señor, y…
—Claro que pueden ayudaros, maestro. Y si ellos no pueden, nosotros os proporcionaremos cuanto necesitéis. A ese respecto descuidad. Pero ¿y qué me decís del fuego de rocío, llamado asimismo fuego de Naxos? ¿Lo conocéis también?
—Sí, mi señor.
—¿Y me haréis una demostración?
—Cuando gustéis, mi señor.
—Muy bien, maestro. Muy bien. —Lord Oliver miró en silencio al profesor por un momento—. ¿Y conocéis también el secreto que deseo conocer por encima de todo?
—Sir Oliver, ese secreto lo ignoro.
—¡Sí lo conocéis! ¡Y tendréis que revelármelo! —exclamó lord Oliver, golpeando la mesa con una copa. Había enrojecido, y las venas se marcaban en su frente. Su voz resonó en el salón, donde los circunstantes habían enmudecido de pronto—. ¡Me lo revelaréis hoy mismo!
Uno de los pequeños perros se arrastró tímidamente hacia lord Oliver por la mesa; lo hizo volar de un revés, y el animal cayó aullando al suelo. Cuando la muchacha sentada junto a lord Oliver abrió la boca para protestar, él lanzó un juramento y la abofeteó con tal fuerza que la derribó junto con su silla. La muchacha no emitió sonido alguno ni se movió; se quedó quieta con los pies en alto.
—¡Estoy furioso! ¡Muy furioso! —declaró lord Oliver, y se puso en pie. Echando mano a la espada, barrió el gran salón con una mirada colérica, como si buscara un culpable.
Todos permanecieron en silencio, inmóviles, con la vista baja. Era como si el salón se hubiera convertido súbitamente en un retablo, donde sólo lord Oliver seguía en movimiento. Con un bufido de ira, desenvainó por fin la espada, la alzó y descargó un violento golpe contra la mesa. Los platos y copas saltaron ruidosamente. La hoja de la espada quedó hundida en la madera.
Oliver miró al profesor con inquina, pero empezaba a recobrar el dominio de sí mismo.
—¡Maestro, haréis mi voluntad! —dijo a voz en grito. Luego hizo una seña a los guardias—. Lleváoslo y dadle motivos para meditar.
Bruscamente, los guardias prendieron al profesor y se lo llevaron a la fuerza por entre la muda concurrencia. Kate y Marek se apartaron cuando pasó, pero él no los vio.
Lord Oliver, indignado, recorría con la mirada el salón silencioso.
—Sentaos y divertíos antes de que pierda la paciencia —gruñó.
De inmediato, los músicos empezaron a tocar, y el bullicio reinó nuevamente en el salón.
Poco después Robert de Kere salió apresuradamente del gran salón. Marek sospechó que su precipitada marcha no auguraba nada bueno. Tocó a Kate con el codo y le indicó que debían seguirlo. Se dirigían hacia la puerta cuando el heraldo volvió a golpear el suelo con su bastón.
—¡Mi señor! Lady Claire d’Eltham, acompañada por el escudero Christopher de Hewes.
Marek y Kate se detuvieron.
—¡Maldita sea! —masculló él.
En el salón entró una hermosa mujer, con Chris Hughes a su lado. Chris vestía ahora un rico traje cortesano. Se lo veía muy distinguido… y muy confuso.
De pie junto a Kate, Marek se golpeó la oreja con la punta del dedo y musitó:
—Chris, no hables ni hagas nada mientras estés en este salón, ¿entendido?
Chris movió la cabeza en un gesto de asentimiento casi imperceptible.
—Actúa como si no entendieras nada. No te será muy difícil.
Chris y la mujer pasaron entre la gente y fueron derechos a la mesa principal, donde lord Oliver los observó acercarse con manifiesta irritación. La mujer lo notó, hizo una completa genuflexión y permaneció inclinada, con la cabeza gacha, casi tocando el suelo, en señal de sumisión.
—Vamos, vamos —dijo lord Oliver con enojo, blandiendo una pata de pollo—. Tanta obsecuencia no es propia de vos.
—Mi señor —respondió ella, irguiéndose.
Oliver resopló airado.
—¿Y qué me traéis hoy ahí? ¿Otra de vuestras encandiladas conquistas?
—Mi señor, con vuestra licencia, os presento a Christopher de Hewes, un escudero llegado de Erín, que me ha salvado de ciertos villanos que hoy pretendían raptarme, o algo peor.
—¿Cómo? ¿Villanos? ¿Raptaros? —Sonriendo, lord Oliver miró a los caballeros sentados a la mesa—. ¿Qué decís a eso, sir Guy?
Un hombre de tez oscura se levantó en el acto, indignado. Sir Guy de Malegant vestía enteramente de negro: loriga negra y sobreveste negro, con un águila negra bordada en el pecho.
—Mi señor, creo que mi señora se divierte a expensas de nosotros. De sobra sabe que he mandado a mis hombres para rescatarla, viendo que estaba sola y en apuros. —Sir Guy se acercó a Chris y lo miró con ira—. Es este hombre, mi señor, quien ha puesto en peligro la vida de mi señora. No entiendo por qué ahora lo defiende, como no sea en demostración de su extravagante humor.
—¿Humor? —repitió lord Oliver—. ¿Dónde está aquí el humor, lady Claire?
La mujer hizo un gesto de indiferencia.
—Mi señor, sólo los necios ven humor donde no lo hay.
El caballero negro soltó un resoplido de rabia.
—Palabras mordaces para ocultar vuestros verdaderos propósitos. —Malegant se plantó frente a Chris, cara a cara, a sólo unos centímetros. Clavando en él la mirada, empezó a quitarse pausadamente uno de sus guanteletes de malla—. ¿Escudero Christopher, os llamáis?
Chris asintió en silencio.
Chris estaba aterrorizado. Atrapado en una situación que no comprendía, de pie en medio de un salón lleno de soldados sedientos de sangre, no mucho mejores que una pandilla de matones callejeros, y frente a aquel hombre iracundo de piel oscura cuyo aliento apestaba a dientes picados, ajo y vino, a duras penas le sostenían las piernas.
Por el auricular oyó decir a Marek:
—Pase lo que pase, no hables.
Sir Guy lo miró con los ojos entornados.
—Os he hecho una pregunta, escudero. ¿Vais a contestar?
Seguía quitándose el guantelete, y Chris pensó que se disponía a golpearlo con el puño desnudo.
—No hables —repitió Marek.
Chris siguió de buena gana su consejo. Respiró hondo, procurando conservar el control. Le flojeaban las rodillas. Tenía la sensación de que iba a desplomarse ante aquel hombre de un momento a otro. Hizo lo posible por serenarse. Tomó aire de nuevo.
Sir Guy se volvió hacia la mujer.
—Mi señora, ¿sabe hablar, vuestro escudero salvador? ¿O sólo suspira?
—Con vuestro permiso, sir Guy, el escudero Christopher es extranjero y a menudo no comprende nuestra lengua.
—
Dic mihi nomen tuum, scutarí.
—«Decid vuestro nombre».
—Por desgracia, tampoco habla latín, sir Guy.
Malegant se indignó más aún.
—
Commodissime.
Muy conveniente, este escudero mudo, porque así no podemos preguntarle cómo ha llegado hasta aquí y con qué intención. Este escudero irlandés se halla lejos de sus tierras, y sin embargo no está de peregrinación ni al servicio de nadie.
¿Qué es? ¿Qué hace aquí? Mirad cómo tiembla. ¿Qué teme? De nosotros nada, mi señor… a menos que sea un títere de Arnaut, enviado para informar sobre la disposición del terreno. Eso explicaría su mutismo. Un cobarde no osaría despegar los labios.
—No respondas —dijo Marek.
Malegant clavó un dedo en el pecho a Chris.
—Así pues, escudero cobarde, yo os acuso de espía y bribón, y de carecer de la hombría necesaria para admitir vuestra auténtica causa. Os despreciaría, pero ni siquiera eso merecéis.
El caballero acabó de despojarse del guantelete y, moviendo la cabeza en un gesto de aversión, lo tiró al suelo. El guantelete de malla cayó ruidosamente sobre las punteras de los zapatos de Chris. Con ademán insolente, sir Guy se dio media vuelta y regresó a la mesa.
En el gran salón, todas las miradas estaban puestas en Chris.
Junto a él, Claire susurró:
—El guantelete…
Chris la miró de soslayo.
—¡El guantelete! —repitió ella.
¿Qué pasa con el guantelete?, se preguntó Chris, agachándose a recogerlo. Se irguió y se lo tendió a Claire, pero ella ya se había vuelto y decía:
—Caballero, el escudero ha aceptado vuestro desafío.
¿Qué desafío?, pensó Chris.
—Tres lanzas romas,
à outrance
—se apresuró a elegir sir Guy.
—¡Pobre desgraciado! —dijo Marek—. ¿Sabes lo que acabas de hacer?
Sir Guy se volvió hacia lord Oliver.
—Mi señor, os ruego que permitáis que el torneo de hoy se inicie con nuestro combate de desafío.
—Que así sea —concedió Oliver.
Saliendo de entre la multitud, sir Daniel se aproximó a la mesa e hizo una reverencia.
—Mi señor Oliver, mi sobrina ha llevado la broma demasiado lejos, y con indignas consecuencias. Acaso a ella le divierta ver a sir Guy, un caballero de renombre, obligado a lidiar con un simple escudero, y deshonrado por ese mismo hecho. Pero en nada beneficia a sir Guy caer en tal estratagema.
—¿Es así? —preguntó lord Oliver, mirando al caballero negro.
Sir Guy de Malegant escupió al suelo.
—¿Un escudero? Creedme, ése no es un escudero. Es un caballero camuflado, un bellaco y un espía. Recibirá su merecido por el engaño. Lidiaré con él hoy mismo.
—Con vuestra licencia, mi señor, opino que será un combate desigual. En verdad ese hombre es sólo un escudero, con escasa instrucción en el manejo de las armas, y no está a la altura de vuestro insigne caballero.
Chris no entendía aún qué ocurría cuando de pronto Marek se adelantó y comenzó a hablar con fluidez en una lengua que sonaba parecida al francés, pero no exactamente igual. Supuso que era occitano. Chris escuchó la traducción en su auricular.
—Mi señor —dijo Marek, inclinándose con desenvoltura—, este respetable anciano tiene razón. El escudero Christopher es mi compañero, pero no conoce las artes de la guerra. Os suplico encarecidamente que permitáis a Christopher designar a un campeón para que combata en su nombre.
—¿Un campeón? ¿Qué campeón? No os conozco.
Chris advirtió que lady Claire observaba a Marek sin disimular su interés. Marek cruzó con ella una breve mirada antes de responder a Oliver.
—Con vuestro permiso, mi señor, soy sir André de Marek, originario de Hainaut. Me ofrezco a lidiar por él, y si Dios quiere, daré buena cuenta de este noble caballero.
Lord Oliver, indeciso, se frotó el mentón.
Al verlo vacilar, sir Daniel siguió insistiendo.
—Mi señor, empezar con un combate desigual no contribuirá a dar realce a este día, a convertir el torneo en un acontecimiento memorable. Creo que Marek ofrecerá un mejor espectáculo.
Lord Oliver se volvió hacia Marek para ver qué decía al respecto.
—Mi señor, si mi amigo Christopher es un espía, eso mismo debo de ser yo. Difamándolo a él, sir Guy me ha difamado a mí también, y os pido autorización para defender mi buen nombre.
Lord Oliver parecía divertirse con aquella nueva complicación.
—¿Y vos qué decís, sir Guy?
—A fe que este De Marek ha de ser un digno segundo —respondió el caballero negro— si demuestra igual habilidad con el brazo que con la lengua. Pero, como segundo que es, le corresponde lidiar con mi segundo, sir Charles de Gaune.
En el extremo de la mesa, un hombre de gran estatura se puso en pie. Tenía la tez pálida, nariz chata y ojos inyectados en sangre; parecía un bulterrier.
—Con gusto seré el segundo —declaró con desdén.
Marek hizo un último intento.
—Según parece, sir Guy teme enfrentarse conmigo.
Al oír esto, lady Claire sonrió a Marek sin el menor disimulo. Era obvio que se interesaba por él. Y eso, por lo visto, molestó a sir Guy, que dijo:
—Yo no temo a ningún hombre, y menos si es de Hainaut. Si sobrevivís a mi segundo, cosa que dudo, de buen grado pelearé contra vos… y acabaré con vuestra insolencia.
—Que así sea —concedió lord Oliver, y volvió la cabeza.
Su tono de voz indicaba que daba por concluida la discusión.
Los caballos se revolvieron y cargaron, cruzándose al galope en el campo cubierto de hierba. La tierra tembló cuando las enormes bestias pasaron atronadoramente junto a Marek y Chris, que se hallaban tras una cerca de escasa altura, observando las carreras de ejercitación. A Chris, el palenque se le antojaba inmenso —del tamaño de un campo de futbol—; las tribunas estaban ya montadas a ambos lados, y las damas comenzaban a ocupar sus asientos. Los espectadores procedentes de las aldeas cercanas, ruidosos y toscamente vestidos, se alineaban detrás de la estacada.
Otros dos jinetes iniciaron la carga, sus caballos resoplando mientras corrían.
—¿Qué tal montas? —preguntó Marek.
Chris se encogió de hombros.
—Salía a montar con Sophie.
—Entonces creo que conseguiremos mantenerte con vida, Chris —dijo Marek—. Pero debes seguir al pie de la letra mis instrucciones.
—De acuerdo.
—Hasta ahora no las has seguido —le recordó Marek—. Esta vez debes hacerlo.
—Está bien, está bien.
—Limítate a permanecer a lomos del caballo el tiempo suficiente para recibir el golpe. Al ver lo mal que montas, sir Guy no tendrá más remedio que apuntar al pecho, porque el pecho es el blanco más amplio y estable de un jinete al galope. Quiero que recibas la lanzada directamente en el pecho, en el peto de la armadura. ¿Entendido?
—Recibo la lanzada en el pecho —repitió Chris con visible inquietud.
—Cuando te golpee la lanza, déjate caer de la silla. No te será muy difícil. Una vez en el suelo,
no te muevas
, así parecerá que has quedado inconsciente, lo cual, de hecho, es muy posible que ocurra. No te levantes bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?
—No debo levantarme.
—Exacto. Pase lo que pase, sigue tendido en el suelo. Si sir Guy te derriba del caballo y pierdes el conocimiento, el combate se dará por terminado. Pero si te levantas, sir Guy pedirá otra lanza, o peleará contigo a pie con la espada, y te matará.
—No debo levantarme —repitió Chris.