Detrás de la estacada, entre la plebe, vio a Kate, que le dedicó una sonrisa de aliento. Pero el caballo seguía revolviéndose, y Chris no pudo saludarla siquiera con un gesto.
Y no muy lejos de él, vio a Marek, ya con armadura y rodeado de pajes.
En uno de los giros del caballo —¿por qué no lo contenían los pajes?—, Chris vio el extremo opuesto del campo, donde sir Guy de Malegant aguardaba tranquilamente a lomos de su montura. Estaba encajándose el yelmo del penacho negro.
El caballo de Chris volvió a corcovear y caracolear. Oyó otro toque de trompetas, y todos los espectadores miraron hacia una de las tribunas. Advirtió vagamente que lord Oliver tomaba asiento, recibido con aplausos aislados.
Las trompetas sonaron por tercera vez.
—Escudero, éste es vuestro aviso —informó el paje, tendiéndole de nuevo la lanza.
En esta ocasión Chris consiguió sujetarla el tiempo suficiente para apoyarla en una muesca del arzón, de manera que quedó cruzada sobre el lomo del caballo, apuntando hacia adelante pero torcida a la izquierda. De pronto el caballo se revolvió una vez más, y los pajes gritaron y se desbandaron mientras la lanza trazaba un arco sobre sus cabezas.
Otro toque de trompetas.
Sin apenas visibilidad, Chris tiró de las riendas, tratando de sofrenar al caballo. Vislumbró por un instante a sir Guy, que se limitaba a observar desde su cabalgadura, totalmente quieta. Con rabia y frustración, Chris dio un último tirón de riendas.
—¡Vamos ya, maldita sea! —exclamó.
Ante esto, el caballo subió y bajó la cabeza con un rápido movimiento. Echó atrás las orejas.
Y cargó.
Marek contempló tenso la carga. No se lo había dicho todo a Chris; no tenía sentido asustarlo más de la cuenta. Pero con toda seguridad sir Guy intentaría matarlo, y para ello apuntaría la lanza a la cabeza. Chris saltaba y se balanceaba en la silla; su lanza se movía de arriba abajo. No ofrecía un blanco fácil, pero si Guy era hábil —y Marek no dudaba que lo era—, apuntaría igualmente a la cabeza, tratando de asestar un golpe mortal aun a riesgo de fallar en la primera embestida.
Observó avanzar a Chris por el campo, en precario equilibrio sobre la silla. Y observó a sir Guy cargar hacia él, inclinado, con absoluto control, la lanza bien sujeta bajo el brazo.
Bueno, pensó Marek, al menos existe la posibilidad de que Chris sobreviva.
Chris apenas veía. Tambaleándose en la silla, percibía sólo borrosas instantáneas de las tribunas, el campo y el jinete que galopaba hacia él. Esas breves visiones no le permitían calcular a qué distancia se hallaba sir Guy, ni cuánto tardaría en producirse el impacto. Oía el ruido atronador de los cascos de su propio caballo y sus rítmicos resoplidos. Botaba sobre la silla e intentaba sostener la lanza. Aquello se prolongaba más de lo que esperaba. Tenía la sensación de llevar una hora a lomos del caballo.
En el último momento, vio a Guy muy cerca, derecho hacia él a una velocidad aterradora. De pronto notó el brusco retroceso de su propia lanza, que le golpeó dolorosamente en el costado, y casi al mismo tiempo sintió una intensa punzada en el hombro y un impacto que lo volvió de medio lado sobre la silla, oyendo un crujido de madera astillada.
La multitud rugió.
Su caballo siguió galopando hasta el final del campo. Chris estaba aturdido. ¿Qué había pasado? Le ardía el hombro. La lanza se había partido en dos.
Y continuaba en la silla.
Mierda, se dijo.
Marek observaba con preocupación. Por desgracia, el impacto había sido demasiado oblicuo para desarzonar a Chris. Eso implicaba una segunda carga. Echó un vistazo a sir Guy, que, maldiciendo, arrancó otra lanza de las manos de sus pajes y volvió el caballo dispuesto a acometer de nuevo.
En el extremo opuesto del campo, Chris intentaba afianzar su segunda lanza, que oscilaba en el aire como un metrónomo. Finalmente la cruzó sobre la Silla, pero su caballo seguía corcoveando y caracoleando.
Guy se sentía humillado y furioso. Estaba impaciente, y no esperó. Picando espuelas, inició el galope.
Hijo de puta, pensó Marek.
La multitud prorrumpió en gritos de sorpresa al advertir aquel ataque unilateral. Chris los oyó y, mirando al frente, vio aproximarse a Guy a toda velocidad. Pero su caballo seguía girando sin control, negándose a obedecer. Tiró de las riendas, y en ese mismo momento sonó a sus espaldas un restallido; un mozo de cuadra acababa de azotar al caballo en la grupa.
El animal relinchó, echó atrás las orejas y emprendió el galope.
La segunda carga fue aún peor, porque esta vez Chris sabía lo que le esperaba.
La lanza lo alcanzó de pleno, y mientras se elevaba en el aire, un intenso dolor le traspasó el pecho. De pronto tuvo la impresión de que todo ocurría a cámara lenta. Vio alejarse de él primero la silla y luego los cuartos traseros del caballo, y notó que su cuerpo se inclinaba hacia atrás gradualmente hasta hallarse de cara al cielo.
Cayó a tierra de espaldas. Se golpeó la cabeza contra las paredes internas del yelmo. Vio brillantes puntos azules, que enseguida se dilataron y tornaron grises. Oyó decir a Marek por el auricular:
—¡Ahora quédate ahí!
A continuación, oyó unas trompetas lejanas mientras el mundo se sumía plácidamente en una total negrura.
En el extremo opuesto del palenque, Guy revolvía su montura, preparándose para otra carga, pero las trompetas anunciaban ya la siguiente justa.
Marek bajó la lanza, estimuló al caballo y avanzó al galope. Vio cargar a su rival, sir Charles de Gaune. Oyó el uniforme retumbo de los cascos del caballo y el creciente vocerío del público, que preveía un buen combate. Su caballo corría a una velocidad asombrosa. Sir Charles se dirigía hacia él, no menos raudo.
Según los textos medievales, la gran dificultad de las justas no era sostener la lanza, ni apuntarla al blanco. La mayor dificultad estribaba en cargar en línea recta sin desviarse para esquivar el impacto, es decir, sin sucumbir al pánico que asaltaba a casi todos los contendientes cuando galopaban hacia su adversario.
Marek había leído esos textos antiguos, pero sólo en aquel momento los comprendió realmente: sintió escalofríos y flojedad, y el temblor de las piernas apretadas contra la montura. Se obligó a concentrarse, a alinear su lanza con la trayectoria de sir Charles. Pero la punta oscilaba. Levantó la lanza del arzón y la sujetó con firmeza bajo el brazo. Mejoró el ritmo de su respiración. Notó que recobraba el vigor. Siguió derecho hacia su rival con la lanza alineada. Los separaban ochenta metros.
Cargó a galope tendido.
Vio ajustar la lanza a sir Charles, inclinándola hacia arriba. Apuntaba a la cabeza, ¿o era sólo un amago? Era sabido que una de las tácticas de los justadores consistía en cambiar de blanco en el último momento. ¿Sería ésa su intención?
Sesenta metros.
Dirigir el golpe a la cabeza resultaba arriesgado si no era ése el blanco elegido por ambos contendientes. Una lanza recta contra el torso impactaba una fracción de segundo antes que una lanza apuntada a la cabeza: todo se reducía a una cuestión de ángulos. El primer impacto desplazaría a los dos jinetes, restando probabilidades de acierto al golpe dirigido a la cabeza. Pero un caballero experimentado podía adelantar la lanza, abandonando la posición de embrazadura, y ganar así quince o veinte centímetros de longitud para golpear primero. Eso requería una enorme fuerza en el brazo para absorber el impacto inicial y controlar la lanza en su retroceso; pero permitía anticiparse al rival y desviar su lanza del blanco.
Sir Charles mantenía la lanza en alto. Pero de pronto la bajó y embrazó firmemente, inclinándose en la silla. En esa posición tenía mayor control de la lanza. ¿Sería otro amago?
Cuarenta metros.
Era imposible adivinarlo. Marek decidió dirigir el golpe al pecho. Colocó la lanza en posición. No volvería a moverla.
Treinta metros.
Oyó el ruido ensordecedor de los cascos del caballo y el clamor de la multitud. Los textos medievales advertían: «Nunca deben cerrarse los ojos en el momento del impacto. Hay que golpear con los ojos abiertos».
Veinte metros.
Marek tenía los ojos bien abiertos.
Diez.
Sir Charles levantó la lanza.
Buscaba la cabeza.
Impacto.
El chasquido de la madera al romperse sonó como la detonación de un arma de fuego. Marek notó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Cabalgó hasta el final del palenque, arrojó a tierra la lanza partida y tendió la mano para coger otra. Pero los pajes permanecían atentos al centro del campo.
Mirando atrás, Marek vio a sir Charles tendido en la hierba, inmóvil.
E inmediatamente después vio el caballo de sir Guy brincar y girar en torno al cuerpo caído de Chris. Ésa era la solución que Guy había encontrado, pensó Marek. Pisotearía a Chris hasta matarlo.
Marek se volvió y desenvainó la espada.
Con un aullido de rabia, espoleó a su montura e inició un veloz galope por el campo.
La multitud vociferaba y aporreaba rítmicamente la estacada. Sir Guy se volvió y vio acercarse a Marek. Miró de nuevo a Chris y aguijó al caballo, obligándolo a desplazarse de costado para pisotear su cuerpo.
—¡Vergüenza! ¡Vergüenza! —abucheó el público, e incluso lord Oliver se puso en pie, horrorizado.
Pero en ese instante Marek llegó hasta sir Guy y, viendo que era incapaz de refrenar a tiempo el caballo, pasó de largo junto a él, asestándole un cimbronazo en la cabeza y gritando:
—¡Gilipollas!
Aquel golpe de plano con la espada no podía causarle el menor daño, pero Marek sabía que era un gesto sumamente ofensivo, y la provocación bastaría para que se apartara de Chris. Como así hizo.
Sir Guy se olvidó de Chris de inmediato, revolviéndose mientras Marek, con la espada en alto, tiraba de las riendas para contener a su caballo. El caballero negro empuñó la espada y la blandió con fiereza, haciendo silbar la hoja en el aire. Al parar el primer golpe, Marek notó vibrar su espada en la mano a causa del impacto. Al instante devolvió el ataque con un revés dirigido a la cabeza. Guy lo esquivó. Los caballos relincharon. Las espadas se encontraron una y otra vez.
El combate había empezado. Y Marek, en algún recóndito lugar de su cerebro, supo que sería una pelea a muerte.
Kate contemplaba el combate desde detrás de la estacada. Marek permanecía firme. Superaba en fuerza física a sir Guy, pero era obvio que no lo igualaba en destreza. Sus golpes eran menos precisos, su postura peor afianzada. Marek parecía consciente de ello, y también sir Guy, que obligaba a retroceder a su caballo, intentando abrir el espacio entre ellos para luchar con golpes amplios. Marek, por el contrario, se arrimaba a él, procurando reducir la distancia, como un boxeador abrazándose al adversario.
Pero Marek no conseguiría mantenerse cerca por mucho tiempo, intuyó Kate. Tarde o temprano sir Guy se separaría de él, aunque fuera sólo por unos segundos, y asestaría un golpe mortal.
Marek tenía el cabello empapado en sudor dentro del yelmo. Las gotas le resbalaban por la frente y le entraban en los ojos, causándole un intenso escozor. No podía hacer nada para remediarlo. Sacudió la cabeza para aclararse la vista. No le sirvió de mucho.
Pronto empezó a jadear. A través de la abertura del casco, sir Guy le parecía infatigable, siempre al ataque, golpeando una y otra vez con ritmo seguro y bien ejercitado. Marek sabía que debía cambiar de táctica sin tardanza, antes de que lo venciera el cansancio. Tenía que romper el ritmo de sir Guy.
La mano derecha, con la que empuñaba la espada, le dolía ya por el esfuerzo continuado. En cambio la izquierda conservaba intactas sus fuerzas. ¿Por qué no utilizar la izquierda?
Merecía la pena intentarlo.
Espoleando al caballo, Marek se acercó más a su contrincante, hasta que se hallaron prácticamente pecho contra pecho. Desvió la siguiente acometida con la espada y acto seguido, usando la base de la mano izquierda, asestó un golpe en la babera a sir Guy desde abajo. El yelmo se desplazó hacia atrás bruscamente, y Marek oyó con satisfacción el sonoro cabezazo de sir Guy contra la parte anterior de su propio yelmo.
De inmediato, Marek alzó la espada y golpeó a Guy en el yelmo con la empuñadura. El impacto resonó en el aire, y Guy se sacudió en la silla y encorvó por un momento los hombros. Marek le encajó otro golpe en el yelmo, aún más fuerte. Sabía que estaba haciéndole mella.
Pero no fue suficiente.
Demasiado tarde, Marek advirtió que la espada de Guy, rehilando, trazaba un amplio arco en dirección a su espalda. Tuvo la misma sensación que si hubiera recibido un latigazo en los hombros. ¿Había resistido la loriga? ¿Estaba herido? En cualquier caso, conservaba la movilidad de los brazos. Reaccionando deprisa, levantó la espada y dirigió la hoja a la parte posterior del yelmo de Guy. Guy no tuvo ocasión de protegerse, y el impacto sonó como una campanada. Debe de haber quedado aturdido, pensó Marek.
Marek le asestó un segundo golpe en el yelmo, revolvió el caballo y acometió de nuevo, extendiendo completamente el brazo y dirigiendo la hoja al cuello. Guy paró el golpe, pero la fuerza del impacto lo lanzó hacia atrás. Tambaleándose, trató de aferrarse al arzón, pero no consiguió evitar la caída.
Marek se volvió y empezó a desmontar. La multitud prorrumpió de nuevo en un enfervorizado clamor. Mirando atrás, Marek vio que Guy se había puesto en pie sin la menor dificultad. Sus supuestas heridas habían sido una simple artimaña. Arremetió contra Marek cuando éste aún no había acabado de desmontar. Con un pie en el estribo, Marek esquivó como pudo la embestida. Se apresuró a desenganchar el pie del estribo y contraatacó. Sir Guy, conservando íntegras sus fuerzas, se mostraba seguro de sí mismo.
Marek comprendió que su situación había empeorado. Acometió con fiereza, y Guy se defendió sin esfuerzo, exhibiendo un juego de pies ágil y experto mientras retrocedía. Marek resollaba, y estaba seguro de que, pese al yelmo, Guy oía su respiración entrecortada y sabía qué significaba.
Marek se hallaba al borde del agotamiento.
Sir Guy sólo tenía que recular y aguardar a que Marek quedara exhausto.
A no ser que…
A la izquierda, Chris, obediente, permanecía tendido de espaldas en la hierba.
Marek continuó al ataque, desplazándose un poco hacia la derecha a cada golpe. Guy seguía peleando con Soltura, pero ahora era Marek quien lo llevaba en la dirección que le convenía… derecho hacia Chris.