Con el ruido de las espadas, Chris despertó lentamente. Todavía aturdido, trató de resituarse. Yacía de espaldas en la hierba, de cara al cielo azul. Pero estaba vivo. ¿Qué había pasado? Volvió la cabeza. Con sólo una pequeña rendija para proporcionar visibilidad, el yelmo lo sofocaba y le producía una sensación de claustrofobia.
Comenzó a marearse.
Las náuseas fueron en aumento rápidamente. No quería devolver dentro del yelmo. Lo llevaba muy ajustado a la cabeza, y se ahogaría en su propio vómito. Tenía que quitárselo. Aún tendido, se llevó las manos al yelmo y tiró con fuerza.
No se desprendió. ¿Por qué? ¿Acaso se lo habían atado a la armadura? ¿O se debía a su posición horizontal?
Iba a vomitar. Dentro del condenado casco.
Dios santo, pensó.
Desesperado, rodó por la hierba.
Marek blandía la espada frenéticamente. Vio moverse a Chris detrás de sir Guy. Le habría advertido que permaneciera donde estaba, pero no tenía aliento para hablar.
Marek acometió una y otra vez con la espada.
Chris intentaba sacarse el yelmo. Guy se encontraba aún a diez metros de Chris, retrocediendo con elegancia, divirtiéndose, desviando con facilidad los golpes de Marek.
Marek era consciente de que se hallaba al límite de sus fuerzas. Sus golpes eran cada vez más débiles. Guy, por el contrario, seguía entero, tranquilo, limitándose a recular y defenderse, esperando su oportunidad.
Cinco metros.
Chris había conseguido volverse boca abajo y trataba de levantarse. Estaba a cuatro patas y la cabeza le colgaba entre los hombros. Lo sacudió una violenta y sonora arcada.
Guy la oyó y se volvió ligeramente para mirar de soslayo.
Marek se abalanzó contra él y le embistió con la cabeza en el peto. Guy dio un traspié hacia atrás, tropezó con Chris y se desplomó.
Malegant rodó rápidamente a un lado, pero Marek se plantó sobre él, pisándole la mano derecha para impedirle mover la espada y apoyando el otro pie en su hombro izquierdo. Marek alzó su espada, dispuesto a clavarla.
La multitud enmudeció.
Guy permaneció inmóvil.
Lentamente, Marek bajó la espada, cortó los cordones del yelmo de Guy y, quitándoselo con la punta de la espada, le descubrió la cabeza. Vio que le sangraba la oreja izquierda.
Guy le lanzó una mirada colérica y escupió.
Marek volvió a levantar la espada. Rebosaba ira, sudaba copiosamente, le dolían los brazos, tenía la vista nublada por la rabia y el cansancio. Apretó las manos en torno a la empuñadura, preparándose para seccionarle la cabeza de un tajo.
Guy adivinó sus intenciones.
—¡Clemencia! —exclamó a voz en grito para que todos lo oyeran—. ¡Os ruego clemencia! ¡En nombre de la Santísima Trinidad y la Virgen María! ¡Clemencia! ¡Clemencia!
La multitud guardaba silencio.
Expectante.
Marek dudó. En el fondo de su mente, una voz decía: Mata a este hijo de puta o luego te arrepentirás. Sabía que tenía que decidirse pronto; cuanto más tiempo permaneciera en aquella posición, con sir Guy a sus pies, más difícil le sería reunir valor para acabar con su vida.
Miró a la multitud amontonada detrás de la cerca. Todos contemplaban absortos la escena, sin moverse. Miró a las tribunas, donde estaban lord Oliver y las damas. Todos inmóviles. Lord Oliver parecía paralizado. Marek miró atrás, hacia el grupo de pajes situado al otro lado de la cerca. También ellos estaban paralizados. De pronto uno de los pajes, con un velado gesto casi subliminal, se llevó la mano al pecho e imitó el movimiento de la espada: «Cortadle la cabeza».
Es un buen consejo, pensó Marek.
Pero siguió indeciso. En el palenque, el silencio era absoluto, excepto por las arcadas y gemidos de Chris. Finalmente, fueron esas arcadas las que disiparon la tensión del momento. Marek se apartó de sir Guy y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse.
Sir Guy aceptó su mano, se puso en pie frente a él y dijo:
—Bastardo, nos veremos en el infierno.
Luego se dio media vuelta y se alejó.
El arroyo serpenteaba entre el musgo y las flores silvestres. Chris, arrodillado en la orilla, hundía la cara en el agua. Tosiendo y farfullando, levantó la cabeza y miró a Marek, que se hallaba en cuclillas junto a él.
—No aguanto más —dijo Chris—. No aguanto más.
—Lo comprendo.
—Ahora podría estar muerto. ¿Y se supone que eso es un deporte? ¿Sabes qué es? Es una exhibición de fanfarronería a caballo. Esa gente no está en sus cabales. —Volvió a sumergir la cabeza en el agua.
—Chris.
—No me gusta vomitar. No lo soporto.
—Chris.
—¿Qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Vas a decirme que se me oxidará la armadura? Porque si es eso, André, me importa un carajo.
—No —respondió Marek—. Iba a decirte que si te mojas la camisa de fieltro, se hinchará, y luego será difícil quitarte la armadura.
—¿Ah, sí? Bueno, me trae sin cuidado. Ya me ayudarán los pajes. —Chris se tendió en el musgo y tosió—. Dios, no consigo sacudirme este olor. Tengo que bañarme o lo que sea.
Marek se sentó a su lado en silencio, esperando a que se relajara. A Chris le temblaban las manos mientras hablaba. Era mejor dejar que se desahogara, pensó Marek.
Bajo ellos, en un campo situado al pie de la ladera, un grupo de arqueros hacía prácticas de tiro. Ajenos al alboroto del torneo, disparaban pacientemente a los blancos, retrocedían y volvían a disparar. Era tal como se explicaba en los textos antiguos: los arqueros ingleses, muy disciplinados, se ejercitaban a diario.
—Esos hombres son una nueva fuerza militar —comentó Marek—. Actualmente deciden el resultado de las batallas. Míralos.
Chris se incorporó, apoyándose en un codo.
—Hablas en broma —dijo. Los arqueros se encontraban a más de doscientos metros de los blancos circulares, la longitud de dos campos de fútbol. A esa distancia, semejaban diminutas figuras, y sin embargo tensaban los arcos hacia el cielo con total seguridad—. ¿Tan importantes son?
Una nube de flechas vibrantes oscureció el cielo. Las flechas dieron en los blancos o se clavaron en la tierra cerca de ellos, asomando entre la hierba.
—Ya veo que hablas en serio —dijo Chris.
Casi de inmediato, otra cerrada descarga surcó el aire. Y otra, y otra más. Marek cronometraba mentalmente. Tres segundos entre descargas. Así que era cierto, pensó: los arqueros ingleses podían disparar veinte veces en un minuto. Los blancos estaban ya erizados de flechas.
—Una carga de caballería no resiste un ataque de esas características —dijo Marek—. Caen heridos los jinetes y los caballos. Por eso los caballeros ingleses desmontan para luchar. Los franceses todavía cargan al estilo tradicional, y mueren en masa antes de acercarse siquiera a los ingleses. Cuatro mil bajas en Crécy, más aún en Poitiers. Cifras considerables para esta época.
—¿Por qué no cambian de táctica los franceses? ¿No ven lo que ocurre?
—Sí lo ven, pero ese cambio equivale a poner fin a toda una forma de vida…, a toda una cultura, de hecho —contestó Marek—. Los caballeros pertenecen a la nobleza; su forma de vida es demasiado cara para los plebeyos. Un caballero debe comprar la armadura y, como mínimo, tres caballos de guerra, además de mantener a un séquito de pajes y ayudantes. Y estos caballeros han sido, hasta la fecha, el factor determinante en las batallas. Pero ya no lo son. —Señaló a los arqueros—. Esos hombres son plebeyos. Sus victorias se basan en la coordinación y la disciplina, no en el valor personal. Cobran un sueldo y hacen su trabajo. Pero son el futuro de la guerra: tropas pagadas, disciplinadas y anónimas. Los caballeros están desfasados.
—Salvo para los torneos —observó Chris con acritud.
—Sí, prácticamente. E incluso ahí, toda esa armadura, encima de la loriga, no es más que una respuesta al uso de las flechas. Una flecha atraviesa limpiamente a un hombre sin protecciones, y traspasa también la loriga. Por eso los caballeros necesitan armadura, y necesitan armadura los caballos. Pero con una descarga como ésa… —Marek señaló la lluvia de flechas y se encogió de hombros—. No hay nada que hacer.
Chris volvió la cabeza y miró hacia el palenque. Al cabo de un momento dijo:
—¡Vaya, ya era hora!
Marek miró también atrás y vio acercarse a cinco pajes de librea, acompañados por varios soldados con sobrevestes de colores rojo y negro.
—Por fin voy a librarme de este condenado montón de metal —añadió Chris.
Chris y Marek se pusieron en pie. Al llegar ante ellos, uno de los soldados anunció:
—Habéis incumplido las normas del torneo, deshonrado al cortés caballero Guy de Malegant, y desacreditado los buenos oficios de lord Oliver. Quedáis arrestados y vendréis con nosotros.
—Un momento —dijo Chris—. ¿Cómo que lo hemos deshonrado?
—Vendréis con nosotros.
—Un momento —repitió Chris.
El soldado lo golpeó con el puño en la cabeza y lo obligó a ponerse en marcha de un empujón. Marek se colocó a su lado. Custodiados por los soldados, se encaminaron hacia el castillo.
Kate seguía en el palenque, buscando a Chris y Marek. En un primer momento, pensó en mirar dentro de las tiendas de campaña dispuestas en las inmediaciones de la estacada, pero en esa zona había sólo hombres —caballeros, escuderos y pajes—, y decidió no arriesgarse. Aquél era un mundo distinto, donde la violencia se respiraba en el ambiente, y Kate experimentaba una continua sensación de peligro. En aquel mundo predominaban los jóvenes. Casi ninguno de los caballeros que se pavoneaban en los alrededores del palenque pasaba de los treinta años, y los escuderos eran todos adolescentes. Kate vestía ropa ordinaria, y saltaba a la vista que no pertenecía a la nobleza. Tenía la impresión de que si alguien se la llevaba a rastras y la violaba, nadie le daría mucha importancia.
Pese a ser mediodía, Kate actuaba instintivamente como lo haría en New Haven en plena noche. Procuraba no quedarse sola ni un minuto, moviéndose siempre cerca de algún grupo, y rehuía los corrillos de hombres.
Desde detrás de una tribuna, oyendo los vítores del público al salir a la palestra otro par de caballeros, echó un vistazo a la zona de tiendas de su izquierda. No veía a Marek ni a Chris por ninguna parte. Y sin embargo habían abandonado el palenque hacía sólo unos minutos. ¿Estarían dentro de una de las tiendas? Durante la última hora no había oído nada por el auricular, suponiendo que los yelmos de Marek y Chris impedían la transmisión. Pero en ese momento ya no debían de llevarlos.
Por fin los localizó, a corta distancia de allí pendiente abajo, sentados junto a un arroyo.
Empezó a descender por la ladera. A pleno sol, la peluca le daba calor y la cabeza le picaba. Quizá podía quitarse la peluca y recogerse el cabello bajo un gorro, o cortárselo un poco más para poder pasar por un muchacho incluso sin gorro.
Acaso fuera interesante ser un hombre por un rato, pensó.
Se preguntaba dónde podría encontrar unas tijeras cuando vio a los soldados acercarse a Marek. Aflojó el paso. Continuaba sin oír nada por el auricular, pero a aquella distancia por fuerza tenía que haber comunicación.
¿Estaba quizá desconectado el receptor? Se golpeó la oreja con un dedo.
Al instante oyó decir a Chris:
—¿Cómo que lo hemos deshonrado?
Siguieron unas palabras ininteligibles, y Kate vio que los soldados conducían a Chris a empujones hacia el castillo. Marek iba a su lado.
Kate aguardó unos minutos y luego fue tras ellos.
En Castelgard no se veía un alma. Las tiendas y los talleres estaban cerrados. Se oía el eco de las pisadas en las calles vacías. Todos se hallaban en el palenque presenciando el torneo, y en consecuencia Kate tenía que extremar la cautela para seguir a Marek, Chris y los soldados. Se quedaba rezagada, aguardando a que doblaran una esquina, y en cuanto los perdía de vista, corría tras ellos hasta que volvía a verlos.
Era consciente de que ese comportamiento resultaba sospechoso, pero nadie la veía. En la ventana de una casa, en el piso más alto, atisbó a una anciana sentada al sol, con los ojos cerrados. Pero en ningún momento miró hacia la calle. Quizá estaba dormida.
Llegó a la explanada que se extendía ante el castillo. Ya no desfilaban allí caballeros a lomos de sus monturas, ni se disputaban combates de práctica, ni flameaban estandartes al viento. Los soldados cruzaron el puente levadizo. Siguiéndolos, Kate oyó de nuevo el griterío de la multitud asistente al torneo, al otro lado de las murallas del pueblo. Los guardias del puente se volvieron y, alzando la voz, preguntaron a los soldados del adarve qué ocurría. Estos, que desde aquella altura veían perfectamente el palenque, les contestaron a gritos. En la breve conversación, unos y otros intercalaron maldiciones y juramentos. Al parecer, se hacían apuestas sobre los resultados de las justas.
Aprovechando el alboroto, Chris cruzó la puerta del castillo.
En el reducido patio exterior del castillo, Kate vio unos cuantos caballos amarrados a un poste. Pero no había soldados; todos estaban en el adarve, viendo el torneo.
Miró alrededor, en busca de Marek y Chris, pero no los vio. Sin saber qué hacer, atravesó la puerta del gran salón. Oyó resonar unas pisadas en la escalera de caracol situada a la izquierda.
Empezó a subir por la escalera, dando vueltas y más vueltas pero advirtió que las pisadas se alejaban.
Debían de haberse ido escalera abajo, no hacia arriba.
Kate volvió rápidamente sobre sus pasos. La escalera descendía hasta un pasillo de techo bajo, húmedo y mohoso, con celdas a un lado. Las puertas de las celdas estaban abiertas; dentro no había nadie. Más adelante, tras un recodo del pasillo, se oyó un eco de voces y un ruido metálico.
Avanzó con cautela. Debía de hallarse bajo el gran salón, pensó. Intentó reconstruir mentalmente la zona a partir de sus recuerdos del castillo en ruinas que con tanto detenimiento había explorado durante las semanas anteriores. Pero no le constaba que se hubiera descubierto allí pasillo alguno. Quizá se había desmoronado hacía siglos.
Otro golpe metálico, seguido de las reverberaciones de una carcajada.
Luego pisadas.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que los pasos se dirigían hacia ella.
Marek se desplomó de espaldas en un montón de paja mojada y descompuesta, resbaladiza y maloliente. Chris cayó junto a él, deslizándose sobre la paja. La reja de la celda se cerró. Estaban al final de un pasillo con celdas tanto a los lados como en la pared del fondo. A través de los barrotes, Marek vio marcharse riendo a los guardias.