Entre las muchas aptitudes de Tor se contaba su dominio de la criptografía. Había escrito una obra sobre el tema que se aprendían de memora todos los investigadores asociados al FBI. Por eso estaba nerviosa, porque su libro abarcaba todos los aspectos del arte de forzar códigos informáticos, «piratear», y robar información, además de explicar cómo podían prevenirse tales robos.
¿Por qué me había telefoneado Tor/Turing? ¿Cómo podía haberse enterado tan pronto del tipo de «investigación» al que me había dedicado la noche anterior? Era casi como si pudiera leerme el pensamiento a casi cinco mil kilómetros de distancia y supiera lo que yo estaba tramando. Decidí que sería mejor averiguar cuanto antes lo que pensaba sobre mis intenciones. No obstante, primero tenía que encontrarlo. Y no era tan sencillo, teniendo en cuenta que se trataba de un tipo que no creía ni en el teléfono ni en las direcciones postales ni en dejar mensajes firmados con su verdadero nombre.
Tor era dueño de una compañía a través de la cual realizaba transacciones financieras. La empresa se llamaba Delphic Group, sin duda por el oráculo, pero su número de teléfono no aparecía en el listín de Manhattan. Aunque eso no importaba, porque yo lo tenía. Desgraciadamente, Tor no iba jamás a su despacho, y cuando llamabas allí obtenías extrañas respuestas. Pese a todo, decidí intentarlo.
—Delphic —me espetó la recepcionista, poco pródiga en información.
—Estoy intentando localizar al doctor Tor, al doctor Zoltan Tor. ¿Está ahí?
Ni soñarlo.
—Lo siento —contestó ella, con voz de no sentirlo en absoluto—, se ha equivocado de número. Compruébelo, por favor.
Era como la maldita CIA.
—Bien, si encuentra a alguien cuyo nombre se parezca a ése, ¿podía darle el mensaje? —pregunté con impaciencia.
—¿A qué mensaje se refiere?
—Dígale que le ha llamado Verity Banks.
Antes de que pudiera pedirme que le deletreara mi nombre o se lo repitiera, colgué el teléfono.
El velo de misterio que envolvía la vida de Tor, más impenetrable que los sistemas de seguridad de la comunidad bancaria internacional, me molestaba tanto como me había molestado que se entrometiera constantemente en mi vida diez años antes.
Mientras tanto, tenía que trabajar. Eran las nueve cuando acabé de vestirme. Bajé a la calle, puse en marcha mi BMW abollado y me adentré en la espesa niebla de San Francisco camino del a oficina, ateniéndome así al horario de los banqueros. Había adoptado la norma de levantarme siempre al amanecer, pero en invierno no amanece hasta las ocho y media. Tenía la extraña sensación de que, por muy tarde que comenzara, sería un día muy largo.
El mundo de la banca está infestado de asesores, de la misma forma que la lepra está infestada de llagas. En el Banco del Mundo teníamos expertos en eficacia que nos decían cómo distribuir mejor nuestro tiempo, ingenieros industriales que nos decían cómo realizar nuestro trabajo y psicólogos industriales que nos ayudaban a soportar el entorno en le que nos movíamos. Nunca presté la menos atención a ninguno de ellos.
Por ejemplo, no me interesaban los estudios que demostraban que los banqueros que vestían trajes de franela gris despedían un aura de poder. Yo prefería vestirme como si el banco me perteneciera y me hubiera dejado caer por allí sólo para comprobar qué tal marchaban mis dividendos.
Aquella mañana llegué a la oficina vestida con los metros de seda azul marino suficientes para tapizar un sofá. Parecía una túnica andante, pero me habían asegurado que los mejores modistos de Milán se habían exprimido los sesos para diseñarlo. Eso en cuanto al código de la indumentaria.
Tampoco mis subordinados se tomaban en serio tales cosas. Cuando salí del ascensor en la decimotercera planta, andaban de un lado a otro vestidos con tejanos, zapatillas de deporte y camisetas con inscripciones tales como: «Rendimiento óptimo” o “Arranque en frío».
Yo siempre pensaba en la planta decimotercera como la planta comercial. Era un laberinto para ratas, formado de unidades modulares supuestamente diseñadas para crear una «atmósfera en la que se compartieran los problemas», todo ello en un «tranquilizador» tono azul… que contrastaba con un «estimulante» fondo de moqueta color naranja. Según mi propia experiencia, esa combinación producía esquizofrenia; pero, en cualquier caso, los que trabajan con ordenadores no son demasiado normales.
Me había aprendido el camino que debía seguir por el laberinto para llegar a mi despacho. Entré en él y cerré la puerta hasta que mi secretario, Pavel, tuvo un momento para traerme una taza de café. Pavel era alto, moreno y guapo, con los modales de un secretario de embajada. Podría haber sido una estrella de cine; de hecho, asistía a clases nocturnas para ser actor. Afirmaba que el trabajo en el banco le permitía experimentar la vida en su estado emocional más primitivo.
Todos los que trabajaban conmigo conocían la «norma de las dos tazas», es decir, que no podían ponerse en contacto conmigo hasta que me hubiera bebido dos tazas de café, o hasta las diez de la mañana, lo que se cumpliera primero. Hasta entonces podía recibir, pero no transmitir.
Pavel entró de puntillas con el café y cerró la puerta suavemente. Después depositó la taza delante de mí, sobre la mesa de despacho.
—Tibio, como a usted le gusta —me aseguró—. Hoy tiene tres reuniones; las he apuntado en su calendario. ¿Todavía quiere que se reserve la sala de conferencias pequeña para las cuatro? Puede asentir en caso afirmativo.
—Cancela las reuniones —le ordené, y él me moró con ojos desorbitados—. Esta mañana ya he tomado el suficiente café para poner a flote un riñón. Kiwi canceló mi propuesta anoche.
Ya que nadie sabía lo de mi trabajo en el Fed, creí más prudente no mencionar esa parte.
—Me lo había imaginado —susurró Pavel, perplejo, mientras se bajaba las mangas del suéter de seda—. He visto los pedazos en la papelera esta mañana cuando he entrado. —Se sentó frente a mí. Parecía tan preocupado cuando se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en ambas manos que sonreí—. ¿Qué va a hacer? —me preguntó.
—Presentar una nueva propuesta —contesté—. Tráeme el fichero de procedimientos burocráticos. Quiero todos los aburridos libros de normas del banco.
Pavel sonrió y se dirigió a la puerta, donde se detuvo un instante para esgrimir un puño en el aire.
—¡Plebeyos al poder! —exclamó—. Atáquelos con sus propias gilipolleces.
Conocer las reglas constituye la esencia del juego, tanto en la banca como en el cricket. «Jugar» respetando las reglas es algo más.
Algunas personas opinan que las reglas están hechas para infringirlas, pero yo nunca he estado de acuerdo. Para mí las reglas son como las astas con banderines que forman las puertas en las pruebas de eslalom; tienes que respetar su presencia religiosamente, rodearlas aproximándote a ellas cuanto te sea posible y no permitir nunca que disminuyas tu velocidad.
El Banco del Mundo era un banco muy grande, quizá, como sugería su nombre, el mayor banco del mundo. Debido precisamente a su tamaño, producía infinidad de normas, tantas que nadie tenía tiempo de leérselas todas y mucho menos de cumplirlas.
Había departamentos enteros cuya única función consistía en producir normas nuevas en abundancia, y a menudo se peleaban entre sí para decidir cuáles eran las «oficiales». Cada semana atestaban las mesa de mi despacho con normas y procedimientos nuevos, que me enviaban departamentos de los que yo ni siquiera había oído hablar. Pavel guardaba debidamente esos documentos en el archivo de procedimientos burocráticos, donde enseguida caían en el olvido. Yo sabía que entre aquel montón de gilipolleces hallaría algo que sirviera a mis propósitos. Después de todo, si existían tantas normas contradictorias sobre el «manejo» del dinero, debía de haber una que me permitiera «robar» una parte y demostrar que Kiwi era el estúpido irresponsable que yo sabía que era.
Me llevó gran parte del día encontrar lo que buscaba: un paquete de procedimientos de nuevo cuño elaborados por el departamento de Sistemas de Planificación de la Información General, o SPIG, como a ellos les gustaba llamarse. Conocía bien a los del SPIG; eran los creadores de estrategias más prolíficos del banco. Habían establecido un récord en la producción de documentos inútiles. Sin embargo, estaba convencida de que iba a dar un uso excelente a su última elucubración táctica. Tuve que echarle cierta imaginación al asunto, pero ése siempre había sido mi fuerte. Las primeras palabras que atrajeron mi atención fueron: «Este método fue utilizado con gran éxito en el United Trust para poner a prueba sus sistemas de seguridad».
¿Podía haber algo más adecuado?
El método se conocía como teoría Z. Yo ya sabía de qué iba y me daba ganas de vomitar. Lo habían importado de Japón y, cuando lo lanzaron en las revistas financieras como lo último en gestión administrativa, a mí me pareció el ataque más despiadado de los japoneses desde Pearl Harbor. Pero, desde que me había convertido en una ladrona teórica, la teoría Z había adquiría para mí un aspecto nuevo; era de color rosa.
La idea general consistía en que los directores resultaban totalmente innecesarios. Los autores del método explicaban que, en Japón, toda gestión la llevaban a cabo pequeños grupos sin rostro llamados círculos de calidad. Estos círculos se encargaban de realizar todos los pasos para crear un producto —diseño, fabricación, pruebas— y todas las decisiones se tomaban por consenso; era la dirección mediante comité. A la comunidad bancaria le había encantado esa teoría, la había adoptado y prácticamente la había «encerrado en un relicario», pero no estaba demasiado segura de qué hacer con ella exactamente.
Yo tenía la impresión de que podría decírselo.
Llamé a Pavel por el interfono, le pedí que telefoneara al United Trust de inmediato y que me pusiera con el jefe de sistemas de seguridad. Sólo tendría que decir, con su voz de ángel, que llamaba de parte del Banco del Mundo, y se pelearían por atender su llamada. El dinero manda, y el Banco del Mundo era inmensamente rico, incluso en un mercado con tendencia a la baja.
Pavel me comunicó, a través del interfono, que el jefe de seguridad estaba al aparato.
—Es un vice, y se llama Peacock, se lo juro.
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—Sí, señorita Banks, aquí utilizamos la teoría Z. —La voz de Peacock retumbó con poderío a través de la línea telefónica—. Tenemos un círculo de calidad que pone a prueba todos nuestros sistemas. El grupo está formado por nuestros mejores cerebros.
Según el señor Peacock, su círculo de calidad intentaba forzar la seguridad y jugar con el dinero burlando los sistemas de control y seguridad, para comprobar si éstos eran capaces de detectarlo. Los informes sobre sus resultados debían de haber resultado realmente embarazosos.
—El nombre de nuestro círculo de calidad para la comprobación de la seguridad es SADO —me contó—. ¡Significa Búsqueda y Destrucción en Acción! —Peacock prorrumpió en carcajadas. Es un rasgo característico de nuestra profesión convertirlo todo en acrónimos. Yo lo llamo la ADME: la Amargura De Mi Existencia—. Hasta ahora —prosiguió—, hemos conseguido forzar las contraseñas de los ficheros de nuestros clientes y hacer dos intervenciones activas. La semana pasada instalamos una bomba lógica y todavía estamos esperando que explote. ¡Ja, ja, ja!
Todo aquello no tenía nada de misterioso. Una intervención activa consiste en intervenir o pinchar una línea mientras se están moviendo datos (es decir, «dinero”) y en alterar la transacción, o sea, cambiar la cantidad o hacer que la abonen en su cuenta. Lo contrario es una intervención pasiva, que consiste en “tomar prestado» el número de cuenta y la contraseña de otra persona y quitarle el dinero.
Una bomba lógica es más interesante, pero es preciso tener acceso al ordenador para poder instarla. Se programa el sistema para que, en determinado momento, de repente haga algo que nunca habría hecho, como ingresar dinero en tu cuenta, por poner un ejemplo al azar.
Me alegraba que el señor Peacock estuviera tan ansioso por compartir su experiencia con una completa extraña. Yo ya me había enterado de lo que necesitaba saber y tenía poco que ver con el éxito de su trabajo.
Presentaría otra propuesta esa misma noche. Una idea merecía un público nuevo; el próximo iba a ser notable: el Comité de Dirección, el grupo de jefazos que decidía cómo se debían aplicar los presupuestos del banco. Su autoridad trascendía todos los departamentos, incluido el de Kiwi; y, aunque «él” no formaba parte del Comité, “su» jefe era el presidente.
Redacté mi alegato utilizando la información queme había proporcionado Charles la noche anterior. ¿Les preocupaba el estado de indefensión de nuestros sistemas? Debía preocuparles, les decía, ¡hasta un niño de seis años podía acceder a nuestros ficheros! Pero los delitos informáticos «conocidos» era tan sólo la punta del iceberg, ¿cuántos de ellos quedaban impunes? Los banqueros debían de saber la respuesta mejor que nadie, pensaba yo, pues eran ellos quienes renunciaban a denunciarlos. A las personas que tenían cuentas bancarias no les gustaría enterarse de que el dinero en efectivo, que ellos creían encerrado tras cuatro metros de acero y hormigón, en realidad andaba circulando por todo el mundo a través de líneas telefónicas, tan seguro como una llamada transatlántica.
Después de meterles miedo, me lanzaba a saco. Dentro del mismo banco teníamos la técnica que podía resolver ese terrible problema: la teoría Z, ese maravilloso método que los japoneses habían aplicado con tanto éxito, que se había convertido en la «estrategia oficial» de los principales bancos de Nueva York, como el United Trust, y del que se contaban maravillas. Si el Comité de Dirección aceptaba financiarme, yo escogería personalmente a los expertos necesarios y forzaría nuestro sistema de seguridad, así de sencillo. Después de todo, ¿de qué otro modo iba a hacerlo?
Me sentí maravillosamente bien cuando le entregué la propuesta a Pavel metida en un sobre. La pedí que pusiera el sello de urgente y confidencial en cada copia y que las enviara esa misma noche. Estaba segura de que ninguno de los miembros del Comité iba a oponerse; conseguía dar uso a una nueva teoría y resolver un antiguo problema. Oponerse a mi propuesta sería como renegar de las madres y de la tarta de manzana. Lejos de tener que sufrir represalias o que se sospechara de mí como una ladrona potencial, lo más probable era que me ganara los laureles por llevarme el dinero y devolverlo luego con mi rúbrica: Verity Banks, banquera electrónica.