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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (7 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—Ya veo —dijo Tor por fin—. Bueno, quizá deberíamos continuar esta discusión mañana, cuando estés algo más despejada.

—¿Estás preocupado? ¿Estás acaso moralmente indignado? —pregunté.

—No. No estoy ni preocupado ni moralmente indignado —me aseguró.

—Bueno, entonces, ¿qué sientes?

Tras una pausa, me contestó con una voz extraña e indiferente:

—Siento curiosidad.

—¿Curiosidad? ¿Sobre qué? Ya te he explicado lo que estoy haciendo —dije.

—Sí, sin duda me lo has explicado —corroboró—. Pero quiero ver tu plan.

—¿Mi plan? ¿Para qué demonios quieres verlo?

Estaba verdaderamente asustada.

—Soy perro viejo, querida. ¿Quién sabe? Quizás yo pueda mejorarlo. Bien, buenas noches.

Y colgamos.

Encendí un cigarrillo y contemple la ciudad durante largo rato. Luego lo apagué y me encaminé al dormitorio entre el laberinto de orquídeas. Luchaba contra emociones que me eran totalmente desconocidas; ni siguiera podría haberles dado nombre.

De todas formas, iría a Nueva Cork ese fin de semana. De eso estaba segura.

El motivo

Al hombre de negocios le es indiferente

Que las perturbaciones que sus transacciones

Provocan en el sistema industrial beneficien

O perjudiquen al sistema en general, salvo en

Lo concerniente a objetivos posteriores. Sin

Embargo, la mayoría de los principales capitostes

De la industria moderna tienen unos

Objetivos posteriores.

Thorstein Veblen,

The Mahine Age

Nunca deseé las riquezas por si mismas,

Sino para la consecución de un propósito

Ulterior.

Thomas Mellon

Nunca me pregunté cuál hubiera sido el resultado de no haber telefoneado Tor aquella noche. Desde el momento en que él entró en mi vida, sentí que perdía el control. Tor quería que pareciese que era yo quien provocaba aquellos cambios, que él era un mero observador, pero yo sabía que los ordenadores no le bastaban, que quería cambiar la realidad; para ser más exactos, mi realidad. Eso era lo que me preocupaba.

El primer cambio se produjo a la mañana siguiente, cuando me miré en el espejo del cuarto de baño lleno de vapor. Siempre me preparaba una fuerte infusión de cítricos y café antes de encararme con mi rostro en el espejo. Cuanto más vieja te haces, más sensatas son tales precauciones. Pero, aquella mañana, el rostro que me devolvía la mirada desde el trozo limpio de vaho del espejo me dijo que había sido una mentirosa. Era el rostro de una aventurera por naturaleza.

¡Con qué astucia me lo había ocultado a mí misma! Después de diez años de frustración y amargura, de luchar contra el sistema hasta tener la cara cubierta de cardenales sólo para realizar un trabajo decente cada día, ¡de repente «deseaba» ir a trabajar! Me sentía alegre y diez años más joven, y sabía porqué: si Tor me ayudaba realmente, y la noche anterior me había dicho que lo haría, podría arrancarles la careta a mis hipócritas compañeros banqueros con toda facilidad. Silbé unos cuantos compases de la
Cabalgata de las valquirias
, me vestí y me dirigí a la oficina.

Debo confesar que, a pesar de que mi jefe, Kiwi, tenía fama de traicionar alegremente y ascender en el escalafón de manera implacable, mi fama en ciertos círculos era aún peor. Sin embargo, el rumor según el cual yo trataba a mis subordinados como si estuvieran en galeras constituía una exageración. Simplemente yo sabía cómo motivas a los especialistas en ordenadores; y lo que ocurrió aquella mañana lo demostró.

Los individuos que trabajan con ordenadores no son seres humanos normales y corrientes. Los psicólogos no han escarbado la parte superficial de esa raza ni podrían hacerlo, porque parten de la premisa de que todo el mundo tiene unas necesidades básicas primordiales, como dormir, comer y recibir calor humano. El tipo de individuo que yo estoy describiendo no necesita esas cosas. En nuestro mundo se conoce como «teckie”.
[2]

El
teckie
se relaciona más con los ordenadores que con las personas. Trabaja mejor de noche, cuando todos, menos las bestias nocturnas depredadoras, se han ido a dormir. Come poco, subsiste esencialmente de comida basura. No ve nunca la luz del día ni respira aire fresco, sino que florece bajo luz artificial y sometido a una temperatura controlada. Si se casa y se reproduce, lo cual es raro, clasifica a sus hijos como analógicos o digitales. Puede ser arrogante, indisciplinado, ingobernable y antisocial. Yo lo sabía todo sobre los
teckies
porque era uno de ellos. Consideraba, además, que los rasgos
teckies
, desde el punto de vista evolutivo, constituían un capital más activo que pasivo.

Todos los
teckies
del banco conocían mi reputación. Acudían a mí desde los rincones más alejados porque sabían que sería justa con ellos y les haría trabajar hasta la extenuación. Anhelaban horarios apretados, largas horas de trabajo y problemas tan complejos que hicieran palidecer a Einstein y rascarse la cabeza a Dios. Debido a que yo siempre intentaba proporcionarles ese tipo de ambiente, se rumoreaba que tenía pelotas, que es la expresión coloquial
teckie
para decir que alguien tiene agallas.

Aquella mañana mi reputación tuvo su recompensa: al llegar me encontré con un gran paquete del director de personal sobre mi mesa. El paquete contenía currículos de técnicos de todo el banco, e iba acompañada de una breve y alegre nota del propio director:

Querida Verity, no sabía que estabas reclutando gente. El director de personal siempre es el último en enterarse.

Quizá el director de personal fuese el último en enterarse, pero radio macuto era siempre la primera. Antes de que me diera tiempo de expresar una posición abierta (mi propuesta había sido impresa y enviada la noche anterior), ya había recibido los currículos de varios de los
teckies
más duros del banco, solicitando un puesto en mi nuevo proyecto: el círculo de calidad para implantar la teoría Z. Por supuesto, eso significaba que radio macuto sabía algo que yo ignoraba hasta ese momento: que el Comité de Dirección había leído mi propuesta y le había gustado. Iba a morder el anzuelo.

Había alguien más a punto de morder. Kiwi había estado echando espumarajos por la boca ante la puerta de mi despacho, donde Pavel lo mantenía a raya. Yo había permanecido encerrada todo el día pues empecé a entrevistar a los aspirantes al círculo de calidad en cuanto obtuve la probación oficial, y ya había empleado a Tavish, uno de los mejores técnicos del banco, a pesar de las objeciones acaloradas de su jefe. Pero, antes de enfrentarme a Kiwi sobre la cuestión de haber pasado por encima de él, era preciso que me ocupara de otro asunto: mi viaje a Nueva York.

A primera hora de la mañana le había enviado a Kiwi los papeles que debía firmar, esperando que, sin darse cuenta, aprobaría mis planes de viaje. Yo disponía de un presupuesto propio para tales viajes, de manera que su firma solía ser un mero formulismo. Por lo general, no había nada que le gustara más que enviarme lejos para así poder dedicarse a supervisar a mi personal. Kiwi tenía pocos «informes directos» del suyo…, apenas un puñado de directores que conocían su trabajo y le consideraban un obstáculo innecesario para llevarlo a cabo. Cuando yo me iba, mis subordinados se escondían en los lavabos para esquivarlo.

—¿Qué quería el señor Willingly? —le pregunté a Paven cuando asomé por fin—. ¿Eran mis billetes de avión lo que iba sacudiendo por ahí? ¿Los ha firmado ya?

—¿Quién puede saber lo que quiere? —se quejó Pavel—. Ni siquiera lo sabe él mismo. No tiene trabajo que lo mantenga ocupado. Debería aprender a delegar en sus superiores y así nos dejaría en paz. «Bésalo Willingly el Mierda», así lo llamamos en la salita de secretarios. Todo el mundo la compadece por tener que trabajar…

—Pavel, te he hecho una pregunta —le dije, en un tono inusualmente brusco.

Pavel me miró sorprendido y ordenó los lápices que había sobre su mesa.

—Su Majestad desea verla en su despacho de inmediato —me contestó—. Ahora. Ayer. Anteayer. Se trata de Tavish, ese tipo al que ha entrevistado, y del idiota de su jefe.

El jefe de Tavish, cuyas objeciones yo había pasado por algo para contratar a Tavish, era un prusiano pomposo llamado Peter-Paul Karp. Decidí que sería mejor ocuparme de él y dejar a Pavel mirando su mesa con cara larga.

Para acceder al despacho de Kiwi, situado en el lado opuesto de aquella planta, tenía que atravesar el laberinto. Su secretaria me hizo un gesto sin levantar la vista de la máquina de escribir. Entré preparada para lo peor, pero me aguardaba una sorpresa.

—¡Ah, Banks! —me saludó él, respirando profundamente, como si acabara de llegar de un paseo inmediato—. ¡Buenas noticias! ¡Buenas noticias! Pero primero déjame entregarte tus papeles; lo he firmado todo. Así que te vas a Nueva York el fin de semana, ¿no? Y también me han dicho que estás a punto de lanzar un nuevo proyecto.

Kiwi me tendió el expediente con los papeles para el viaje.

—De hecho, estaba a punto de venir para discutirlo con usted…

—Y según me cuentan se trata de un proyecto de altas miras. Quiero que sepas que estoy aquí para ayudar, Banks, mi puerta permanece siempre abierta. Como dijo Ben Franklin: «Debemos mantenernos unidos o acabarán colgándonos por separado» —Kiwi hizo una pausa antes de lanzarme una mirada y añadir: Y Ben Franklin tenía razón.

Sí, menudo tipo ese Ben Franklin.

En fin, aquello quería decir que había hecho bien en actuar deprisa. El Comité de Dirección había aprobado y financiado una propuesta más amplia aún que la que Kiwi había echado por tierra. No le había servido de nada arruinar traicioneramente mi futuro en el Banco de Reserva Federal. No podía cancelar mi proyecto actual ni golpearme en los nudillos. Tampoco podía arrogarse el mérito, puesto que yo me había asegurado de que él no tuviera siquiera una copia para poder leerlo. Así pues, intentaría meter la nariz en el asunto; pero yo contrarrestaría sus esfuerzos, como había hecho en el pasado en situaciones semejantes.

Antes de que pudiera congratularme por la partida ganada, añadió:

—Así que ya puedes imaginar mi sorpresa al ver que no compartías los problemas que has tenido con la selección de personal, antes incluso de que tu proyecto haya salido de la primera base. —¿Problemas de selección de personal?—. Nuestro amigo Karp, el de sistemas para el departamento de divisas, acaba de telefonearme. Al parecer, no quiere que ese… —consultó el bloc de notas que tenía sobre su escritorio—, ese Tavish se le escape. ¿Es cierto?

—En realidad —repliqué, maldiciendo a Karp, para mis adentros por haber metido a Kiwi de por medio—, ha sido apenas hace un momento. Karp ha demostrado una obstinación irracional en todo esto.

—Así que le dijiste que podía llamar a Lawrence si no le gustaba, ¿no es así?

Asentí sombríamente. Lawrence era el jefe de Kiwi, uno de los ejecutivos de más alto nivel del Banco del Mundo, y el presidente del Comité de Dirección. Había utilizado esa táctica sólo porque sabía que Karp no lo haría jamás. Nadie llamaba nunca a Lawrence; él te llamaba a ti. Y, cuando lo hacía, solías desear que no hubiera encontrado nunca una razón para buscar tu número.

—Al parecer, hemos empezado con mal pie este proyecto —me decía Kiwi—. No queremos molestar a Lawrence con nuestras pequeñas y mezquinas disputas de personal, ¿no es cierto? Le he dicho a Karp que tú y yo no nos andaríamos con rodeos y hallaríamos una solución. Si ese tipo, Tavish, es tan indispensable para el departamento de Karp, ¿hace falta que se lo quitemos? Además, Karp asegura que Tavish le debe un favor.

Eso me puso en un auténtico aprieto. El mayor problema que presentaba la teoría Z era que, por definición, un círculo de calidad funcionaba sin jefe. Yo podía seleccionar a los miembros del equipo, pero, una vez establecido éste, operaría a puerta cerrada, sin mi participación. Por consiguiente, necesitaba un aliado dentro del grupo, alguien que tuviera la suficiente destreza técnica como para ganarse el respeto de los demás y, aun así, hacer las cosas a mi modo. Tavish era el único de quien sabía que haría todo eso y que, además, impediría que Kiwi metiera las manos en el tarro de las galletas. Lógicamente, no podía utilizar ese argumento para justificarme ante Kiwi.

Por otro lado, había algo en la actitud de Kiwi que me inquietaba. SE mostraba demasiado razonable, por no decir alegre. Me dio la impresión de que aquel asunto de Karp era un pretexto. Resolví averiguar qué se ocultaba bajo la superficie.

—¿De qué buenas noticias hablaba cuando he entrado? —pregunté.

—Bueno, se supone que no debo decírselo a nadie… —respondió, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.

¡Bingo! Fui hasta la puerta para cerrarla y luego me senté frente a él.

—No tiene que contármelo si no quiere —dije, inclinándome hacia delante—, pero sabe que soy capaz de guardar un secreto.

—Que quede estrictamente entre nosotros —me pidió, mirando a su alrededor como si las paredes oyeran—. Adivina adónde voy a cenar esta noche.

Le solté los nombres de todos los restaurantes elegantes de la ciudad que se me ocurrieron y él los descartó uno a uno con un gesto de la cabeza, mientras su sonrisa se iba ensanchando. De repente empezó a hacerse la luz en mi mente, aunque esperaba estar equivocada.

—Es mucho más exclusivo; es un club privado —explicó.

Me quedé paralizada por la rabia que empezaba a crecer en mi interior. Kiwi estaba tan excitado que no recordaba lo que me había hecho apenas dos noches antes al impedir que progresara en mi carrera. Intenté preparar una expresión que encajara en algún lugar intermedio entre el asombro y el entusiasmo, pero noté que mis verdaderos sentimientos se adherían a mi rostro como si fuesen de yeso.

—¡El Vagabond Club! —susurró con voz trémula a causa de una alegría histérica—. ¡Lawrence me ha invitado!

El Vagabond Club, como todo el mundo sabía, era su sueño más ansiado. Se hubiera cortado las venas de haber creído que mediante ese sacrificio conseguiría entrar en los sacrosantos salones del Vagabond Club.

El Vagabond Club era la estrella de San Francisco, una ciudad que se jactaba de tener más clubes privados para hombres que ninguna otra de Norteamérica. No era ni el más antiguo ni el más exclusivo, pero entre sus muros cubiertos de hiedra se cerraban más tratos al más alto nivel que en todas las salas de juntas de los bancos de toda Norteamérica. Me ponía furiosa que, después de que la mujer hubiera conseguido por fin el derecho al voto, un salario y un sitio en las mesas de dirección, los hombres siguieran desarrollando su juego a puerta cerrada. De hecho, la banca pagaba a sus ejecutivos las cuotas de tales clubes, cuya política con las ejecutivas (yo misma, por ejemplo) consistía en tratarlas como si fueran fregonas y negarles la entrada. ¡Y lo hacían con el dinero de los accionistas! El Vagabond Club tenías guardias apostados en la puerta para asegurarse de que no se le permitía la entrada a ninguna mujer, a fin de evitar que estropeara la conversación o se apoderase de un pedazo de pastel. La madre naturaleza seguía imponiendo su ley. Para unirse a aquella asamblea de brujas no era preciso tener cerebro.

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