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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (6 page)

BOOK: Riesgo calculado
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Evité a Kiwi permaneciendo encerrada en mi despacho durante todo el día. A las ocho de la tarde me puse la gabardina, guardé el trabajo en el bolso y cogí el ascensor para bajar al garaje. Estaba oscuro y desierto, pero yo sabía que había cámaras de vídeo por todas partes, de modo que si alguien me atacaba, los tipos de seguridad que vigilaban desde arriba podrían verlo con toda comodidad. Subí la rampa, introduje mi distintivo en la ranura correspondiente, esperé a que las grandes puertas de acero se abrieran y recorrí las calles cubiertas por la espesa niebla en dirección a casa.

Cuando llegué ante el edificio donde vivía, las negras calles aún seguían húmedas a causa de la lluvia. Me costó un rato encontrar aparcamiento, pero por fin entré en el iluminado vestíbulo de mármol y cogí el ascensor hasta el ático.

Nunca encendía las luces cuando entraba en casa. Me encantaba ver el perfil de mis innumerables orquídeas sobre el fondo de luces distantes de la ciudad. En mi apartamento casi todo era blanco: los mullidos sofás, las espesas alfombras y las estanterías lacadas. Las mesas eran piezas de grueso cristal, sobre las que reposaban enormes recipientes, también de cristal, donde flotaban gardenias blancas.

Al entrar en el apartamento uno tenía la impresión de caer en el espacio. La ciudad brillaba y resplandecía en una niebla perpetua a través de las paredes de cristal, y por todas partes surgían orquídeas blancas, como una jungla que trepara a través de una nube.

A pesar de lo mucho que me gustaba, raras veces llevaba a alguien allí. Se decían muchas cosas de mi apartamento y sabía que muchos pensaban que era una especie de mausoleo o de museo de mi propia soledad. El útero blanco. En cierto sentido era eso precisamente. Me había roto los cuernos trabajando para conseguir todo lo que había ganado, y me lo gastaba en lo que más apreciaba: paz y soledad; la cima de una montaña en la ciudad.

Después de cenar me puse en contacto con Charles y dedicamos el tiempo necesario para completar el cálculo del riesgo. Yo ya sabía que estaba hablando con enormes sumas de dinero. A través de las líneas telefónicas del banco se movían miles de millones cada día. Aunque no podía hacerlo desaparecer todo de una vez sin que se echara en falta, sí podía escamotear una buena parte de ese dinero durante intervalos prolongados. Faltaba averiguar la cantidad, y la forma de distribuirla para que mis actividades no fueran descubiertas. También quería comprobar cuánto aumentaba el riesgo, desde la perspectiva del número de delitos detectados a escala internacional, razón principal por la que había recurrido a Charles. Él podía proporcionarme información sobre el número anual de delitos y auditorías, así como sobre los tipos de delito descubiertos mediante auditoría o por otros medios. Después de tomar unas cuantas notas sobre la charla que había mantenido con Charles la noche anterior, estuve lista para empezar:

DAME LA EXTENSIÓN DE LAS APROPIACIONES ELECTRÓNICAS A ESCALA NACIONAL EN UN GRÁFICO DE CINCO AÑOS —tecleé.

PUEDES HABLARME EN INGLÉS —me dijo Charles—. SOY UN ORDENADOR AMISTOSO CON LOS USUARIOS.

¿CUÁNTO DINERO SE HA ROBADO EN LOS ÚLTIMOS CINCO AÑOS UTILIZANDO ORDENADORES?

¿ROBADO DE DÓNDE? —preguntó Charles.

Empezaba a acabárseme la paciencia.

A ESCALA NACIONAL —repetí, aporreando las teclas.

¿QUIERES SABER CUÁNTO DINERO SE HA ROBADO DE LAS CASAS DE LA GENTE? —preguntó inocentemente.

Muy listillo.

EN LA ZONA CONTINENTAL DE ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA —respondí— NO JUEGUES.

ESTOY PROGRAMADO PARA RECONOCER LA LÓGICA, NO PARA DESCIFRAR SIGNIFICADOS OCULTOS —señaló Charles.

Acto seguido puso en marcha su cerebro, que estaba bastante apolillado, tuve que admitirlo. Era un ordenador de una antigua pero rara cosecha, y, a pesar de su personalidad, deseaba que siguiera en servicio una docena de años más. Sabía la edad exacta de Charles; lo conocía prácticamente de toda la vida. De hecho, de no ser por mí, no estaría vivo.

Al terminar mis estudios, hacía doce años, empecé a trabajar en la gigantesca compañía Monolith Corp., de Nueva York, especializada en ordenadores. Como la mayoría de los programadores, andaba siempre a la caza de un centro de cálculo que funcionara durante toda la noche y donde pudiera trabajar con grandes máquinas. Lo hallé un día, hojeando la voluminosa
Guía de centros de cálculo de Manhattan
de la compañía. Se llamaba Centro Científico de cálculo y, a juzgar por la dirección, nadie que estuviera en sus cabales iría allí de noche.

Aquella noche cogí un taxi que me llevó a un edificio de oficinas pequeño y sucio, encajonado entre almacenes oscuros y siniestros, no lejos de la zona de muelles de East End. No había ni vigilantes nocturnos ni interfono en la puerta; tan sólo un montacargas de propulsión manual, que descubrí en el callejón de la parte de atrás. Utilizando mi propia fuerza, subí al sexto piso, donde supuestamente se hallaba el Centro, y encontré una sala pequeña y triste.

El espacio era apenas suficiente para albergar los ordenadores; había que trepar por encima de ellos para llegar a las disqueteras y por todas partes colgaban cables, incluso del techo. Una capa de hollín de dos centímetros de espesor lo cubría todo. Parecía un cruce entre un taller de mecánica y una fábrica de espaguetis. ¿Cómo podían funcionar las máquinas en medio de aquella suciedad y aquel desorden?

Los operadores nocturnos —dos británicos, ambos llamados Harris—, se quedaron atónitos y se emocionaron al verme. Hacía años que nadie visitaba aquel centro y se pasaban las noches solitarias jugando al ajedrez, al go o al mah-jong con los ordenadores.

Según me contaron, el centro era en realidad un archivo del gobierno de Estados Unidos, su único cliente, y había estado acumulando datos años tras año, en cumplimiento de una normativa olvidada que exigía una copia de seguridad de los archivos históricos del gobierno fuera de su emplazamiento original.

Esa fue la noche en que encontré a Charles, Charles el hermoso, Charles el imparcial, Charles, cuyo increíble bagaje de conocimientos hacía temblar la tierra y me dejó deslumbrada durante años. Además, nadie sabía que estaba allí o que su existencia tuviera algún valor, ¡nadie excepto yo!

A lo largo de los años, los datos que Charles había acumulado sobre transporte, banca y media docena más de industrias reguladas por el gobierno, me habían ayudado en infinidad de ocasiones. Mis clientes pensaban que yo era un genio porque me sacaba de la manga una serie de cifras que costaba años de investigación reunir.

Cada noche, después de «desconectar» a Charles a la una, lo dos Harris venían a cenar conmigo a un restaurante italiano destartalado que había en la misma calle y cuyo letrero de neón proporcionaba la única luz de aquella manzana tenebrosa. A través de la barrera de tela metálica de gallinero que había junto a la mesa, veíamos a los viejos jugando a una especie de petanca por unas botellas de chianti barato. Comíamos pasta y ternera a la parmesana y cantábamos viejas canciones populares napolitanas. Allí fue donde, un año más tarde, los Harris me contaron entre susurros que la vida de Charles estaba a punto de concluir.

Las máquinas no envejecen como las personas ni tampoco se mueren con sus seres queridos y sus abogados apiñados en torno al lecho, esperando que exhalen el último suspiro. El modelo de Charles había aparecido en la «lista oficial de obsoletos”, lo que significaba que un día no muy lejano y con escasa fanfarria, lo recogerían, lo arrojarían al fondo de un camión y lo llevarían a una empresa que “reclamaría» las partes metálicas valiosas de sus conexiones y vendería el resto como chatarra. Parecía un triste destino para un ordenador tan maravilloso como Charles. Y no sólo eso; si se convertía a Charles en chatarra, sería reemplazado por una nueva máquina y alguien podría darse cuenta de la mina de oro en datos que atesoraba en los pequeños bancos de memora de su interior.

De modo que, una mañana, fui al departamento de contratos de Monolith Corp., saqué todos los documentos que había sobre Charles y les puse el sello de vendido al gobierno de Estados Unidos.
Voilà
! Charles desapareció de la lista de bienes corporativos fijos. Adelanté la fecha de su «venta» al año anterior para que nadie se fijara en ella durante la auditoría de ese año. El gobierno seguiría pagando por operar en el centro una tarifa mensual en la que se incluía el coste de Charles. Y la Monolith Corp., seguiría manteniendo la instalación, creyendo que el gobierno era el dueño de Charles y que continuaba pagándole sólo por el servicio y el local.

Al recordar todo aquello me di cuenta de que la adquisición de Charles había sido mi primer acto ilegal. Charles volvió a nacer gracias a mí para llevar una vida delictiva, así que no era de extrañar que ahora me ayudara a planear un nuevo delito.

Sin embargo, por valiosos que resultaran sus datos, la velocidad no era precisamente su mayor cualidad. Había pasado de largo su hora de dormir cuando me mostró en pantalla la única página de bits que gráficos que le había pedido y, aun así, tuve que componerlos yo misma a mano para averiguar su significado.

De los veinticinco millones de dólares a que ascendían los robos cometidos mediante ordenador en los últimos cinco años, sólo se habían recuperado cinco millones. Yo había dividido el eje horizontal de la tabla en las cincuenta y dos semanas de un año, y el eje vertical en cuentas bancarias por grupos de mil, hasta cincuenta mil. Los números que Charles me había proporcionado indicaban cuánto dinero podía depositar semanalmente en cada bloque de mil cuentas. Por encima, y marcado con pequeñas equis rojas, Charles ofrecía el gráfico que mostraba el riesgo en términos de semanas y de dólares. Este gráfico se salí de la página cuando alcanzaba los diez millones de dólares; no estaba mal para unos cuantos meses de trabajo.

Me serví un coñac y me senté en la oscuridad. Contemplé las luces de un pequeño bote que navegaba hacia el puerto de San Francisco de vuelta de la isla Tiburón. Se había aclarado la niebla pero no se veían las estrellas. En conjunto, era una hermosa noche para estar viva y en San Francisco. En un momento semejante resultaba imposible imaginar la decisión de la que dependía mi vida. Decidí no pensar en ello en absoluto.

De repente sonó el teléfono, haciendo que se agitaran las orquídeas sobre la mesa de cristal. Derramé una gota de coñac y la limpié con el dedo. Luego cogí el teléfono.

—Hola —dijo la vieja voz familiar—. ¿Me llamaste?

Era una voz suave y fina como de filo de una cuchilla, de ésas que hacen que un escalofrío te recorra la espina dorsal aunque te creas impenetrable.

—¡Vaya, señor Turing! —exclamé—. ¡Quién iba a imaginárselo, después de tantos años! ¡Pensaba que había fallecido en mil novecientos cincuenta y tres!

—Los viejos tecnócratas nunca mueren —replicó Tor—. Ni se evaporan. ¡Sobre todo cuando tienen protegidas como «tú» para mantenerlos en la brecha!

—Protegida —señalé— significa que la persona está resguardada, a salvo. No ha sido ése el caso entre nosotros.

—Sería mejor decir protegida de ti misma —admitió él alegremente.

—¿No es un poco tarde para una simple charla telefónica? —inquirí—. ¿Tienes idea de la hora que es?

—Aquí se oye el gorjeo de los pájaros en los árboles, querida. Me he pasado toda la noche intentando localizarte. Al parecer, tu teléfono ha estado muy ocupado.

—¿Qué es eso tan importante que no puede esperar?

—No trates de negarlo. Tengo información de primera mano: Charles Babbage, creo que es así como se llama a sí mismo. Sabes perfectamente que mantengo relaciones íntimas con todos los ordenadores del país.

Sabía muy bien que ésa era la imagen que a Tor le gustaba proyectar, pero no explicaba cómo se había enterado de la existencia de Charles. Noté unos latidos detrás de las orejas y eché otro trago de coñac.

—¿Cómo has conseguido enterarte de lo de Charles? —le pregunté—. Ni siquiera existe sobre el papel.

—Eso es cierto, querida —convino—. Tú misma alteraste su dossier hace años, ¿no es así? Y lo has estado utilizando desde entonces.

—¿Tienes alguna prueba de esas acusaciones? —dije, sabiendo la respuesta de antemano.

—Mi querida muchacha, ¿esquía el Papa en Gstaad? —repuso él de un modo encantador—. Si estuvieras en mi lugar, ¿podrías imaginar alguna razón por la que alguien, en apenas unas horas, quisiera revisar las medidas de seguridad de la Reserva Federal, las normas nacionales norteamericanas para la transferencia de dinero, «todos” los archivos históricos de “todos» los servicios internacionales de transferencia telefónica y los ficheros del FBI sobre las condenas por intervenciones telefónicas interestatales…?

—Soy banquera; mi trabajo consiste en interesarme por la seguridad de los sistemas financieros —repliqué, furiosa como sólo podía estarlo un culpable—. Aunque quizá pueda parecer sospechoso, lo admito.

—¿Sospechoso? ¡Premeditado, eso es lo que parece! Falsificaste el registro de ese ordenador hace diez años, y ahora te estás introduciendo en ficheros confidenciales con un ordenador robado.

—Nadie les obliga a descargar allí sus estúpidos ficheros, ¿o acaso lo hacen?

—Lo hace —me corrigió Tor—. Mi querida jovencita, me temo que te conozco demasiado bien para atribuir tus acciones a una curiosidad ociosa. Podrías realizar tu estúpido trabajo con las manos atadas y los ojos vendados. Tus muestras de ingenuidad adolescente no me conmueven. Bien, me gustaría hacerte una sencilla pregunta, y recibir una respuesta sincera; después puedes acostarte si quieres.

—Dispara —dije.

—¿Estás planeando robar el Banco de Reserva Federal?

No tenía ni idea de cómo responder. Aunque se había equivocado de banco, lo que yo había planeado hacer no parecía en ese momento, a la fría y cruda luz de la realidad, más que el capricho de una chiquilla malhumorada. En el nombre de Dios, ¿en qué estaba yo pensando? La línea permaneció en silencio. Ni siquiera oía el sonido de su respiración.

—No tenía intención de robarles ningún dinero —musité al fin.

—¿No?

—No. —Hice una pausa—. Sólo iba a tomar prestada una parte durante cierto tiempo.

—El Banco de Reserva Federal no presta dinero, salvo a otros bancos —dijo él—. ¿Eres un banco?

—No estaba pensando en un préstamo —admití. Tenía los labios pegados al auricular y la cabeza apoyada contra el cristal de la ventana. Cerré los ojos y tomé otro sorbo de coñac.

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