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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (19 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—Repítamelo, subinspector, estoy dormida.

—El viejo, acaba de llamarme, por fin se acordó.

—¿Tiene el nombre?

—No, pero ha recordado una seña de identidad muy importante.

—¿Cuál?

—Un diente oscuro, casi negro, en medio de la boca, un incisivo superior.

—¡Bien! Ahora sí tenemos algo por lo que preguntar.

—Vamos a intentarlo. A la seis de la mañana la recogeré. Debemos hablar con los dueños del bar antes de que comience el desayuno de la gente.

—Estaré lista.

Por supuesto no pude dormir. En la cara vacía de nuestro hombre aparecía un rasgo inquietante. El fantasma abría la boca. Pero ¿estábamos seguros de que quien llevó el reloj y quien violaba era el mismo hombre? ¿No podía tratarse de un amigo, de un intermediario? En cualquier caso nos hallábamos ante una pista fiable.

Salí de casa a las seis en punto. Como medida preventiva contra el cansancio había ingerido dosis masivas de café. Vi a Garzón sentado en el coche, esperando. Con las gafas de sol puestas entre la neblina del amanecer era la quintaesencia de lo inusual. Me hizo un gesto de entendimiento. Parecía contento.

—Al final se acordó, ¿eh, inspectora?

—¿No cree que lo supo desde el principio y decidió callar hasta que la conciencia le remordió?

—Eso pienso yo también. Se le notaba algo asustado cuando llamó. Debía haber estado mucho tiempo pensando sobre la conveniencia de facilitarnos el dato.

—¿Eso lo hace sospechoso?

—Supongo que no, ya sabe cómo se comporta la gente con la policía, cuanto menos les digan, mejor. Tienen un miedo brutal a quedar involucrados en algo, a ser llamados a declarar por un juez. Al tratarse de una persona mayor la cosa se hace más patente, ¿para qué necesita meterse en líos a su edad? Pero, como usted dice, luego la conciencia le remordió.

—Pues la tenía dura de roer.

—No lo crea, hubiera podido tardar mucho más en llamarnos.

Aparcó delante del bar que aún estaba cerrado. Esperamos a que llegaran los dueños. Garzón se puso a fumar. Tarareaba. Yo, que había estado deseando que la noche pasara deprisa para poder lanzarme a la acción, era ahora presa de un sueño intolerable. Cabeceé. Noté que al rato Garzón me daba un codazo exento de fuerza.

—Mire, ya están ahí.

El matrimonio bajaba de una furgoneta. Se disponían a abrir su local. Dejamos que levantaran la puerta metálica. Entraron. Garzón se ajustó los faldones de la gabardina en torno al cuerpo.

—Vamos.

Al vernos juntos la mujer puso cara inequívoca de estar pensando: «
ya decía yo...
». El subinspector me había informado con tino sobre las reacciones de la gente frente a la policía. Nuestra mera presencia los había atemorizado. En sus ojos se veía el deseo de que nos fuéramos aún antes de saber qué podíamos querer de ellos.

—Soy el subinspector Garzón y estuve aquí el otro día, ¿me recuerdan? Ella es la inspectora Delicado. Estamos buscando a un cliente suyo, o por lo menos a alguien que es posible que haya venido varias veces por su bar.

—Ya le dijimos que...

—Lo sé. Pero hay un detalle que no les mencioné y en el que quizás ustedes se hayan fijado. El hombre a quien buscamos, joven y alto, tiene un diente oscuro, casi negro, en el centro de la boca, aquí.

Garzón se llevó el índice a la dentadura y frunció el gesto como una grotesca máscara china. Quedaron callados. La mujer inició un titubeo:

—Bueno... yo no sé... por aquí viene un chico que tiene un diente así. —Se volvió hacia su marido—. Quiero decir Juan.

—Pero Juan no es un cliente.

—Es un chico que trabaja en el reparto de las cervezas. Pero no me parece de los que hacen nada malo.

—Sólo queremos charlar con él. ¿Es alto y fuerte?

—Sí. ¿Qué ha hecho?

—Nada, de verdad. ¿Sabe dónde está el sitio en que trabaja?

—Sí, es un almacén de bebidas. Está dos calles más abajo.

—¿Él tenía el teléfono de su bar?

—Claro, llamaba todas las semanas para saber qué pedido teníamos que hacerle.

—Dígame exactamente dónde está ese almacén.

El hombre se lo indicó a Garzón. Éste se volvió hacia mí.

—Quédese aquí, voy a echar una ojeada.

Me quedé sentada en la barra. El marido se quitó el delantal y fue a trajinar en la cocina. La mujer me miraba con mucha curiosidad. Limpió el mostrador con un trapo.

—¿Quiere un café? Enchufé la máquina al llegar y ya está caliente.

Asentí. Mientras me lo servía empezó a parlotear dirigiendo su cháchara hacia la cuestión que le interesaba.

—Este chico, Juan, nos trae siempre las cajas de cerveza. Alguna vez también pasa por aquí a tomar algo, como trabaja al lado. Tampoco viene mucho, no crea.

—¿Viene solo?

—Sí. La verdad es que parece un buen chaval, por lo poco que yo lo he tratado. Pero ¿qué le voy a contar a usted?, a veces la juventud, que si drogas, que si...

—¿Toma drogas?

Se parapetó tras los brazos extendidos, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada.

—No, si yo estaba hablando por hablar. No sé absolutamente nada de él, ni siquiera sé cómo se llama de apellido.

A partir de ese momento se calló. Me lanzaba miradas temerosas mientras abría panecillos por la mitad. Le pregunté:

—¿No se ha fijado si lleva en la muñeca algún reloj raro, un reloj con pinchos, con alguna tapa que impida ver la esfera, o algo por el estilo?

Se encogió de hombros, negó con la cabeza. Luego, de pronto sus ojos arrojaron una incisiva luminosidad. Desencajó la mandíbula y dijo:

—¡Buscan al violador de la flor, al que marca a las chicas en el brazo! ¿A que sí?

—Señora, deje de decir cosas raras. Serénese usted.

La opinión pública. Aquello era lo que obtenían los malditos periodistas manteniendo informada a la opinión pública: entorpecer el trabajo y tocar las narices. Había sido una imprudencia por mi parte mencionar el reloj. Bajé del taburete donde estaba y me dirigí hacia la puerta de cristal, así evitaría las preguntas de aquella mujer que probablemente se tragaba sin falta
La vida complicada.
En la calle empezaba a haber cierta animación, pero el bar estaba aún vacío de clientes. En cuanto pensé eso, un joven quiso traspasar el umbral que yo obstaculizaba. Se frotaba las manos por el frío. Me aparté de la puerta y entró. Continué mirando hacia fuera. Entonces oí un grito semicontenido a mis espaldas y como la mujer decía con voz aterrada:

—¡Es él!

Me volví. En mitad del espacio que separaba la barra de la entrada, el joven se paró. Dio media vuelta de pronto y se quedó mirándome un instante.

—¡Policía! —grité.

Se abalanzó hacia la puerta. Lo sujete por un brazo. Vi sus ojos grises sin ninguna expresión frente a los míos y entonces lo sentí, sentí aquel dolor inmenso, oí crujir los huesos de mi nariz, romperse tramo a tramo la estructura de mi cara como si estuviera desplomándose una inmensa catedral. Tumbada en el suelo intenté conciliar aquellos ruidos internos de mi cabeza con la voz que estaba chillando. Era la mujer. Respiré tragando sangre. No debía preocuparme, era la mujer y yo no estaba herida ni muerta, sólo había recibido un puñetazo en el rostro. Un par de sillas habían caído al suelo junto a mí. Me levanté como pude. Inmediatamente se acercaron los dueños del bar. Ella lloraba:

—¡Por Dios!, siéntese, ¿está herida?

Trajo una toalla limpia que enseguida se empapó de sangre. Ninguno de los dos sabía qué hacer. El hombre corrió a servirme una copa de coñac. Cuando me la traía, llegó Garzón.

Hubo exclamaciones e intentos atropellados de explicarle qué había ocurrido. El subinspector se arrodilló frente a mi cara, me miró con sus ojos de lechuza bondadosa:

—¡Joder, Petra, le ha dado bien!

—El tipo se me ha escapado —mascullé.

—Olvide eso ahora, tranquilícese un poco.

En el dispensario me aseguraron que no tenía rota la nariz, sólo el impacto derivado de tan soberano morrón. Pero cuando me miré en el espejo quedé impresionada, un aro violáceo me enmarcaba los ojos. Tuve que pasar tres horas tumbada en una camilla y me pusieron una inyección para que la sangre dejara de manar. El médico dijo: «
Unos cuantos antiinflamatorios y estará igual que antes
». Mientras tanto, Garzón estuvo ocupándose de todo: contactos e información al juez, orden de busca y captura, peinado con guardias por los alrededores de la casa. Vino sin embargo a recogerme a la clínica. Se lo agradecí, aunque no hubiera hecho falta en realidad, podía moverme por mí misma. Me sentía floja y melancólica como una niña recién pasado el sarampión, y sobre todo, estúpida por haber permitido la fuga del violador sin oponerle resistencia. Garzón intentaba tranquilizarme en el coche.

—No ha sido culpa suya. El tipo me vio entrar en el almacén y, por si acaso, se largó al bar. Allí podía tomar tranquilamente una cerveza y regresar después sin levantar sospechas. No sabía que andábamos siguiéndole los pasos tan de cerca. Usted se lo encontró de sopetón, no había gran cosa que hacer, la pilló desprevenida.

—¿Qué le dijo el encargado del almacén?

—Nada especial. Se llama Juan Jardiel y tiene efectivamente un diente ennegrecido. Es formal y trabajador. Le extrañó mucho que estuviéramos buscándole por algún delito. Él apostaría su vida a que no tiene nada que ver con asuntos turbios.

—A lo mejor realmente no es el violador.

Los que viven junto a los sospechosos siempre se niegan a reconocer cualquier punto oscuro. Pero se hace difícil de creer que ese tipo no esté escondiendo algo. El teléfono del bar, el diente negro, su agresión, la huida...

—¿Por qué le dio al joyero el teléfono del bar?

—Algo corriente, la gente no sabe inventar ni siquiera un teléfono, le dijo el que tenía en la cabeza. En caso de urgencia ahí conocían su nombre y podían darle un recado sin sentido para alguien que no supiera nada del asunto.

—Ya. ¿De verdad cree usted que es el violador?

—¿Quiere presentarle la otra mejilla?

—Intento no prejuzgarlo.

—Juzgar corresponde al juez. Nosotros tenemos que atrapar a ese tipo como si fuera culpable desde que ha nacido.

Me quedé sumida en lo terrible de aquella afirmación, Garzón se inquietó de pronto:

—¿Consiguió verle la cara?

—Un instante. Me llamaron la atención sus ojos grises, sin ningún brillo.

—¿Podría reconocerlo?

—Mirándolo detenidamente, sí, pero en un vagón de metro...

—Con eso ya puede ser suficiente.

Ni siquiera después de haber ofrecido mi rostro al sacrificio fui capaz de grabar los rasgos del tipo en la mente sacando algún beneficio de esa situación. Un desastre. Quizás ahora sí estaba justificado que me quitaran el caso. Intenté sonreírle a Garzón con la boca dolorida. Él, por el contrario, se había movido hábilmente y a toda velocidad. Aparte de haber cumplido con las gestiones judiciales, había ido a casa del presunto violador que, por supuesto, no estaba allí. Me contó su impresión, que no contenía nada extraordinario. La madre de Juan Jardiel era una viuda sin otros hijos, una mujer bastante corriente. Algo curioso, la novia del chico también vivía en el piso, prohijada por la madre desde hacía muchos años. La reacción de ambas frente a lo ocurrido fue de incredulidad, después se cerraron en banda. El registro de la casa no dio ningún resultado. De todos modos, Garzón las había emplazado para un interrogatorio a fondo al que yo pudiera asistir, no quería ponerse medallas.

—Si se encuentra bien mañana volveremos a esa casa, si no es preferible que se quede descansando.

—¿Descansando? ¡Ni pensarlo! Lo único que me jode es tener que exhibirme con esta cara.

—No está tan mal. Mire, le propongo una cosa, antes de irse a dormir vayamos a tomar una de esas copas que sirve su ex marido. Se sentirá más reconfortada.

Pepe y Hamed se pasaron un buen rato mirándome como se mira la piel abandonada de una serpiente, con curiosidad y repulsión. A aquellas alturas el hematoma debía haberse hecho muy llamativo.

—¡Qué individuo tan salvaje! —dijo Hamed—. Entre los musulmanes pegar a una mujer que no es la propia está considerado un gran delito. La mujer es algo excelso y delicado, como una flor.

Rezongué:

—¡Vaya, otro que se apunta al jardín!

Pepe contemplaba sarcástico mi mal humor, pero había en su boca un gesto bondadoso. Me preguntó de pronto:

—¿Sigue gustándote ser policía?

—Pues claro. ¿Crees que estoy jugando?

Se apartó los pelos de la frente.

—No, no creo eso, pero tú acometes las novedades con gran impulso y luego te vas por otro camino.

Estaba aludiendo a nuestro matrimonio. Me sorprendió, nunca anteriormente había hecho el menor reproche o ironía. Tanto mi advenimiento como mi desaparición de su vida le habían caído encima al modo de hechos bíblicos, y parecía haberlos soportado con hebraica paciencia invocando el nombre de Yahvé.

—Te he llamado varias veces a tu casa pero no estás nunca.

—¿Qué querías?

—Ayudarte a colocar los libros.

—Ahora no tengo tiempo.

—Pensé que te proponías llevar una vida ordenada y sedentaria en tu nueva casa.

—Eso es algo que no debe preocuparte.

Garzón nos interrumpió:

—¿Ha oído, Petra? Hamed dice que ha vuelto esa periodista.

—Es cliente habitual —dijo Hamed.

—No quiero que le digáis nada, sobre todo que ese tipo me ha pegado en la nariz, ¿está claro?

—¡Pero si ya lo sabía! Le preguntó a Pepe cuándo salías del hospital.

—¡Esto es la leche! Empiezo a sentirme perseguida.

—No haga demasiado caso, Petra, ahora todo funciona así.

Encendí un cigarrillo. Hubo un silencio meditativo.

—Hay algo que me preocupa, subinspector... —Garzón sacó de su copa el bigote mojado.—... Verá, cuando el sospechoso se quedó parado frente a mí yo grité: «
¡Policía!
», ¿cree que eso estuvo bien?

Me miró desconcertado.

—Bueno, no veo qué otra cosa podría gritar.

—¡Oh!, le ruego que me entienda, quiero decir si eso formalmente estuvo bien. No debería haber dicho: «
¡Alto en nombre de la ley!
».

Garzón estaba por primera vez fuera de juego. Me observó para asegurarse de si hablaba en broma. Pepe terció:

—También hubiera sido correcto: «
¡Date preso!
», ¿verdad, Fermín?

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