—¿Alguien vigila el bar y el lugar de trabajo?
—Pasan patrullas.
—De acuerdo. Habrá que volver a interrogar a las víctimas, mostrarles las fotos por si hay algo que les llame la atención. No se imagina hasta qué punto me da pereza enfrentarme de nuevo con esas chicas.
—No se preocupe, lo haré yo.
—Se lo agradezco.
—¿Dónde ha quedado aquella mujer de hierro que vapuleaba a los sospechosos?
—Estoy un poco cansada. Además, ya no tengo que aparentar nada frente a usted. ¿O sí?
—Nunca se sabe, sigue siendo una mujer.
Ambos nos reímos con cierta mansedumbre.
—¿Cree que cogeremos a ese tipo, Fermín?
—Supongo.
—Como no es un delincuente de toda la vida tarde o temprano cometerá más errores. El del teléfono es uno, y no será el único.
Garzón encendió un cigarrillo y exhaló humo con el brío de un motor viejo pero bien engrasado.
—No quiero alarmarla, pero ése es un pensamiento corriente que no suele tener fundamento. El ser humano posee más capacidad lógica de la que puede parecer. En realidad, sólo con que conserve un poco la calma, las probabilidades que presenta un delincuente de cometer errores son mínimas.
—Pero ese tipo no sabe adónde ir, debe sentirse acorralado.
—Eso es lo que le sucedería a una mente normal, pero usted está convencida de que ese chico no tiene una mente normal.
—Se comporta de modo patológico. ¿Se ha fijado en la madre?
—¡Todo un carácter! ¿Y la novia?
—Estaba como sonada. Debe ser un buen trauma que a tu chico lo acusen de violación.
—Y sin embargo parecía indiferente, por lo menos distante.
Era verdad. Aunque no resultaba insólito ese proceder. La mente puede digerir o reciclar lo malo, pero lo verdaderamente terrible suele quedar fuera, agazapado, demasiado grande para entrar de pronto en la frágil cueva.
—Se me ocurre algo, subinspector. Esa nueva identificación que deben hacer las víctimas, ¿por qué no intentamos que la presencien la madre y la novia de Juan?
—¡Coño, Petra!, ¿se ha vuelto usted loca? ¿Sabe lo que está diciendo?
—Sé que es una cosa tremenda. Hay posibilidad de escenas y follones, emociones desatadas. Pero a lo mejor esa dichosa novia de Jardiel reacciona, se da cuenta de que su futuro marido ha violado en realidad a esas chicas. Quizá sufra una conmoción, incluso puede llegar a decimos dónde se esconde su novio.
A Garzón aquella sugerencia le llegaba al alma, le complicaba la vida y, sobre todo, rompía el esquema ortodoxo de una investigación. Pero, aun después de nuestra tácita reconciliación y nuevo explícito trato, yo seguía siendo su jefa, y no tenía intención de discutir mis métodos. Se limitó a comentar:
—Usted cree demasiado en la psicología, inspectora. Y yo siempre he pensado que eso es cosa de clases pudientes. Para la gente del pueblo no hay más psicología que el propio interés, el más sencillo y material.
—Entonces, ¿sólo sufren los que no tienen nada para comer?
—No, porque al final se dan cuenta de que, hasta con lo material solucionado, la vida es bastante desastrosa.
—¡Vaya, Garzón!, eso no coincide con su idea positiva de las cosas. ¿Quiere explicármelo?
—¡Ni hablar! Es usted quien me hace meterme en filosofías. No digo más que chorradas. Si de verdad quiere hacer eso tan arriesgado en los interrogatorios será mejor que nos marchemos a dormir.
Dormir. Personalmente, ni lo intenté. Estaba demasiado capturada por los acontecimientos como para meterme en la cama. Me serví una copa, puse música sinfónica y apoyé los pies sobre un puf. Miré las estanterías a medio llenar, las paredes. Mis señas de identidad estaban presentes: litografías de Chagall, libros de leyes y novelas, alguna pequeña reproducción de primitivos flamencos, discos de Beethoven, de Chopin, jazz, recuerdos de otros tiempos, objetos de artesanía sin valor... Rasgos indicativos de que una persona con su carácter, su pasado, sus manías vivía allí. Recordé la casa de los Jardiel. Había algo angustioso en ella: el falso lustre brillante de los grandes muebles, la disposición regular y simétrica de los cuadritos de flores diseminados por todo el piso. Un tremendo aire unificador, nadie de los que allí vivían había marcado su territorio, había hecho muescas de su personalidad, todos se movían en el espacio reducido bajo aquel anodino gusto más propio de un hotel barato. Los paños cuidadosamente doblados en la cocina, el soporte del papel higiénico en el lavabo, una tapa de inodoro con funda de lunares. Imaginé la existencia que allí se llevaría. Desayunos en la pequeña mesa de la cocina, con la madre probablemente en bata, presidiendo la primera comida de la jornada, como presidiría las otras. Siempre bajo la impresión de su gesto adusto. Orden y aseo parecían las consignas. Cada uno desaparecía camino de su trabajo y después volver, cenar, velada frente al televisor. Los pasillos barridos, lavado de la ropa. Como en un hormiguero, obligaciones cumplidas dentro de una organización perfecta. Cualquier veleidad personal quedaba fuera. Sí, podía ser, sentirse como en la plaqueta de un microscopio, observado por su madre. Un joven sometido a una férrea disciplina despersonalizadora podía llegar a estallar, dedicarse a ser diferente y aun opuesto en otra parte, incluso vengarse de un elemento femenino tan totalizador. Y escoger chicas débiles para hacerlo, demasiado temeroso de la ciclópea figura materna. ¿Un desencadenante? Aquel matrimonio cercano que tenía rasgos
contra natura.
También contaban los misterios viscosos de la relación entre madre e hijo, los vericuetos oscuros, de difícil deducción.
Estaba cansada. Necesitaba apartar de mi mente todo aquel asunto antes de caer en el sueño. Fui a calentarme un vaso de leche y, al pasar por el recibidor, lo vi, era un sobre colado bajo la puerta, una carta. Ni se me pasó por la cabeza que pudiera tratarse de algo ajeno al caso. Lo tomé entre mis manos como si fuera un pájaro que pudiera asustarse. Me senté en la cocina para abrirlo. No tenía duda de que aquello era una confesión, una pista segura, una delación. Pero era una nota de Hugo. ¡Dios Santo!, ¿no podía usar el teléfono como los demás mortales, el servicio de correos, las mensajerías privadas, al menos un fax? No, él debía dejar constancia de su excepcionalidad y métodos distinguidos.
Querida Petra:
He pasado por aquí y, obviamente no estabas. Te ruego que hagas mañana un hueco en tus obligaciones policiales para almorzar conmigo. Tendré mucho gusto en presentarte a mi nueva esposa que asistirá a la comida, al tiempo que te hago entrega de tu parte económica en nuestra última gestión común. Da tu conformidad por teléfono a mi secretaria y ella te concretará hora y lugar.
Cada vez su estilo me recordaba más al de los guardias de comisaría. Tuve que echar mano de todos mis recursos budistas para encajar la noticia. Era evidente que se resistía a renunciar al último acto de la representación teatral. Necesitaba un redoble de timbales, el coro desmelenado, el público puesto en pie. Su flamante esposa. ¿Cómo podía su flamante esposa prestarse a una cosa así? ¡Y un almuerzo! Podía haber sido un desayuno, una merienda, una socorrida taza de té. Pero no, sería una larga comida con aperitivo, pausa en el centro y digestivo final. Una tortura. ¿Qué pretendía con aquello? Quería que me sintiera culpable por los restos, que aprendiera de su glorioso
savoir faire.
Así es como se hacen las cosas, Petra, nada de largarse por las buenas, carretera y manta. Hay que pensar, intentar no herir a quien nos ama, calma, conocimiento, sosiego. Pensé en negarle mi asistencia. Pero estaba el problema de siempre, no podía. En el fondo seguía temiéndole, temiendo ver mi desastrosa imagen grabada en sus ojos. La culpabilidad. Y yo. La locura de quien lo cambia todo por nada. ¿Adónde vas, Petra?, ¿qué va a ser de ti?
Fermín Garzón no pudo ponerse al teléfono porque no estaba. «
Nunca llega antes de la una
», me dijo su patrona, «
pero me ha dado un número donde puede localizarlo
». Reconocí al instante el número del Efemérides. Allí estaba, por supuesto, feliz entre la gente de mi segundo ex esposo, ¡Dios sabría el motivo!, quizás era un alma extraviada, quizá Pepe le recordaba a su hijo ganado para la Ciencia en Estados Unidos.
—Mire, subinspector, le agradeceré que mañana haga solo los interrogatorios y las gestiones de la primera hora de la tarde. Voy a comer con alguien y quizá me retrase.
—¡Vaya!, la cuidan ¿eh, inspectora?
Debía llevar una copa de más.
—Sí, pero le aseguro que no es una ocasión de placer. Como con un amigo y su esposa.
—Entonces, ¿por qué no me invita a mí también?
Las copas de más debían ser dos.
—No sé...
—Ir desemparejada a una comida es afrentoso para una mujer.
Estaba bromeando, debí haberlo imaginado. Sin embargo, una débil luz se había abierto en mi horizonte.
—Oiga, Garzón, ¿sabe que con lo que está diciendo podría hacerme un favor grande?
—Estoy siempre a su disposición —dijo poniéndose serio de pronto.
—De verdad, ¿por qué no me acompaña a esa comida?
—Delo por hecho.
Una locura, una ridiculez. Por supuesto Garzón no sabía a qué estaba prestándose, desconocía por completo el meollo de la cuestión. Invitarlo a compartir mesa y manteles con mi primer ex esposo y su esposa actual era casi un lío de vodevil. Probablemente demasiado para él. Se había pasado muchas horas preguntándose por qué yo me había casado y descasado repetidamente y ahora yo me proponía introducirlo en otro compartimento de mi privacidad que quizás iba a suponerle un buen manojo más de interrogantes. Demasiado para él. Pero había dicho sí, ¿qué otra cosa podía hacer después de marcarse el anticipado farol caduco de «
me pongo a su disposición
»?
Valió la pena asistir a aquella comida con Garzón, ¡desde luego que sí!, aunque sólo hubiera sido para ver la cara que puso Hugo al vernos aparecer. Y ésa fue la razón menos importante. El restaurante donde me citó era lujoso, de elegancia fría e intemporal. Gruesos manteles blancos, vajilla de porcelana, camareros presentes y ausentes como muertos queridos. No quise mirar demasiado a mi heredera en el corazón de Hugo, pero enseguida recibí una primera y fiable impresión: media melena lisa, ojos ligeramente maquillados, vestido de cuello redondo, pequeño collar... una mujer discreta, discreta en el hablar, discreta en el vestir. Justo el tipo de mujer que hubiera debido ser yo. Hugo se mostraba orgulloso a su lado, pero estaba violento. Ella también. Todos estábamos violentos menos mi compañero, el ilustre Fermín. A él se le veía contento, como si aquella situación fuera la más natural. Era un especialista en ex maridos, había que reconocerlo de una vez por todas.
Escogimos el menú y empezamos a comer entre charla intrascendente. Hugo se mostraba amable, pero cuando su mirada se dirigía hacia mí, veía titilar el sarcasmo en sus ojos como el resplandor de una vela. Su nueva esposa no parecía sentir la menor curiosidad por mi persona, o simplemente llevaba tan lejos su grado de civilización que aparentaba estar muy por encima de cualquier interés. Hablamos de los inconvenientes de la vida urbana, de la intrincabilidad de los aparcamientos subterráneos, de platos típicos regionales, de viajar en avión. Nada íntimo, ninguna incidencia en la vida privada o el recuerdo conyugal. Garzón estaba en su salsa, charlaba, bebía, comía con el apetito acostumbrado y ofrecía a la concurrencia su pinta más curiosa: traje oscuro, camisa rayada y un espantoso corbatín de lunares violeta que nunca antes le había visto. Pensé que había adquirido aquella gracia para departir sobre temas banales durante las cenas de la pensión. Era probable que cada noche compartiera la mesa con personas casi desconocidas con las que, como ahora, tampoco presentaba ningún punto en común. Hugo sin embargo, estaba a ojos vista fascinado por él. Le prestaba atención cuidadosa, observaba sus gestos, su modo de hablar y supongo que se preguntaba a cada instante qué pintaba un tipo como aquel en una comida familiar. Yo me sentía feliz, la presencia de mi guripa había disuelto como por ensalmo cualquier posible tensión. Estaba actuando como los niños que, en previsión de una bronca paterna, se presentan a la cita comprometida con un amigo. De cualquier manera Hugo podía ver cumplido su objetivo: demostrarme que estaba casado con una exitosa profesional, bella y aparente. Todo le funcionaba a la perfección, se movía en ambientes sofisticados, su vida era próspera y normal. En cuanto a mí, me presentaba acompañada de un poli pueblerino con corbatín, mis días se desarrollaban entre las sordideces de mi horrible profesión y ni siquiera en eso parecía haber demostrado excesiva brillantez. Ergo, la equivocada era yo. ¿Y cuál era la equivocación? Haber roto nuestro matrimonio, nuestra vida prometedora, el pecado original.
A los postres, y como era inevitable, afloró la acritud. Hugo se puso mordaz porque, por mucho que se hubiera propuesto no sobreactuar y dar réplicas moderadas, un tercer acto final con posibilidades de lucimiento, era demasiada tentación. Rebuscó en su cartera.
—Pido disculpas, pero Petra y yo hemos de hablar de negocios. —Se volvió hacia mí—. Porque todos los presentes saben que hemos estado casados, ¿o no?
La nueva esposa, que se llamaba Gloria, se echó a reír suavemente. Garzón se puso a observar el asunto sin ningún embarazo, sorbiendo café como si estuviera en el Efemérides.
—¿Usted está casado, Fermín?
—Soy viudo.
—¿Y no ha vuelto a casarse?
—No.
—Pues hace mal. El segundo matrimonio es el único prudente para un hombre. Uno aprende en primeras ocasiones, luego compara, sabe apreciar mejor. Es fabuloso, créame.
Yo estaba allí, con una sonrisa mecánica clavada en la boca, preguntándome de qué manera saldría de aquello sin humillarme. Hugo continuaba su representación escénica, cada vez más seguro. Su mujer lo contemplaba con la alarma algo falsa que se tiene frente a un niño mimado y adorado que no sabemos por dónde va a salirnos.
—Se tiene la oportunidad de comprobar que uno sigue siendo como era, y que sin embargo nada se hunde, todo va bien. Señal, pensamos, de que no fue tan tremendo nuestro error. Y con alguien al lado que de verdad nos ama se produce una especie de floración, un renacimiento. Cásese de nuevo, en serio, es una experiencia deliciosa, amigo Fermín.