Garzón sonreía con su mejor pinta de guardia urbano de los años cincuenta, rodeado en plena calle de obsequios de Navidad.
—Pero Petra no quiere casarse conmigo, Hugo, y no se me ocurre que pueda encontrar una mujer mejor. No tengo mucha suerte.
Todos sonreíamos, y la sonrisa de Hugo era tan apretada que temí empezar a ver sangre manando por las comisuras de sus labios. ¡
Chapeau
, mi querido subinspector!, años y años de comer bocadillos choriceros en oscuros despachos oficiales y ahora se descolgaba con una salida a lo Oscar Wilde. Mi corazón le estaría siempre agradecido por aquella
boutade.
Hugo aparentaba condescendencia, pero lo conocía lo suficiente como para saber que se encontraba molesto. ¿Quién le había dado vela a aquel ridículo hombrecillo? ¿Cómo se atrevía a deslucir su digna escena final? Así era su ex mujer, incapaz de cualquier solemnidad, apareciendo con bufones en la corte del rey. Mordió el aire de nuevo:
—¿Sabía usted que, antes de convertirse en policía, Petra fue una abogada de prestigio? Tenía por delante una carrera brillantísima, era conspicua, inteligente, dedicada. No voy a ser yo quien le niegue sus méritos. Mi sorpresa es que una persona tan sofisticada como ella haya podido reciclarse con tanta facilidad, si es que lo ha hecho. Porque Petra era sofisticada, ¿sabe usted? En ningún caso me propongo deslucir sus aureolas populistas, pero lo cierto es que Petra siempre insistía en vestirse para cenar, no podía irse a la cama sin oír a Beethoven, frecuentaba las mejores tiendas, no hablaba con gente que considerara vulgar o poco interesante intelectualmente, no entraba en la cocina para no ensuciarse las manos, practicaba la danza, hablaba dos semitonos más bajo que el resto de contertulios, formaba parte de algún club...
Garzón hizo balancear en su copa el anís que había pedido.
—Como policía tampoco lo hace mal. Tendría que verla metida en faena. Se mueve entre putas y matones como si nada. Y de los interrogatorios a tipos malcarados y violadores para qué le voy a decir. Lo cierto es que, desde mi punto de vista a veces va demasiado lejos. El otro día puso en pelotas a un pobre ratero, en pelota picada. Lo tuvo allí más de una hora, mirándole las bolas fijamente, no hizo falta más, el tío por poco se muere. Se rajó, ¡vaya si se rajó! Y con los sospechosos tiene una lengua venenosa, escupe sapos a la mínima. Creo que es una experiencia fuerte verla trabajar.
Hugo se quedó mirándome con el asco pintado en la cara.
—¿Es verdad? —preguntó.
Y yo, soltando una clara y única carcajada llena de alegría salvaje me limité a exclamar:
—¡Sí!
Gloria tenía la mirada clavada en las migajas de pan que había sobre el mantel. Hugo estaba encarnado. Sacó varios papeles de su portafolios.
—Sería conveniente que me firmaras estos recibos, certifican que te hago entrega del dinero, es el proceso legal.
Los firmé y tomé el cheque bancario que me tendía. Lo guardé en mi bolso, impasible. Pagó la cuenta. Reinaba un silencio absoluto. Gloria puso cara de auténtico alivio cuando vio incorporarse a su marido.
—Dadas las circunstancias, Petra, es mejor que no volvamos a vernos nunca más.
—Eso es exactamente lo que quiero yo también —me oí decir.
Hubo apretones de manos circunstanciales, pero Hugo se apartó visiblemente de mí y no hizo aquel simple gesto amistoso. Entre nosotros siempre continuaría mediando su odio, un odio público y notorio como lo fue mi abandono.
El subinspector y yo esperamos a que hubieran salido para levantarnos. Anduvimos sin hablar por la calle. Refrescaba. La incidencia de los últimos rayos de sol era nula.
—Quizá no hubiera debido... —se interrumpió Garzón.
Continué caminando en silencio.
—A lo mejor yo...
Me paré. Lo miré gravemente a los ojos. Estaba preocupado y temeroso como un niño. Entonces exploté. Una risa convulsionante me recorrió el cuerpo saliéndome del pecho. No podía atajarla, reía. Las piernas me flaqueaban.
—¡Ah, Fermín!
Él sonreía, descolocado pero contento.
—¡Bueno, Petra, pare ya, la gente está mirándonos!
Pero yo no quería parar de reírme, era presa de un ataque liberador. Conseguí andar muy despacio. Los dientes de Garzón llegaban de oreja a oreja.
—Verá, pensé, ¿por qué hemos de demostrar siempre que somos maravillosos?, ¡qué más da! ¿Por qué Petra ha de ser discreta, buena, refinada y todas esas cosas positivas? Quizá no hace falta tanto, ¿por qué no ser también un poco desagradable? Eso es lo que pensé.
Estaba encantado de haberse atrevido a un acto semejante. Logré serenarme:
—Siento haberle metido en algo así. Creí que Hugo había organizado esta comida para demostrar que su nueva mujer era perfecta, pero ya ve que también quería lanzar algunas piedras contra mi tejado.
—¿Y eso le importa?
—Supongo que acabó haciéndome creer que su modo de ver las cosas era el único aceptable.
—Siempre nos descornamos para que los demás piensen bien sobre nosotros, es absurdo.
—Sí, lo es. Pero verá, después de la visión que ha dado de mí a Hugo creo que ya puedo despreocuparme por eso.
—Le repito que lo siento, he ido demasiado lejos.
—No, ha estado bien, quizás haya roto usted el maleficio. Pero pasemos a lo sustancial. ¿Ha visto este papelito?
—Tres millones de pesetas es un buen pico.
—¿Necesita dinero para algo? Si quiere puedo prestarle.
—Tengo pocas necesidades, con lo que gano vivo bien.
—Bueno, pues una de estas noches iremos a celebrarlo. ¿Qué le apetece?
—Una buena cena.
—Eso por descontado, pero haremos algo más. ¿Sabe qué se me ocurre? Iremos al Liceo a ver ópera o ballet. ¿Le parece?
—Las entradas son muy caras.
—Recuerde los tres millones.
—¿De verdad haría eso por mí?
—No me gusta la ópera pero lo haré.
Se quedó mirándome con gesto agradecido. Seguimos caminando en silencio. De repente una luz de malicia se encendió en sus ojos.
—¿En serio practicaba la danza?
—¡Oh, vamos, Garzón!
—Hubiera dado algo por verla vestida con tutú.
—¡Váyase al carajo!
Una vez de vuelta a comisaría, todo el caso momentáneamente olvidado, se precipitó de nuevo sobre mi mente. Garzón me había convencido, no interrogaría a las víctimas en presencia de la familia Jardiel, demasiado terrible. Sin embargo, la sospecha de que Luisa conocía el paradero de su novio no me dejaba tranquila. Opté por una solución híbrida. Mientras Garzón se dedicaba a las tres chicas y les mostraba las fotos de Juan con vistas a una improbable identificación, yo me entrevistaría a solas con Luisa y le enseñaría otras fotos, todas las que los forenses habían tomado de Sonia, Patricia, Salomé y Cristina después de haber sido violadas. El material era bastante interesante, había imágenes de las chicas con el brazo marcado, primeros planos donde resaltaban todos los alfilerazos de la flor. Vendas, regueros de sangre. Podrían servir. Quizá mi confianza en que el corazón de Luisa se ablandaría era excesiva. Cabía incluso la posibilidad de que, viendo aquella realidad tan desnuda, se generara en ella un sentimiento de odio contra las víctimas, un rechazo frontal. También era posible que desconociera el paradero de Jardiel, pero la tranquilidad que emanaba de su rostro me alentaba a creer que sabía dónde se hallaba, quizá de algún modo hasta habían logrado entrevistarse. Haría todo lo que estuviera en mi mano para forzar su emotividad. Algo me indicaba que existía en ella un lado frágil, humano, franqueable, todo lo contrario de aquella férrea muralla que rodeaba a su madre adoptiva. En cualquier caso, conseguir hablarle a solas, lejos de la influencia paralizadora de la otra mujer, era imprescindible. Por ello utilicé una citación oficial aparatosa para llamarla a declarar, especificando que era únicamente ella quien nos interesaba como testimonio.
A las siete de la tarde me anunciaron que la chica había llegado. Venía asustada y llena de sospechas. Se sentó. Sin que mediara entre nosotras ni una palabra empecé a pasarle las fotos. Había estado colocándolas según una gradación psicológica que me pareció adecuada, las más impactantes primero. La miraba a la cara con toda atención para poder atisbar cualquier cambio. Le temblaban las manos de modo que las fotografías se agitaban levemente en el aire. Las observaba, deteniéndose a veces. Tenía pintados en el rostro el horror, la repugnancia, el miedo a la verdad. Comenzó a hacer lentos gestos de negación con la cabeza. Tragaba saliva, hipnotizada por las imágenes, mortalmente seria.
—Él no ha hecho ninguna de estas cosas —acertó a decir.
—Todo parece indicar que sí.
—No ha sido él.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque lo sé.
—¿Te lo ha dicho él mismo?
Se calló. Tomé asiento frente a su silla.
—Quizá lo que ocurre es que quieres creer en su inocencia.
—Juan no es capaz de algo así. Si le hubiera dado la gana hubiera podido acostarse conmigo, viviendo juntos hemos tenido muchas ocasiones, pero nunca me tocó. Quería que estuviéramos casados. Lo han educado muy recto y tiene sentido de la moral.
Suspiré.
—Eso no prueba nada, incluso puede llegar a indicar lo contrario. Obligado a tener siempre una conducta intachable se desfogó de esa manera terrible.
—No.
—¿Es dura su madre con vosotros?
—Nos ha educado bien. No soporta a la gente que hace lo que le da la gana, a los jóvenes que se portan como animales, a los que beben alcohol y se drogan.
—Y esa educación ¿no ha sido demasiado rígida?
—No. Es una mujer buena y trabajadora, nos ha enseñado a tener moral y dignidad, a que nadie pueda decir nada de nosotros.
—¿Y qué piensa Juan de eso?
—Le parece bien. A Juan y a mí nos repatea la gente viciosa, nos dan asco los que no saben cumplir con sus obligaciones.
—¿Eso también os lo han enseñado?
Se quedó silenciosa. Miró hacia todos los rincones del despacho, se estrujó las manos. Abrió la boca como para decir algo y luego la cerró. Frunció un ceño espeso y obcecado.
—Anda usted completamente equivocada... —dijo de pronto—. ¿Mi madre no le ha contado nada de nuestra familia?
—Sé que tus padres murieron en un accidente y ella se hizo cargo de ti.
—Pues no es verdad.
Se me aceleró el pulso.
—¿No es verdad?
—No. El padre de Juan no murió, ni mi madre tampoco. Se largaron juntos un buen día y si te he visto no me acuerdo. La madre de Juan me recogió y nos sacó a los dos adelante.
—¿Y tu padre?
—No quiso saber nada de mí, decía que un hombre solo no puede vivir con una niña. Dejó que la madre de Juan me llevara con ella. Ella le dijo: «
No volverás a verla más, después no se te ocurra venir a reclamar que eres su padre
». Pero no ha vuelto nunca, ni siquiera se ha interesado por mi salud. Ya puede ver si esa mujer es buena o no, y si nos ha tratado bien. Y puede darse cuenta también de qué opinamos Juan y yo sobre la gente que no tiene moral.
Tuve que cerrar la boca para que no se me desencajara por completo. ¡Gran historia!, un raro híbrido entre Eugène Sue y Sigmund Freud. Aquella desgraciada no era consciente de que cuantos más argumentos exculpatorios me proporcionaba, más marcaba un círculo de sospecha sobre su novio-hermano.
—¿Por qué la madre de Juan mantiene todo eso oculto y dice que es viuda? ¿Por qué ha inventado ese cuento de tus padres y el accidente?
—¿Qué quiere, que todo el mundo sepa de quién somos hijos? ¡A quién le importa! La he oído decir mil veces que aunque seamos gente sencilla tenemos tanto derecho a nuestro honor como el primero.
—¿No habéis vuelto a saber nada de tu madre, o del padre de Juan?
—Ya le he dicho que no hemos vuelto a saber nada de nadie, y si se hubieran metido en nuestras vidas, mi nueva madre los hubiera echado a los dos.
—Entiendo.
—Ahora ya sabe por qué Juan no puede haber hecho esas cosas horribles a las chicas.
—Y ¿por qué ha huido?
—No lo sé.
Guardé silencio. Su cara se había contraído en un rictus ofendido.
—Tengo una última pregunta que hacerte, pero quiero que pienses bien antes de contestar, quiero que pienses en lo que puede convenirle a Juan en estas circunstancias, sobre todo si es cierta su inocencia. Luisa, ¿tú sabes dónde se encuentra ahora?
Ni siquiera hizo una pausa.
—No —contestó.
—¿Estás segura?
—Es la verdad.
—De acuerdo, puedes marcharte, pero si llegas a establecer contacto con él, dile por su bien que se entregue.
No respondió.
Antes de volver a casa quise entrevistarme con Garzón. Ardía en deseos de hacerlo partícipe del folletín. Llegó cansado tras haber estado interrogando de nuevo a las víctimas. Arrojó su gabardina sobre el perchero y se derrumbó en un asiento.
—¿Han reconocido algo de Jardiel?
—Nada.
—¿Ni siquiera el tipo, la complexión?
—Sólo saben decir no. Toda la tarde currelando sin ningún resultado. Encima una de ellas se ha echado a llorar.
—¿Salomé?
—Sí. Se apartaba de mí como si yo fuera un monstruo.
—A esa chica le costará superar el trauma.
—Y por supuesto falta el testimonio de la que han mandado a Estados Unidos.
—Me pregunto si el padre tenía derecho legal a quitarla de en medio.
—A mí ya no me hable de derechos legales, estoy reventado.
Dejó caer los hombros desmayadamente. Para animarlo le conté lo que Luisa me había confesado. Pensé que se entusiasmaría con aquel terrible melodrama, pero se quedó inerme como un paquete abandonado en una terminal de autobús.
—¿No le parece importante?
—Supongo que sí.
—¿Sabe lo que significa estar sometido durante parte de la infancia y toda la juventud a un clima continuado de dogmatismo moral?
—Imagino que yo mismo debo haber sido víctima de él.
—¡No es comparable! Esos muchachos han vivido en un universo hermético, viciado, lleno de odio, de sentimientos de vergüenza, de culpabilidad, de venganza. Se les ha enseñado a ocultar la verdad y a detestar a quienes los trajeron al mundo. Es terrible, es... un perfecto caldo de cultivo para cualquier patología mental. De ahí podría salir con toda facilidad un violador.