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Authors: Anónimo

Tags: #Aventuras, Poema épico

Robin Hood (3 page)

BOOK: Robin Hood
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—Os agradezco la confianza que depositáis en mí, Richard. Seré un verdadero padre para vuestra hija mientras estéis ausente.

—Por supuesto que os dejaré el poder legal correspondiente y os compensaré por las molestias que todo esto os cause.

Unos días después, tras firmar todos los documentos, Richard At Lea se hacía a la mar con el barco y la tripulación proporcionados por Hugo de Reinault.

Nada más zarpar Richard At Lea, Hugo se dirigió al palacio de Juan sin Tierra. Allí le esperaba el nutrido grupo de caballeros adeptos al príncipe y el propio príncipe en persona.

De Reinault contó a sus amigos lo ocurrido con At Lea.

—Pero… ¿le habéis dejado partir a Tierra Santa? —preguntó con indignación y la voz temblorosa el príncipe Juan.

—Tranquilo, señor. Los hombres que lo acompañan llevan órdenes muy claras. Si no me fallan los cálculos, a estas horas ya se habrán amotinado contra el conde de Sulrey, y estarán de vuelta dentro de muy poco en el puerto del que salieron. De ahí, el conde pasará a la más oscura mazmorra de mi castillo.

—Sois muy listo, Hugo —afirmaron todos.

—Pero hay más, señores. Tengo documentos legales firmados de puño y letra por Richard At Lea por los que sus bienes pasarán a mis manos y, como tutor de su hija, también me pertenecerán los de ella. Así, no sólo me he deshecho de un enemigo de vos, príncipe, sino que además nos repartiremos la apreciable fortuna de los At Lea.

La reunión acabó con aplausos dirigidos al astuto Hugo de Reinault y con un brindis dedicado al talento y la sagacidad del noble.

Pocos días después, tal y como había previsto el traidor sajón, Richard At Lea era llevado ante él.

—Hugo, ha sido una terrible experiencia. Los soldados se amotinaron…

—¿Quién sois? —interrumpió bruscamente Hugo de Reinault a Richard, que presentaba un aspecto lamentable.

—¿No me reconocéis, Hugo? Soy Richard At Lea, vuestro amigo:

—¡Imposible! Richard At Lea salió hace unos días hacia Tierra Santa. Yo mismo le proporcioné el barco y la tripulación. Vos debéis de ser un impostor. ¡Guardias, encerradle!

En ese mismo momento, Richard At Lea comprendió que había sido víctima de un engaño; más que eso, de una terrible traición.

A quien había considerado un amigo no era más que un traidor, un vendido a la causa de Juan sin Tierra.

Pero ahora, su triste realidad es que estaba en manos de un hombre sin escrúpulos. Pero no sólo él, sino también su querida hija y todos sus bienes.

Richard At Lea lloró amargamente en su celda. Un triste llanto derramado por quien se sentía el ser más infeliz y solo de la Tierra. Nunca unas lágrimas habían sido muestra de un dolor tan hondo, de una desesperación tan profunda.

V. La primera acción de Robin

T
ras la muerte de su padre, el joven Robin se vio sumido en la tristeza y en la desolación. Aun sin sospechar la verdad, el heredero de Sherwood se sentía solo y desgraciado, sin el padre con el que tanto compartía y del que tanto había aprendido.

Intentando hacer algo por cambiar su triste estado de ánimo, decidió buscar la compañía de las dos personas en las que más confiaba y a las que más cariño tenía: Richard At Lea y su hija Mariana.

Se dirigió al castillo de los At Lea y, allí, uno de los sirvientes le informó de que el conde había partido a Tierra Santa y que Mariana se encontraba en el castillo de Hugo de Reinault, su tutor por decisión paterna.

Robin, extrañadísimo, comentó:

—¡En el castillo de Hugo de Reinault! ¡Qué raro! Ese caballero tiene fama de ser un cruel prestamista que ha ido despojando de sus tierras a medio condado. Además es el hermano de Robert, corregidor de Nottingham.

—¡Pero, señor, son sajones! –le dijo el sirviente de los At Lea.

—Aun siéndolo, no me fío de ellos —contestó Robin.

Robin abandonó el castillo del que fuera gran amigo de su padre y decidió visitar a Hugo de Reinault para entrevistarse con Mariana.

—¿Qué os trae por aquí, señor Fitzwalter?

—Creo que vos sabéis dónde se encuentra el señor At Lea.

—Efectivamente. Mi amigo Richard At Lea —habló Hugo poniendo mucho énfasis en las palabras «mi amigo»— me pidió prestado dinero para ir a Tierra Santa. Y hacia allí se dirige gracias a mi ayuda.

—¿Y Mariana? ¿Podría hablar con ella? —preguntó Robin.

—Soy legalmente el tutor de Mariana y en este momento no podéis verla.

—¿Acaso tenéis miedo de que hable con ella? ¿Ocultáis algo, señor Hugo de Reinault? —dijo Robin con tono acusador.

—¡No tengo nada que ocultar, señor Fitzwalter! Es mi palabra de caballero. Ahora, váyase. No puedo perder más tiempo. ¡Soldados, acompañen al señor!

Y rodeado de un grupo de hombres armados, Robin abandonó el castillo de Hugo de Reinault.

El señor de Reinault tuvo la impresión de que el joven Robin sospechaba algo. Y lo mismo parecía ocurrir con Mariana. La joven había pronunciado algunas palabras, en la conversación que los dos mantuvieron, que denotaban cierta desconfianza hacia él y cierta extrañeza de que su padre hubiera tomado las decisiones que parecía haber tomado.

Hugo de Reinault se tranquilizó a sí mismo. ¿Qué peligro podían suponer tanto Robin como Mariana? Y al fin y al cabo, en el peor de los casos, serían sólo unas pequeñas molestias a cambio de los grandes beneficios que iba a obtener de esta operación.

Robin, desde su conversación con el señor de Reinault, no conseguía olvidarse del asunto. Estaba cabizbajo, meditabundo, no hablaba con nadie y vagaba por los caminos a lomos de su caballo.

Un día, en uno de esos paseos sin rumbo, Robin encontró a un grupo de campesinos. Discutían airadamente y oyó voces de protesta contra los normandos. Robin se acercó a ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó bajando de su caballo.

Uno de los siervos de Robin explicó a su señor que Feldon, un hombre al servicio de Guy de Gisborne, había sufrido un terrible castigo por un hecho sin importancia. Este castigo había consistido en dejarle sin comer, durante más de una semana, a él y a su familia. El desgraciado Feldon, sumido en la más absoluta desesperación, había cazado un ciervo para dar de comer a los suyos. Enterado Guy de Gisborne, lo había apresado y condenado a muerte. Su mujer y sus dos hijos serían azotados.

—¡Esto es intolerable! —gritó con indignación Robin—. Las leyes están para cumplirlas. Feldon tiene derecho a cazar. El mismo derecho que el señor de Gisborne. Iré a pedir cuentas a ese mezquino caballero.

—No lo hagáis, señor —le pidió con preocupación el campesino que le había contado la triste historia de Feldon—. Guy de Gisborne está respaldado por el príncipe Juan y no conseguiréis nada. Irá contra vos también. Es muy poderoso. No vayáis.

—No os preocupéis, os lo ruego. No tengo ningún miedo a ese caballero que se salta las leyes a su capricho. Avisa a todos mis soldados, que se queden en el castillo y me esperen allí —dijo Robin mientras se alejaba con su caballo.

Robin se dirigió al castillo del señor de Gisborne dispuesto a todo por conseguir que la ley se cumpliera. No podía consentir que un señor dispusiera de la vida de un hombre. Daba igual que fuera normando o sajón. Era una vida humana y, como tal, merecía respeto.

Estas enseñanzas de respeto y amor al prójimo las había recibido Robin de su padre. «¡Ay, cuánto le echo de menos! ¡Cuánto podría haberme ayudado mi padre en estas circunstancias y en otras que sin duda me deparará la vida! ¡Ni siquiera cuento con el buen consejo del señor At Lea! ¡Qué solo estoy!» —pensaba Robin mientras se dirigía a ver al señor de Gisborne.

Poco después llegaba a las puertas del castillo y pedía ser recibido por el señor Mientras tanto, observó los preparativos que se realizaban para llevar a cabo la ejecución de Feldon.

—Señor Fitzwalter, no sé qué hace un noble sajón bajo mi techo. Ya sé que visitasteis a Hugo de Reinault, pero…

—Que, por cierto, también es noble sajón —le interrumpió irónicamente Robin.

—¡Basta de bromas, joven! —dijo con crispación Guy de Gisborne—. Yo no sé nada de Richard At Lea ni de su hija.

—No es ése el motivo de mi visita Vengo a impedir la muerte de su siervo, ese pobre desdichado al que pensáis ejecutar por hacer uso de su derecho a cazar ¿Acaso habéis olvidado que la caza no es un privilegio normando según las leyes de nuestro rey?

—¿Qué rey? —preguntó cínicamente Guy de Gisborne—. Yo sólo tengo un rey, y es el príncipe Juan.

—Si es el príncipe Juan el que está detrás de esto, vos y él estáis violando las leyes. No podéis matar a ese hombre ni torturar a su familia. ¡Que se suspenda la ejecución! —gritó Robin.

—Meteos en vuestros asuntos, jovencito. La ejecución se llevará a cabo, ¡por encima de vos si es preciso!

Robin se fue sin siquiera despedirse. Se dirigió a su castillo. Allí le aguardaban sus hombres, preparados para lo que él dispusiera. La orden de Robin fue atacar la fortaleza del señor de Gisborne para liberar a su vasallo Feldon.

Robin y sus hombres no tuvieron en cuenta ni su inferioridad numérica ni el peligro que corrían. La sed de justicia a igualdad les hacía enfrentarse valerosamente al enemigo.

Guy de Gisborne y sus soldados no esperaban el ataque. Fue un verdadero asalto por sorpresa. Casi no hubo respuesta: no les dio tiempo a reaccionar, ni siquiera a llegar a las armas.

Robin, con sus propias manos, liberó al desdichado Feldon, que no podía creer lo que estaba viendo.

Una vez alcanzado su objetivo, Robin y Feldon en el mismo caballo, seguidos por los hombres que habían hecho posible la victoria, se alejaron al galope. Más tarde, pudieron respirar tranquilos en los aposentos del castillo de Sherwood.

Sólo había una cosa que entristecía a Robin: no haber podido salvar también a la esposa y los dos hijos de Feldon de la crueldad del señor de Gisborne.

VI. En el bosque de Sherwood

D
urante varios días, la calma y la paz reinaron en el castillo del conde de Sherwood. La satisfacción por el deber cumplido era el sentimiento que compartía Robin con sus hombres. El constante agradecimiento de Feldon era lo único que hacía ensombrecer la alegría de Robin. Le hacía recordar los tormentos que podía estar sufriendo la familia del que era ahora su más incondicional vasallo.

Pero Guy de Gisborne no había olvidado la terrible acción cometida por Robin. Convocó una reunión con el príncipe Juan y sus más fieles seguidores, y allí expuso los hechos ocurridos.

—Caballeros, nos hemos librado de Edward Fitzwalter y también de Richard At Lea. Pero mientras ande suelto Robin, no nos dejará vivir tranquilos. Ese joven es muy peligroso —dijo Guy de Gisborne.

—Estoy de acuerdo —intervino Hugo de Reinault—. Estoy seguro de que sospecha algo sobre lo ocurrido con At Lea, y no cejará en su empeño hasta averiguarlo. Conozco muy bien a ese joven sajón.

—Entonces, Guy de Gisborne, atacad su castillo —dijo el príncipe Juan—. Todos colaboraremos con nuestros soldados. Además, ese joven es muy rico. Nos quedaremos con su castillo, con sus tierras y con sus bienes. Nos repartiremos todo.

Tomada la decisión, los caballeros se dispersaron. Pocos días después, según lo convenido, un numeroso ejército, nutrido con hombres de diversa procedencia, rodeaba el castillo de Sherwood, preparado para el asalto.

Por su parte, los hombres de Robin de Fitzwalter permanecían en sus puestos día y noche. Todos ellos mantenían alto el ánimo. Estaban dispuestos a todo en defensa de la ley, y con la seguridad y tranquilidad de espíritu que produce estar cargado de razón.

Después de un mes de asedio al castillo de Sherwood, las frecuentes escaramuzas no supusieron ninguna rotunda victoria para los atacantes ni ninguna sonada derrota para los atacados.

Aparte del agotamiento que empezaba a hacer mella en las tropas atacantes, esta expedición empezó a ser duramente criticada por numerosos nobles, tanto sajones como normandos. Todos sospechaban que el príncipe respaldaba tal acción. Todos sabían perfectamente quiénes eran Guy de Gisborne y el pequeño a influyente grupo que rodeaba a Juan sin Tierra.

Se convocó una nueva reunión para discutir qué era lo más conveniente, dadas las actuales circunstancias.

Como en otras ocasiones, Hugo de Reinault fue el que aportó la idea más diabólica para acabar con aquella situación.

—Señores, creo que se debe enviar un mensajero que anuncie el perdón a Feldon y a los que, como él, se refugiaron en el castillo…

—¡Pero estáis loco, Hugo! —interrumpió con furia Guy de Gisborne.

—¡Calma, escuchadme! Debéis ordenar el perdón de Feldon y de todos vuestros vasallos que han ido engrosando las filas de Robin. Mandad que todas las mujeres a hijos de los rebeldes sean llevados a las murallas del castillo. Si esos rebeldes no aceptan el perdón que les concedéis, sus familias serán ejecutadas. Os aseguro que las esposas convencerán por sí mismas a sus maridos.

—Sois un verdadero genio, Hugo —exclamó Guy de Gisborne.

Los acontecimientos se desarrollaron tal y como había previsto el astuto Hugo de Reinault. Un mensajero anunció las condiciones a las puertas del castillo de Sherwood.

Cuando los desertores del señor de Gisborne vieron a sus esposas y a sus hijos pidiéndoles que depusieran su actitud para salvarse, no tuvieron fuerza moral para mantener la lucha.

El primero en enternecerse fue Feldon.

—Señor Fitzwalter, he de ir con los míos. Aunque todo sea una patraña, aunque luego me maten, debo intentar salvarlos.

—Nosotros lo seguiremos —dijeron otros.

Robin intentó convencerlos de que no lo hicieran, de que sin duda era una trampa.

—No sólo ajusticiarán a vuestras familias, sino a vosotros mismos. El señor de Gisborne no olvida. Nunca os perdonará —les decía Robin.

Todo fue inútil. Los hombres no podían dejar de oír las voces de sus esposas. Se les rompía el corazón.

Pronto, los primeros en salir pudieron estrechar a los suyos sin que les ocurriera nada. Muchos siguieron su ejemplo.

Robin se quedó con un puñado de hombres. Así no podían seguir resistiendo en el castillo sitiado.

—Tenemos que salir de aquí para salvar nuestras vidas —les dijo a sus hombres—. Pero no nos entregaremos al enemigo. Iremos al bosque de Sherwood. Lo conozco como la palma de mi mano. No se atreverán a internarse en él. Os lo aseguro.

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