Un hombre hizo ondear una bandera desde el barco de vigilancia, y mientras los largos remos se elevaban chorreando agua y permanecían inmóviles, Dumaresq comentó secamente:
—No se acerque demasiado, señor Palliser. ¡Ellos no están corriendo el menor riesgo con nosotros!
Palliser se llevó la bocina a la boca:
—¡Atención en las brazas de sotavento! ¡Virar en redondo!
Como piezas de un complicado mecanismo, marineros y suboficiales corrieron a sus puestos.
—¡Escotines de gavia! —la voz de Palliser levantaba bandadas de aves marinas del agua, en la que acababan de posarse tras el estruendo de la salva de saludo—. ¡Aferrar la gavia!
—Eso es, señor Palliser —dijo Dumaresq—. Eche el ancla.
—¡Timón! ¡Orzar todo!
La
Destiny
se aproó al viento lentamente, deteniéndose poco a poco al responder a la acción del timón.
—¡Echar el ancla!
Por la parte de proa se oyó caer ruidosamente al agua la gran ancla, mientras los marineros colgados de las vergas de las gavias aferraban diestramente las velas, como si cada uno de los palos estuviera controlado por una mano invisible.
—¡Abajo la dotación de la yola! ¡Abajo el bote de popa!
Los marineros corrían arriba y abajo con los pies desnudos por las recalentadas cubiertas, mientras la
Destiny
soportaba el tirón de la cadena del ancla y se balanceaba, sometida al empuje del océano.
Dumaresq se llevó las manos a la espalda.
—Llaga señales al barco de vigilancia para que se abarloe, por favor. Tendré que ir a tierra y presentar mis respetos al virrey. Es mejor acabar con estas enojosas cuestiones lo antes posible.
Saludó con una inclinación de cabeza a Gulliver y a sus segundos en el timón.
—Bien hecho —les dijo.
Gulliver escrutó el rostro del comandante como si esperara que aquello fuera una trampa. Al no detectar nada sospechoso, replicó aliviado:
—Mi primera visita aquí como piloto, señor.
Se miraron a los ojos. Y el cruce de miradas no hubiera podido ser peor ni aun en el caso de que se hubiera tratado de la última vez para ambos.
Bolitho estaba ocupado con sus hombres y casi no tuvo tiempo de observar a los oficiales portugueses que subían a bordo. Su aspecto era impecable, enfundados en sus imponentes uniformes, y no daban muestra alguna de sentirse abrumados por la abrasadora temperatura. La ciudad estaba casi oculta por la bruma y la calima, lo que le confería un encanto aún mayor. Edificios de colores pálidos y embarcaciones con velas de brillantes colores y aparejos no muy distintos de los que Bolitho había visto emplear a los comerciantes árabes frente a las costas africanas.
—No se preocupe por la guardia, señor Bolitho. —La recia voz de Palliser le cogió por sorpresa—. En lugar de eso, únase a la escolta de infantes de marina para acompañar al comandante a tierra.
Bolitho se dirigió a popa pasando aliviado bajo el alcázar. Comparado con la temperatura que había que soportar en la cubierta superior, aquel lugar casi parecía fresco.
En la penumbra casi chocó con el médico, que subía de la cubierta principal. Parecía extrañamente agitado cuando le dijo:
—Tengo que ver al comandante. Me temo que el capitán del bergantín está agonizando.
Bolitho cruzó la camareta de oficiales y entró en su diminuto camarote con intención de recoger la espada y su mejor sombrero para bajar a tierra.
Era muy poco lo que habían averiguado acerca del capitán del
Heloise
, excepto que su ciudad natal era Dorset y que se llamaba Jacob Triscott. Como Bulkley había apuntado desde el primer momento, nadie se sentía muy motivado para conservar la vida cuando lo único que le esperaba era la soga de la horca. Bolitho se dio cuenta de que las novedades le afectaban más profundamente de lo que él había supuesto. Matar a un hombre en defensa propia y como parte del cumplimiento del deber era algo que entraba dentro de lo previsible. Pero ahora el hombre que había intentado ensartarle con su espada se estaba muriendo, y aquella forma de retardar su fin le parecía injusta e indigna.
Rhodes irrumpió tras él en la cámara de oficiales, diciendo:
—Estoy muerto de sed, completamente seco. Todos esos visitantes a bordo acabarán conmigo de un momento a otro.
En cuanto Bolitho salió de su camarote, Rhodes exclamó:
—¿Qué sucede?
—El capitán del bergantín se está muriendo.
—Lo sé. —Se encogió de hombros—. Era su vida o la de él. No hay otra forma de verlo. —Y añadió—. Olvídelo. Nuestro amo y señor es el único que con razón se sentirá enojado. Él contaba con obtener información de ese pobre diablo antes de que expirara. Fuera como fuera.
Siguió a Bolitho a través de la puerta y ambos se quedaron con la vista perdida hacia la deslumbrante luz que les llegaba desde el combés, esperándoles.
—¿Ha habido suerte con el reloj del joven Jury? —preguntó Rhodes.
Bolitho sonrió ceñudo.
—El comandante me dijo que me encargara yo del asunto.
—Él podría.
—Espero que a estas alturas se haya olvidado del tema, pero yo tengo que hacer algo. Jury ya ha tenido bastantes problemas.
Johns, el timonel personal del comandante, pasó ante ellos ataviado con su mejor casaca azul de botones dorados. Al ver a Bolitho, dijo:
—La yola está ya en el agua, señor. Lo mejor sería que también usted estuviera presente.
Rhodes le dio una palmada en el hombro a Bolitho.
—¡Nuestro dueño y señor no se mostrará nada amable si se le hace esperar!
Mientras Bolitho empezaba a caminar tras el timonel, Rhodes dijo con calma:
—Bueno, Dick, si quiere que yo haga algo con respecto a ese maldito reloj mientras usted está en tierra…
Bolitho negó con la cabeza…
—Se lo agradezco, pero no. Lo más probable es que el ratero pertenezca a mi división. Registrar a todos los hombres y poner sus pertenencias patas arriba a la vista de todos en cubierta destruiría toda la confianza y lealtad que haya podido alimentar en ellos hasta ahora. Ya pensaré en algo.
—Sólo deseo que Jury no haya extraviado ese reloj por despiste; una cosa es una pérdida y otra muy distinta un robo.
Ambos se mantuvieron silenciosos mientras se dirigían hacia la pasarela de estribor, donde la dotación extranjera había formado para presentar sus respetos al comandante.
Pero Dumaresq no estaba pendiente de ellos; en pie, con sus poderosas piernas separadas y la cabeza estirada hacia adelante, le gritaba al médico:
—¡No, señor mío, no debe morir! ¡O por lo menos no antes de que yo haya obtenido la información que necesito!
Bulkley abría los brazos impotente y replicaba:
—Pues ese hombre se nos muere, señor. Yo ya no puedo hacer nada más.
Dumaresq miró la yola y el cercano bote de popa cargado ya con la escolta formada por los infantes de marina de Colpoys. Le estaban esperando en la residencia del virrey, y si se retrasaba podía provocar cierto malestar que prefería evitar en la medida de lo posible, por si llegaba a necesitar la colaboración de los portugueses.
Se dirigió a Palliser:
—Maldita sea. Encárguese usted de eso. Dígale a ese canalla de Triscott que si me revela los detalles de su misión y cuál era en principio su destino, yo por mi parte enviaré una carta a su parroquia en Dorset. Me aseguraré de que sea recordado como un hombre honesto. Insista hasta dejar grabado en su mente lo importante que eso es para su familia y amigos, lo que significará para ellos. —Se quedó mirando la escéptica expresión del rostro de Palliser—. ¡Por todos los demonios! Dios mío, señor Palliser, piense en algo, ¿quiere?
—¿Y si me escupe a la cara? —preguntó Palliser acobardado.
—¡Le colgaré con mis propias manos; aquí mismo, ahora! ¡Y veremos qué tal le sienta eso a su familia!
Bulkley dio un paso hacia ellos.
—Cálmese, señor; ese hombre se está muriendo. Ya no puede hacer daño a nadie.
—Vuelvan a su lado y hagan lo que les he dicho. Es una orden. —Se giró hacia Palliser—: Y dígale al señor Timbrell que prepare un cabo en la verga de mayor. ¡Pienso tener a ese gusano colgado ahí arriba, moribundo o no, si se niega a colaborar!
Palliser le siguió hasta el portalón de entrada.
—Tendrá una declaración firmada, señor. —Afirmó moviendo lentamente la cabeza—. Obtendré su testimonio por escrito y firmado.
Dumaresq sonrió con rigidez.
—Buen chico. Ocúpese de ello. —Entonces vio a Bolitho y le espetó—: Suba de una vez a la yola. Vamos a ver a ese virrey, ¿de acuerdo?
Una vez se hubieron separado del flanco, Dumaresq se giró para observar su navío, entrecerrando los ojos ante el brillante reflejo de la luz del sol.
—Bulkley es un buen médico, pero a veces parece una vieja desvalida. Cualquiera diría que estamos aquí para cuidar de nuestra salud, y no en busca de una fortuna escondida.
Bolitho intentó relajarse, pero las nalgas le quemaban sobre la bancada del bote recalentada por el sol, aunque intentó sentarse con tanta prestancia como su comandante.
La ligera confianza que se había establecido entre ellos le animó a preguntar:
—¿Existirá realmente un tesoro, señor? —Tuvo buen cuidado de hablar en un tono de voz lo suficientemente bajo como para que el remero popel no le oyera.
Dumaresq tensó los dedos sobre la empuñadura de su espada y miró fijamente a tierra.
—Existe, y está en un lugar que yo conozco. En qué forma se encuentra ahora está por ver, pero ésa es precisamente la razón por lo que hicimos escala en Madeira y visité la casa de un viejo amigo. Pero está sucediendo algo de enormes proporciones. Y no es otra la causa de que asesinaran a mi secretario. Por ello el
Heloise
tomó parte en el peligroso juego de intentar seguirnos. Y ahora resulta que el pobre Bulkley me pide que lea una oración por un canalla que quizá posea información de vital importancia, que podría proporcionarnos una pista definitiva. Un hombre que casi mató a mi joven y «sentimental» tercer teniente. —Se giró para mirar a Bolitho con curiosidad—. ¿Sigue sin pistas en el asunto del reloj de Jury?
Bolitho tragó saliva. Después de todo, el comandante no se había olvidado del tema.
—Me ocuparé de ello tan pronto como me sea posible, señor.
—Hmmm. No lo convierta en un trabajo demasiado penoso para usted. Es uno de mis oficiales. Si se ha cometido un delito, el culpable debe ser castigado. Y con severidad. Esos pobres muchachos apenas si tienen unas pocas monedas entre todos. No estoy dispuesto a ver cómo un vulgar ratero se aprovecha de ellos, ¡aunque Dios sabe que muchos de ellos empezaron a vivir siendo ladronzuelos! —Dumaresq no alzó la voz, ni siquiera miró a su timonel, pero dijo—: Vea lo que puede hacer, Johns.
Eso fue todo lo que dijo, pero Bolitho notó que existía un poderoso vínculo de unión entre el comandante y su timonel.
Dumaresq dirigió la mirada hacia las escaleras del desembarcadero. Había más uniformes y algún que otro caballo. También un carruaje, probablemente destinado a transportar a los visitantes hasta la residencia del virrey.
Dumaresq dijo con el ceño fruncido:
—Puede acompañarme. Será una buena experiencia para usted. —Se rió entre dientes—. El
Asturias
, el galeón encargado de transportar el tesoro, rompió su contrato hace ahora treinta años, y más tarde corrió el rumor de que había entrado en el puerto de Río. También se insinuó que las autoridades portuguesas tuvieron algo que ver en lo que sucedió con el oro. —Apareció en su rostro una amplia sonrisa—. Así que es muy probable que algunas de las personas presentes en este muelle se sientan ahora mismo más preocupadas que yo.
El remero proel levantó el bichero, mientras la yola, con los remos alzados, se acercaba a las escaleras del desembarcadero sin apenas una vibración.
La sonrisa de Dumaresq había desaparecido.
—Bueno, vamos allá y acabemos con esto de una vez. Quiero estar de vuelta lo antes posible y ver los progresos de Palliser con sus técnicas de persuasión.
En lo alto de las escaleras, una dotación de los infantes de marina de Colpoys puestos en fila adoptaron la posición de firmes. Frente a ellos, ataviados con túnicas blancas adornadas con brillantes arneses de gala de color amarillo, estaba la guardia de soldados portugueses.
Dumaresq estrechó la mano con una inclinación de cabeza a varios de los dignatarios que le esperaban mientras se intercambiaban y traducían formalmente los saludos de bienvenida. Una multitud de mirones curioseaba lo más cerca posible; Bolitho descubrió con sorpresa un gran número de rostros de color entre la muchedumbre. Esclavos o sirvientes de las grandes haciendas y plantaciones. Habían sido llevados por millares a aquel lugar en el que, si eran afortunados, serían comprados por un amo bondadoso. Si no tenían esa suerte, no permanecerían demasiado tiempo con vida.
Dumaresq trepó al carruaje acompañado de tres portugueses mientras los demás montaban a sus caballos.
Colpoys envainó su espada, levantó la vista hacia la residencia del virrey, situada en la pendiente de una colina exuberante de vegetación, y se lamentó:
—¡Vamos a tener que marchar, maldita sea! ¡Yo soy un marino, no un maldito soldado de infantería!
Para cuando llegaron al imponente y bello edificio, Bolitho estaba empapado de sudor. Mientras que los infantes de marina fueron conducidos por un sirviente hasta la parte trasera de la casa, un mayordomo acompañó a Bolitho y Colpoys hasta una estancia de techo alto, uno de cuyos lados se abría al mar, sobre un jardín de flores de brillantes colores y umbrosas palmeras.
Más sirvientes de paso silencioso, que evitaban con meticulosidad mirar de frente a los dos oficiales, les llevaron sillas y vino, y un gran abanico empezó a mecerse sobre sus cabezas.
Colpoys estiró las piernas y saboreó satisfecho un sorbo de vino.
—¡Dulce y apacible como estar oyendo un himno en el recogimiento de una capilla!
Bolitho sonrió. Los oficiales portugueses, los militares y los comerciantes vivían bien allí. Quizá necesitaran algo que les ayudara a soportar el calor y les protegiera del riesgo de enfermar de fiebres y encontrar la muerte, que podía presentarse de cien maneras diferentes. Pero se decía que el valor de su próspero y creciente imperio era tal que resultaba incalculable. Plata, piedras preciosas, exóticos metales y grandes extensiones de prósperas plantaciones; no importaba que necesitaran una legión de esclavos para satisfacer las exigencias de la lejana Lisboa.