Bolitho recogió la hermosa espada de Rhodes y la blandió en el aire con furia.
«¡Hay que resistir! ¡Doble carga, muchachos!».
Numerosas balas de mosquete se incrustaron en las cubiertas, como si fueran guijarros; aquí y allá caía algún hombre. Pero el resto, intentando salvar su propia piel del naufragio y dejando los cañones de Rhodes en el lado de babor, obedecieron las órdenes. Cargaron los restantes cañones de doce libras, agazapados como animales aturdidos mientras, paso a paso, la alta popa del
San Agustín
se abalanzaba sobre ellos amenazadora.
«¡Tal como apuntáis!».
¿Quién gritaba las órdenes? ¿Dumaresq, Palliser? ¿O acaso lo había hecho él mismo sin saberlo, tan trastornado estaba por la ferocidad de la batalla?
«¡Fuego!».
Vio los cañones deslizándose con el retroceso hacia el interior del barco, la forma en que las dotaciones se limitaron a ponerse en pie y observar la destrucción que había causado cada uno de aquellos proyectiles, que habían atravesado el buque de guerra español de popa a proa.
Ninguno de los capitanes de artillería, ni siquiera Stockdale, hizo amago de volver a cargar. Era como si todos ellos lo supieran.
El
San Agustín
estaba a la deriva; quizá el gobernalle había saltado por los aires, o quizá sus oficiales habían perecido en aquel último y mortífero abrazo de ambos barcos.
Bolitho anduvo lentamente hasta popa y el alcázar. Había astillas de madera por todas partes, y quedaban muy pocos hombres con los cañones de seis libras para lanzar gritos de júbilo cuando parte del aparejo de su enemigo se desplomaba entre chispas y humo.
Dumaresq se giró muy rígido y le miró.
—Creo que está en llamas.
Bolitho vio a Gulliver muerto junto a sus timoneles, y a Slade, en su lugar, como si hubiera sido él el piloto desde el primer momento. Colpoys, con su casaca roja a modo de capa sobre los vendajes de sus heridas, observaba a sus hombres volviendo de sus puestos junto a las armas. Palliser, sentado en un barril mientras uno de los ayudantes de Bulkley le examinaba un brazo.
Oyó su propia voz diciendo:
—Debemos de haber perdido el tesoro, señor.
Una explosión estremeció el maltrecho
San Agustín
, y vieron siluetas de hombres saltando por la borda y acabando con la vida de cualquiera que se interpusiera en su camino.
Dumaresq miró su chaleco escarlata y respondió:
—También ellos lo han perdido.
Bolitho observó el otro barco y vio cómo el humo se hacía cada vez más denso, así como el primer resplandor del fuego bajo el palo mayor. Si Garrick seguía con vida, ahora no iba a poder llegar muy lejos.
Apareció Bulkley en el alcázar y dijo:
—Debe usted venir abajo, comandante. Tengo que examinarle.
—«¡Debe!» —Dumaresq le obsequió con su mirada más feroz—. No es ésa la palabra que yo habría elegido para dirigirme a mí. —En ese momento se desmayó en brazos de su timonel.
Después de todo lo que había pasado aquello parecía excesivo. Bolitho observó cómo se llevaban el cuerpo de Dumaresq hacia la escala de cámara.
Palliser se unió a él en la batayola del alcázar. Tenía un aspecto ceniciento, pero dijo:
—Nos quedaremos aquí hasta que ese barco se hunda definitivamente o salga a flote.
—¿Qué debo hacer, señor?
Era el guardiamarina Henderson, que de alguna manera había conseguido sobrevivir a toda la batalla subido al palo mayor.
Palliser le miró.
—Asumirá usted las obligaciones del señor Bolitho. —Vaciló un instante, con la mirada fija en el cuerpo de Rhodes, junto al palo trinquete—. El señor Bolitho será a partir de ahora el segundo teniente.
Una explosión aún mayor que las anteriores hizo temblar al
San Agustín
tan violentamente que los masteleros de mayor y trinquete desaparecieron bajo la capa de humo, y el propio casco empezó a zozobrar.
Jury subió de un salto y se unió a Bolitho para observar los últimos momentos del decorado barco.
—¿Ha valido la pena, señor?
Bolitho le miró primero a él y después al barco en el que estaban. Ya había hombres reparando los daños, devolviendo aquel barco a la vida. Había miles de cosas que hacer, heridos de los que cuidar, la goleta restante capturada, prisioneros que rescatar y separarlos de los marinos españoles. Pensó que era muchísimo trabajo para un barco pequeño y su tripulación.
Consideró la pregunta de Jury, pensó en todo lo que había costado, y en lo que había surgido entre ellos dos. Pensó también en lo que Dumaresq tendría que decir cuando volviera a sus obligaciones. Había algo extraño en torno a Dumaresq. Morir era como ser derrotado, nunca podías asociar esa idea con él.
Bolitho dijo sosegadamente:
—No debe preguntar eso nunca. Yo he aprendido y sigo aprendiendo. El barco es lo más importante. Precisamente, será mejor que ahora vayamos a echarle un vistazo; de lo contrario nuestro dueño y señor tendrá agrias palabras para todos nosotros.
Sobresaltado, vio que seguía llevando en la mano la espada.
¿Sería posible que Rhodes hubiera respondido a la pregunta de Jury en su lugar?
Bolitho tiró de su sombrero de modo que le ocultara los ojos y levantó la vista hacia la gran casa gris. Una tempestad soplaba en el Canal, y la lluvia que le azotaba las mejillas parecía hielo. Todos aquellos meses, tanto tiempo de espera, y ahora volvía a estar en casa. Había tenido que realizar un largo y duro viaje desde Plymouth, donde la
Destiny
había echado amarras. Los caminos estaban llenos de profundos baches, y en las ventanillas del coche se había acumulado tanto lodo que Bolitho había tenido dificultades para identificar sitios que conocía desde la infancia.
Ahora que estaba de vuelta tenía una extraña sensación de irrealidad, y por alguna razón que no podía descubrir, también de pérdida.
La casa no había cambiado; tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto, hacía un año.
Stockdale, que le había acompañado hasta allí desde Plymouth, agitó los pies, vacilante.
—¿Seguro que es correcto para mí estar aquí, señor? Bolitho se lo quedó mirando. Había sido el último gesto de Dumaresq antes de abandonar el barco, antes de dejar la
Destiny
en el astillero para que se realizaran las reparaciones necesarias y la equiparan con todo lo preciso.
—Llévese a Stockdale. Pronto tendrá usted otro barco. Manténgale a su lado. Puede resultar muy útil.
Bolitho dijo suavemente.
—Es usted bienvenido aquí. Ya lo verá.
Subió los gastados escalones de piedra y vio las puertas dobles oscilando en el interior, como esperándole para darle la bienvenida. A Bolitho no le sorprendía; hacía sólo unos instantes había tenido el presentimiento de que la casa entera estaría en silencio, observándole.
Pero en lugar de la vieja señorita Tremayne, el ama de llaves, se encontró con una sirviente joven a la que no reconocía.
Ella le hizo una especie de reverencia y se ruborizó.
—Bienvenido, señor. —Casi sin tomar aliento añadió—: El capitán James le está esperando, señor.
Bolitho se limpió el lodo de los zapatos y le dio a la joven doncella su sombrero y su capa de marino.
Cruzó a grandes zancadas el vestíbulo artesonado y entró en la gran estancia que conocía tan bien. Había un brillante fuego encendido que la caldeaba, como si se hubiera querido dejar al invierno en la bahía; reluciente bronce; los olores que llegaban tenuemente desde la cocina; seguridad.
El capitán James Bolitho se apartó del fuego y puso una mano en el hombro de su hijo.
—¡Dios mío, Richard, la última vez que te vi eras un escuálido guardiamarina! ¡Has vuelto a casa hecho un hombre!
Bolitho se sorprendió mucho ante el aspecto de su padre. La pérdida de un brazo le había convertido en un hombre duro de corazón, pero al parecer su padre había cambiado hasta extremos increíbles. Tenía el pelo gris y los ojos hundidos. El hecho de que una manga de la camisa estuviera cosida, hacía que adoptara una postura un tanto peculiar; era algo que Bolitho había visto ya en otros marinos mutilados: terror a que alguien rozara siquiera el lugar donde hubiera debido estar el miembro perdido.
—Siéntate, hijo mío. —Miró a Bolitho fijamente, como si tuviera miedo de descuidar algún detalle—. Tienes una cicatriz terrible ahí. Espero que me expliques toda la historia. —Pero no había entusiasmo en su voz—. ¿Quién es ese gigante con el que te he visto llegar?
Bolitho hizo presión sobre los brazos de su asiento.
—Un hombre llamado Stockdale.
De pronto fue consciente del sereno, mortal, palpable silencio. Preguntó:
—Dígame, padre. ¿Algo va mal?
Su padre se acercó a una ventana y miró sin ver a través del cristal manchado de aguanieve.
—Te envié cartas, por supuesto. Algún día llegarán al lugar en que te encuentres. —Se giró bruscamente—. Tu madre murió hace un mes, Richard.
Bolitho le miró fijamente, incapaz de moverse, resistiéndose a aceptarlo.
—¿Muerta?
—Sufrió una corta enfermedad. Un tipo de fiebre. Hicimos todo lo que pudimos. Bolitho dijo serenamente:
—Creo que ya lo sabía. Que lo acabo de saber ahora. Ahí fuera, mientras miraba la casa. Ella siempre daba luminosidad al lugar.
Muerta. Había estado planeando todo lo que le diría, cómo calmar su ansiedad respecto a la cicatriz.
Su padre dijo, distante:
—Informaron de la llegada de tu barco hace algunos días.
—Sí. Pero entonces bajó la niebla. Teníamos que anclar.
Pensó de repente en los rostros que había dejado atrás, en cuánto los necesitaba en aquellos momentos. Dumaresq, que se había dirigido al almirantazgo para explicar la pérdida del tesoro, o para ser felicitado por eliminar a un enemigo potencial para ellos. Palliser, que había conseguido el mando de un bergantín en Spithead. El joven Jury, al que se le quebró la voz cuando se estrecharon las manos por última vez.
—He oído hablar de algunas de vuestras hazañas. Parece que Dumaresq tiene una personalidad muy peculiar y se está haciendo un nombre. Espero que en el almirantazgo también lo vean así. Tu hermano está fuera, con la flota.
Bolitho intentó contener sus emociones. Palabras, sólo palabras. Sabía que su padre reaccionaría así. Con orgullo. Para él siempre y por encima de todo estaba el orgullo.
—¿Está Nancy en casa?
Su padre le miró distante.
—Tampoco debes haberte enterado de eso. Tu hermana se casó con el hijo del propietario, el joven Lewis Roxby. Tu madre dijo que era como si hubiera vuelto a la vida, después de aquel desgraciado asunto. —Suspiró—. Así que ahí la tienes.
Bolitho se recostó en la silla, haciendo presión con los hombros contra el roble tallado para controlar su tristeza.
Su padre había perdido el mar. Ahora además estaba solo. Aquella casa tan grande era adecuada para las grandes laderas del castillo de Pendennis, o para las ajetreadas calles de Carrick. Todo era un constante recordatorio de lo que había perdido, de lo que le habían quitado.
Dijo con amabilidad.
—La
Destiny
me ha liquidado la paga completa. Puedo quedarme.
Fue como si hubiese proferido un terrible juramento. El comandante James se acercó desde la ventana y se lo quedó mirando.
—¡No quiero volver a oír hablar de eso! Eres mi hijo y un oficial del rey. Durante generaciones nos hemos ido yendo de esta casa, y algunos nunca han vuelto. La guerra está cerca, eso se siente, y necesitamos a todos nuestros hijos. —Hizo una pausa y añadió suavemente—: Vino un mensajero hace dos días. Ya tienes un destino.
Bolitho se puso en pie y empezó a moverse por la habitación, tocando objetos familiares, pero sin sentir emoción.
Su padre añadió:
—Se trata de
Trojan
, ochenta cañones. Va a estallar una guerra que no estará mal si vuelven a armar ese barco.
—Ya entiendo.
No una ágil y ligera fragata, sino otro gran navío de línea. Un nuevo mundo que explorar y dominar. Quizá diera igual. Algo que le ocupara la mente y le mantuviera activo hasta que pudiera aceptar todo lo que había sucedido.
—Ahora creo que tenemos que tomar un trago juntos, Richard. Llama a la doncella. Tienes que explicármelo todo. Acerca del barco, su gente, todo. No te olvides de nada. Es todo lo que yo tengo ahora: recuerdos.
Bolitho dijo:
—Muy bien, padre. Hace ahora un año que me uní a la dotación de la
Destiny
bajo las órdenes del comandante Dumaresq.
Cuando la joven doncella entró en la estancia con el vino de la bodega y las copas, vio al canoso comandante James sentado frente a su hijo más joven. Estaban hablando de barcos y lugares lejanos. No había nada que indicara que hubiera pesar alguno ni desesperación en aquella animada charla.
Pero ella no lo comprendía. Todo se reducía a una cuestión de orgullo.
Abatir
. Apartarse un barco hacia sotavento del rumbo que debía seguir.
Acuartelar
. Presentar al viento la superficie de una vela, llevando su puño de escota hacia barlovento. La vela se hincha «al revés» y produce un empuje hacia popa en lugar de hacia proa.
Aguja magnética
. Instrumento que indica el rumbo (la dirección que sigue un buque). También recibe los nombres de: compás, aguja náutica o brújula.