Fue estrechando la mano a todos ellos mientras murmuraba un saludo, rogando interiormente que fuera el adecuado. El piloto, Julius Gulliver, coincidía exactamente con la descripción que Rhodes le había hecho de él: nervioso, casi furtivo. John Colpoys, el teniente que estaba al mando del contingente de infantería de marina del barco, le dejó la mano enrojecida con su apretón, al tiempo que le decía arrastrando las palabras:
—Encantado, mi querido amigo.
El médico era orondo y jovial; su aspecto hacía pensar en una especie de búho desalmado, y toda su persona despedía un delicioso aroma a tabaco y brandy. Estaba también Samuel Codd, el contador, al que Bolitho le pareció insólitamente afable para lo que era habitual entre los de su oficio, aunque desde luego no era el modelo ideal para realizar un retrato: tenía los dientes superiores muy grandes y prominentes, mientras que el mentón era diminuto y huidizo, lo que daba la sensación de que una mitad de su rostro estuviera devorando ávidamente a la otra.
—Espero que sepa jugar a cartas —dijo Colpoys.
—Déle un respiro —intervino Rhodes con una sonrisa, y dirigiéndose a Bolitho añadió—: Le quitaría hasta la camisa si usted le diese la oportunidad.
Bolitho se sentó a la mesa junto al médico de a bordo. Éste se encajó en la nariz unas gafas con montura de oro que parecieron perderse por completo entre las coloradas mejillas.
—Pastel de cerdo —dijo—, señal inequívoca de que pronto zarparemos. Pero en cuanto hayamos levado anclas, si se me permite el comentario, seguro que volvemos a la carne que Samuel tiene en reserva —prosiguió tras lanzar una mirada al contador—, la mayor parte de la cual salió del matadero hará unos veinte años.
La atmósfera se hizo embriagadora con el tintineo de los vasos, el vapor y el aroma de la comida.
Bolitho miró la mesa de punta a punta. Así que ésa era la forma de comportarse de los oficiales cuando se hallaban en sus dependencias, lejos de la vista de sus subordinados.
—¿Qué impresión le ha causado? —le susurró Rhodes.
—¿El comandante? —Bolitho reflexionó al respecto, intentando poner sus pensamientos en orden—. Me impresionó. Es tan, tan…
—¿Feo? —apuntó Rhodes mientras hacía señas a Poad para que le alcanzara la jarra de vino.
Diferente —respondió Bolitho sonriendo—. Un poco sobrecogedor.
La voz de Palliser interrumpió su conversación:
—Cuando acabe de comer inspeccionará todo el barco, Richard. De quilla a perilla, desde el castillo de proa hasta el coronamiento de popa. Si hay algo que no entienda bien, pregúntemelo. Procure conocer a la mayor cantidad posible de los jóvenes suboficiales y memorice los que pertenecen a su división. —Le hizo un guiño al oficial de infantería de marina, aunque no con la suficiente rapidez como para que a Bolitho le pasara desapercibido—. Estoy seguro de que querrá comprobar que sus hombres están a la altura de los que tan hábilmente eligió para traernos hoy.
Bolitho bajó la vista mientras le ponían un plato delante. En realidad casi no pudo ver el plato propiamente dicho, pues la montaña de comida lo cubría casi por completo.
Palliser le había llamado por su nombre de pila, incluso había hecho un chiste intrascendente acerca de los voluntarios. Así que éstos eran los hombres reales que se escondían tras las inflexibles actitudes y el escalafón de mando que tan rígidamente se respetaba en el combés.
Levantó la mirada y volvió a observar la mesa. Cabía la posibilidad, pensó, de que llegara a sentirse dichoso entre aquellas personas.
—He oído decir que zarparemos con la marea del lunes —declaró Rhodes entre bocado y bocado—. Ayer estuvo a bordo un conocido que trabaja en la oficina del almirante en el puerto. Y él no suele equivocarse.
Bolitho intentó recordar las palabras del comandante. Lealtad. Había que dejar de lado todo lo demás, por lo menos hasta el momento oportuno, cuando no pudiera producir ningún daño. Dumaresq casi había repetido, como un eco, las últimas palabras que le había dicho su madre. El mar no era el lugar idóneo para los apocados.
Por encima de sus cabezas retumbaba el incesante ruido de pasos, y Bolitho adivinó, al oír la agitación y las órdenes cantadas en cubierta, que se estaban izando a bordo, balanceándose, más provisiones cargadas en pesadas redes.
De nuevo lejos de tierra firme, lejos del dolor, del sentimiento de pérdida. Sí, le haría bien partir.
Tal y como había vaticinado el teniente Rhodes, la fragata de Su Majestad Británica
Destiny
, armada con veintiocho cañones, estuvo lista para levar anclas el siguiente lunes por la mañana. Durante los días previos el tiempo se le había pasado con tanta rapidez que Bolitho llegó a pensar que la vida en el mar sería más tranquila que en el puerto. Palliser le había tenido trabajando un turno de guardia tras otro, casi sin descanso. El primer teniente no se dejaba engañar por las apariencias, y consideró importante preguntarle a Bolitho acerca de su trabajo diario, tomando buena nota de sus opiniones y sugerencias en lo concerniente a la conveniencia de sustituir algunos de los hombres en las guardias y en los grupos de combate. Si bien era cierto que hacía falta poco para que sacara a relucir su sarcasmo, había que reconocer que Palliser era igualmente rápido de reflejar a la hora de utilizar provechosamente las ideas de sus subordinados.
Bolitho pensaba a menudo en las palabras de Rhodes acerca del primer teniente: «Está decidido a ser comandante de su propia nave». No cabía duda de que daría lo mejor de sí mismo en beneficio del buque y de su comandante, y de que iba a ser doblemente eficaz para aniquilar de un golpe cualquier atisbo de incompetencia que se le pusiera por delante.
Bolitho, por su parte, había hecho un gran esfuerzo para conocer a los hombres con los que debería tratar directamente. Al contrario que en los grandes navíos de línea, en una fragata la supervivencia dependía más de la agilidad de la nave que del grosor de sus maderos. Además, la dotación estaba distribuida en divisiones que podían trabajar independientemente, con lo que se obtenían los mejores resultados y el máximo rendimiento del barco.
El palo trinquete, con toda la extensión de su velamen, la vela de trinquete, las gavias, los juanetes y los sobrejuanetes, con las gavias adicionales, el contrafoque y el petifoque, permitían virar muy deprisa, acuartelándolos si era necesario, o bien orzar bruscamente tras la vulnerable popa del enemigo. En el otro extremo del barco, los timoneles y el piloto utilizarían cada palo, cada fragmento de vela, para colocar el navío en el rumbo necesario con la menor cantidad de maniobras posible.
Bolitho estaba al mando del palo mayor, el más alto del barco, cuyo valor estaba en consonancia con el de los hombres que pronto tendrían que trepar por su jarcia cuando se lo ordenaran, sin importar cómo se sintieran o las arremetidas que la meteorología pudiera lanzar contra ellos.
Los ágiles gavieros eran la flor y nata de la tripulación, mientras que en cubierta, trabajando con brazas y drizas y haciendo girar el cabestrante, estaban los marineros menos experimentados, los recién enrolados o los viejos marinos de los que ya no cabía esperar que domeñaran una vela endurecida por la sal del mar a más de treinta metros de altura por encima del casco del navío.
A Rhodes le correspondía el palo trinquete, mientras que un segundo del piloto se encargaba del palo mesana, supuestamente el menos complicado de cualquier navío por lo sencillo de su plan de velamen y porque lo que allí se necesita esencialmente es fuerza bruta. El vigía de popa, los infantes de marina y un puñado de marineros eran más que suficientes para ocuparse de la de mesana.
Bolitho insistió en conocer al contramaestre, un hombre de aspecto colosal llamado Timbrell. Alto, curtido por las inclemencias del tiempo y con tantas cicatrices como un viejo guerrero, era el rey entre los marinos del barco. Una vez en alta mar, Timbrell trabajaría bajo las órdenes del primer teniente para subsanar los daños causados por los temporales, reparar mástiles y jarcias, mantener en buen estado la pintura, asegurarse de que no entraba agua por ninguna costura y supervisar, en general, el trabajo de los profesionales que se encargaban de realizar esas tareas: el carpintero y sus operarios, el tonelero y el maestro velero, el cordelero y todos los demás trabajadores de oficio.
Hombre de mar de pies a cabeza, se mostraba dispuesto a convertirse en buen amigo de un nuevo oficial, pero podía ser el peor de los enemigos si se le provocaba.
La mañana de aquel lunes en particular había empezado muy temprano, antes de que despuntara el día. La inauguró el cocinero preparando apresuradamente algo de comer, como si también él fuese consciente de que había que zarpar.
Todas las listas fueron comprobadas de nuevo, los nombres relacionados con sus correspondientes voces, los rostros destinados a las tareas que se les había asignado. A cualquier persona de tierra adentro, aquello le hubiera parecido un absoluto caos: cabos serpenteantes por las cubiertas, hombres trabajando en lo alto de la arboladura, a horcajadas en las grandes vergas, desaferrando las velas, rígidas a causa de la imprevista helada que había caído durante la noche.
Bolitho había visto al comandante aparecer en cubierta varias veces. Le había visto hablando con Palliser o discutiendo algún asunto con Gulliver, el piloto. Si estaba preocupado, no lo demostró: anduvo arriba y abajo con sus largas y firmes zancadas cerca del alcázar de popa, como quien está pensando en algo completamente ajeno al barco.
Los oficiales y suboficiales vestían sus descoloridos uniformes de alta mar, por lo que sólo destacaban Bolitho y la mayor parte de los jóvenes guardiamarinas, con sus casacas nuevas y sus relucientes botones.
Bolitho había recibido desde Falmouth dos cartas de su madre, que el correo le había hecho llegar al mismo tiempo. En su pensamiento recreaba la última imagen que conservaba de ella. Frágil y hermosa. La mujer que no había envejecido, como decían algunas personas del lugar. La jovencita escocesa que había cautivado al comandante James Bolitho desde la primera vez que se vieron. Era realmente demasiado frágil como para soportar la carga que suponía llevar adelante la casa y el resto de la hacienda. Con su hermano mayor, Hugh, en el mar, en algún lugar del mundo, de nuevo embarcado en su fragata tras un corto período al mando del guardacostas
Avenger
, en Falmouth; y esperando todavía la vuelta a casa de su padre, el peso de su responsabilidad parecía doblemente abrumador. Su hermana mayor, Felicity, había abandonado ya el hogar para contraer matrimonio con un oficial del ejército, mientras que la más joven de la familia, Nancy, pensaba, naturalmente, en su propio y quizá no demasiado lejano matrimonio.
Bolitho cruzó hacia la pasarela en la que los marineros estibaban las hamacas recién subidas a bordo. Pobre Nancy, sin duda ella era quien más iba a sentir la fatal pérdida del amigo de Bolitho, sin ninguna distracción, por otra parte, que la ayudara a no pensar en ello.
Notó la presencia de alguien tras él, y al girarse vio al médico de a bordo observando con detenimiento la línea de costa. Había sabido encontrar la ocasión de dedicar un rato a charlar con el rollizo doctor, sin duda un tiempo bien empleado. También aquél era un miembro de la tripulación que resultaba peculiar. Todos los médicos de a bordo, o por lo menos todos los que Bolitho había conocido a lo largo de su experiencia personal, eran de ínfima categoría, en general unos carniceros cuyo sanguinolento trabajo quirúrgico, cuchillo y sierra en mano, era tan temido por los marineros como la peor de las andanadas del enemigo.
Pero Henry Bulkley era un caso singular. Había llevado una vida regalada en Londres, donde tenía un prestigioso consultorio en uno de los barrios altos de la ciudad y una clientela acaudalada, pero también muy exigente.
Bulkley se lo había explicado a Bolitho durante una guardia en la que reinaba el silencio:
—Acabé odiando la tiranía de mis enfermos, el egoísmo de las personas que sólo encuentran satisfacción en sentirse enfermas. Me embarqué para escapar de todo eso. Ahora hago mis «remiendos» en lugar de malgastar el tiempo con esa gente que tiene demasiado dinero como para conocer su propio cuerpo. En lo mío, soy tan experto como puedan serlo el carpintero y el señor Vallance, nuestro artillero, en sus especialidades, y a mi manera trabajo igual que ellos. O como el pobre Codd, el contador, que se consume de inquietud comprobando a cada milla registrada por la corredera si le quedan suficientes reservas de queso, carne salada, bujías o ropa de faena. —Había sonreído con íntima satisfacción antes de proseguir—: Además, gozo del placer de conocer nuevas y lejanas tierras. Llevo tres años navegando con el comandante Dumaresq. Naturalmente, él nunca está enfermo. ¡Jamás se permitiría a sí mismo que eso sucediera!
—Produce una sensación extraña partir de esta manera —dijo Bolitho—. Rumbo a un lugar desconocido, para recalar en un enclave que sólo el comandante y quizá otras dos o tres personas conocen. No estamos en guerra, y sin embargo zarpamos perfectamente preparados para entablar combate.
Vio al corpulento Stockdale en una fila de marineros a los que iban a pasar revista, alrededor del tronco del palo mayor. El médico siguió la dirección de su mirada y comentó:
—He oído algo acerca de lo que sucedió en tierra. Puede contar con una fidelidad inquebrantable por parte de ese hombre. Dios mío, parece fuerte como un roble. En mi opinión, Little tuvo que embaucarlo de alguna manera para ganarle el dinero. —Echó una ojeada al perfil de Bolitho—. A menos que él quisiera venir con usted para escapar de algo, como la mayoría de nosotros, ¿no le parece?
Bolitho sonrió. Bulkley desconocía la mitad de la historia. Stockdale había sido destinado al palo mesana y a los cañones de seis libras de calibre del alcázar de popa cuando el barco entrara en combate. Todo constaba por escrito y rubricado por la inapelable firma de Palliser.
Pero, de alguna manera, Stockdale se las había arreglado para cambiar las cosas. Allí estaba, en la división de Bolitho, y cuando llegara el momento ocuparía su puesto en la batería de cañones de doce libras de estribor, que por supuesto estaba bajo el mando de Bolitho. Un bote a popa del través se acercaba, los remeros bogando con todas sus fuerzas, desde la costa. El resto de los botes habían sido izados a bordo y colocados en sus correspondientes calzos antes del primer canto del gallo.