—¡El sondeador a la plataforma, señor Slade!
Ahora Bolitho era plenamente consciente de que se encontraba en una fragata. Aquí no era necesaria ninguna maniobra complicada y espectacular. Dumaresq sabía que en tierra muchos ojos estaban observándoles, incluso a aquella temprana hora del día. Navegaría por delante del farallón, lo más cerca de éste que su osadía le permitiera, apenas a una braza de calado entre la quilla y el desastre. Contaba con el viento, contaba con el barco adecuado para atreverse a hacer algo así.
Oyó detrás de él a Merrett vomitando impotente y rogó en su interior por que Palliser no lo advirtiera.
Stockdale recogía una cuerda enrollándola entre la palma de la mano y el codo como si lo hubiera hecho toda la vida. El grueso cabo parecía un hilo de coser en su enorme manaza. Hacía buena pareja con el comandante.
—Libre, soy libre —dijo roncamente Stockdale.
Bolitho se dispuso a responderle, pero se dio cuenta de que el castigado luchador estaba hablando solo.
La ensordecedora cantinela de Palliser cayó sobre él como un latigazo:
—¡Señor Bolitho! Me dirijo a usted en primer lugar porque necesito los juanetes desplegados en cuanto hayamos pasado el estrecho. ¡Así tendrá tiempo para acabar tranquilamente con sus ensueños y empezar a ocuparse de sus obligaciones, señor!
Bolitho se llevó la mano al sombrero e hizo señas a sus suboficiales para que se acercaran. Palliser podía ser muy agradable en la cámara de oficiales. Pero en cubierta se convertía en un tirano.
Vio a Merrett inclinado sobre un cañón, vomitando en los imbornales.
—¡Maldita sea, señor Merrett! ¡Limpie toda esa porquería antes de que le destituya! ¡Y contrólese!
Dio media vuelta turbado y confuso. Al parecer, Palliser no era el único que se transformaba en cubierta.
La semana que siguió a la partida de la
Destiny
de Plymouth fue la más ajetreada y agotadora de la todavía corta vida del joven Richard Bolitho.
Una vez libre del cobijo de tierra firme, Dumaresq no dudaba en desplegar la máxima cantidad de vela que su barco fuera capaz de resistir sin correr riesgos bajo el viento creciente. El mundo entero se había reducido a una pesadilla en la que el agua pulverizada, más fría que el hielo, parecía clavarse en la piel como punzantes aguijones y la fragata cabeceaba con violencia, cayendo bruscamente hasta el fondo de una depresión formada por el agua para elevarse de inmediato hasta la cresta de una ola. Parecía que aquello no fuera a terminar nunca; no había tiempo de encontrar ropa seca, y lo que el cocinero había podido preparar y trasladar a través del bamboleante casco, tenía que ser engullido en pocos minutos.
En cierta ocasión, mientras relevaba a Bolitho en la guardia, Rhodes gritó elevando la voz por encima del estruendo de las velas que restallaban al viento y las oleadas de agua que irrumpían a bordo por el costado de sotavento:
—¡Es el método de nuestro dueño y señor, Dick! ¡Forzar el barco hasta el límite y averiguar así la resistencia de todos y cada uno de los hombres a bordo! —Se agachó sin poder evitar el chapuzón cuando una nebulosa de agua helada, cuyo aspecto recordaba a un fantasma, los empapó todos—. ¡Incluidos los oficiales, por cierto!
Los ánimos estaban crispados, y en un par de ocasiones se declararon abiertamente irrelevantes casos de insubordinación, sofocados sin mayores problemas por algún suboficial dado a utilizar los puños como argumento o simplemente con la amenaza de un castigo en toda regla.
Se veía a menudo al comandante en cubierta, yendo sin esfuerzo desde el compás al cuarto de derrota, discutiendo sobre la marcha de la nave con Gulliver, el piloto, o con el primer teniente.
Durante la noche era aún peor. Bolitho nunca conseguía hundir la cabeza en un mohoso cojín cuando estaba franco de guardia sin que le sobresaltara un ronco griterío en cubierta, tan escandaloso como si estuvieran a punto de entrar en combate:
—¡Todos a sus puestos! ¡Arriba, a la arboladura; a rizar las gavias!
Y era entonces cuando Bolitho notaba de verdad la diferencia. En más de un navío de línea se había visto obligado a dejarse las uñas subiendo a la arboladura con los demás, luchando contra su aversión a las alturas, con el único pensamiento en la cabeza de que era esencial que nadie notara su miedo. Pero una vez hecho, hecho estaba; se acabó. Sin embargo, ahora, siendo teniente, todo le atañía, todo estaba sucediendo tal y como Dumaresq había vaticinado.
Un día, en medio de una furiosa tempestad, cuando la
Destiny
había conseguido superar dando bordadas y batiendo las olas el golfo de Vizcaya, se cantó la orden de tomar un rizo más. No había luna ni se veían estrellas; sólo un erizado muro de agua que rompía con su blancura la insondable oscuridad que les rodeaba, recordándoles lo insignificante que era en realidad el barco.
Los hombres, aturdidos por el incesante trabajo, sin un solo instante de respiro, medio cegados por la espuma salada que les envolvía, habían acudido tambaleándose a sus puestos y habían empezado a reptar a regañadientes hacia arriba agarrados a los flechastes sacudidos por el viento para luego descolgarse hacia fuera por las vergas de las gavias. La
Destiny
se había inclinado tan acusadamente hacia sotavento que la verga mayor casi había peinado las crestas de las olas que rompían por ese costado.
Forster, el jefe de gavieros del mayor y el hombre clave entre los suboficiales de Bolitho, había gritado:
—¡Este hombre dice que no está dispuesto a subir a la arboladura, señor! ¡Por nada del mundo!
Bolitho se había agarrado a un estay para evitar caerse de bruces antes de ordenar:
—¡Suba usted, Forster! ¡Dios sabe lo que puede pasar allá arriba sin su presencia!
Luego había levantado la vista para observar el estado al que habían quedado reducidos sus hombres tras soportar el bramido del viento, que no había dejado de ulular ni un instante, como un ser sobrenatural y enloquecido que gozara infligiendo su tormento.
Allí arriba estaba Jury, todo su cuerpo aplastado contra los obenques por la fuerza del viento. En el palo trinquete estaban teniendo los mismos problemas: hombres, cabuyería, velas y vergas igualmente azotados por el viento, con el barco bandeando de tal forma que parecía decidido a arrojarlos al mar.
Bolitho había recordado de repente lo que le había dicho Forster. El hombre en cuestión había estado junto a él todo el tiempo, una figura escuálida enfundada en unos pantalones de marinero, con una camisa a cuadros hecha jirones y la mirada retadora.
—¿Y a usted qué le pasa? —Bolitho había tenido que gritar para hacerse oír por encima del estruendo de la tempestad.
—No puedo subir, señor —respondió el hombrecillo sacudiendo enérgicamente la cabeza—. ¡No puedo!
En ese momento había aparecido Little dando tumbos, maldiciendo y blasfemando mientras ayudaba a jalar un nuevo cordaje en el palo mayor de forma que quedara listo para ser usado.
—¡Yo me encargo de arrastrarlo arboladura arriba, señor! —había rugido.
—¡Váyase abajo y ayude a achicar en las bombas! —ordenó Bolitho al asustado marinero.
Dos días más tarde se notificó la desaparición de aquel mismo marinero. La exhaustiva búsqueda por todo el barco realizada por Poynter, el oficial de la policía militar, y por el cabo de a bordo resultó infructuosa.
Little había intentado dar una explicación lo mejor que pudo:
—Tenía que ser así, señor. Debería usted haberle obligado a subir a la arboladura, aunque se cayera y se rompiera la espalda. O eso, o llevarlo a popa para que recibiera su castigo. ¡Se hubiera ganado tres docenas de azotes, pero también se habría hecho un hombre!
Bolitho comprendió muy a su pesar lo que quería decirle. Con su actitud sólo había conseguido que el marinero perdiera su amor propio. Sus compañeros se habrían sentido solidarios con un hombre asido al enjaretado mientras era azotado. Pero el desprecio por parte de esos mismos compañeros había sido más de lo que aquel marinero solitario e insubordinado había sido capaz de soportar.
Tuvieron que pasar seis días antes de que el temporal amainara, pero su intensidad les había dejado a todos sin aliento y aturdidos por la fatiga. Aun así, hubo que recomponer las velas, y los trabajos de limpieza y reparación descartaron cualquier esperanza de poder descansar.
Ya todo el mundo a bordo sabía ahora cuál sería la primera escala del barco. Se dirigían a la isla portuguesa de Madeira; con qué objeto, eso continuaba siendo un misterio. Excepto para Rhodes, quien le había dicho confidencialmente que se trataba sólo de embarcar una considerable reserva de vino para consumo personal del médico.
Evidentemente, Dumaresq había leído el informe relativo a la muerte del marinero en el cuaderno de bitácora, pero no había comentado nada al respecto a Bolitho. En el mar, cada vez eran más los hombres que morían por accidente y no por una bala de cañón o un golpe de alfanje.
Pero Bolitho se sentía culpable. Los otros, Little y Forster, con muchos más años y experiencia que él, se habían puesto de su parte porque, al fin y al cabo, no dejaba de ser su teniente. Forster había comentado con indiferencia:
—Bueno, después de todo tampoco se ha perdido gran cosa, señor.
—Podía haber sido peor, señor —fue cuanto Little había sido capaz de decir.
Resultaba asombroso observar lo distinto que era todo en función de las condiciones atmosféricas. El barco volvía a estar vivo, y los hombres realizaban su trabajo sin mirar a sus espaldas con temor ni agarrarse a los obenques con las dos manos cada vez que tenían que subir a la arboladura para empalmar cabos o pasarlos por los motones.
En la mañana del séptimo día, cuando el aroma procedente de la cocina había dado ya pie a que comenzaran las apuestas acerca de cuál podría ser finalmente el plato que se estaba preparando, el vigía cantó:
—¡Atención en cubierta! ¡Tierra por la amura de sotavento!
Bolitho estaba de guardia, y llamó a Merrett para que le llevara un catalejo. Tras la tormenta, que había supuesto una semana de trabajo agotador, el guardiamarina parecía un anciano encogido. Pero seguía con vida y nunca llegaba con retraso a una guardia.
—Vamos a ver —dijo Bolitho equilibrando la lente a través de los negros obenques, por delante del curvado hombro del mascarón de proa.
La voz de Dumaresq le hizo dar un respingo:
—Madeira, señor Bolitho. Una isla muy atractiva.
Bolitho saludó llevándose la mano al sombrero. A pesar de su corpulencia, el comandante era capaz de moverse sin hacer el menor ruido.
—Yo… yo… perdone, señor.
Dumaresq sonrió y cogió el catalejo de las manos de Bolitho. Mientras lo enfocaba hacia la distante isla, añadió:
—Cuando yo era teniente siempre me aseguraba que alguien de mi cuerpo de guardia estuviese permanentemente alerta para avisarme en caso de que se acercara el comandante. —Miró a Bolitho, buscando algo con sus grandes y persuasivos ojos—. Pero sospecho que no toma usted esa precaución. O digamos que todavía no lo hace. —Le lanzó el catalejo a Merrett y agregó—: Demos un paseo juntos. Hacer ejercicio es bueno para el espíritu.
Así pues, el comandante de la
Destiny
y su teniente más joven dieron su paseo, arriba y abajo por el costado de barlovento del alcázar, sorteando inconscientemente a su paso cáncamos y aparejos dobles.
Dumaresq le habló brevemente de su hogar en Norfolk, aunque refiriéndose a él sólo como un lugar más. No dio detalles acerca de las personas que lo habitaban ni de sus amigos, ni mencionó si estaba o no casado.
Bolitho intentó ponerse en el lugar de Dumaresq. Un hombre capaz de pasear charlando sobre cosas intrascendentes y completamente ajenas a su barco mientras éste navegaba escorado por la fuerza de un viento constante, las velas desplegadas una sobre otra en perfecta formación. Los oficiales de la nave, sus marineros e infantes de marina, los recursos para navegar y combatir en cualquier circunstancia que pudiera presentarse, todo le concernía directamente a él. En aquel momento su rumbo les llevaba hacia una isla, y después de aquella escala seguirían navegando hasta lugares mucho más lejanos. La responsabilidad parecía incalculable. Como en cierta ocasión había comentado irónicamente el padre de Bolitho, «sólo una regla permanece inalterable para un comandante: si tiene éxito, otros le arrebatarán el mérito. Si fracasa, será él quien cargue con toda la culpa».
—¿Se ha adaptado ya a todo esto? —preguntó Dumaresq de repente.
—Creo que sí, señor.
—Bien. En el caso de que todavía le esté dando vueltas a la muerte de ese marinero, debo pedirle que se lo quite de la cabeza. La vida es el mayor don que nos da Dios. Una cosa es arriesgarla, pero despreciarla es algo muy distinto, una especie de estafa. No tenía derecho a hacerlo. Es mejor relegarlo al olvido.
Se giró cuando apareció en cubierta Palliser, con el oficial de policía de a bordo pisándole los talones.
Palliser hizo el saludo de rigor al comandante, pero tenía la mirada puesta en Bolitho.
—Hay dos marineros que deben ser castigados, señor —dijo alargándole su libro—. Los conoce a los dos.
Dumaresq se inclinó hacia adelante poniéndose de puntillas; parecía que su corpulento cuerpo fuera a perder el equilibrio de un momento a otro.
—Espere a que la campana suene todavía un par de veces antes de ocuparse de ello, señor Palliser. Entonces haga lo necesario para que se cumpla el castigo y dé por acabado el asunto. No tiene sentido privar a la tripulación de su comida por una cosa así.
Dicho esto, se alejó a grandes zancadas, saludando con una inclinación de cabeza al timonel de guardia como lo hubiera hecho un terrateniente a su guardabosques.
Palliser cerró su libro con un golpe seco.
—Transmita mis saludos al señor Timbrell y pídale que prepare el enjaretado de castigo. —Se adelantó hasta ponerse al lado de Bolitho—. ¿Y bien?
—El comandante me ha hablado de su hogar en Norfolk, señor —replicó Bolitho.
—Ya veo —dijo Palliser vagamente decepcionado.
—¿Por qué lleva el comandante un chaleco rojo, señor?
Palliser observó al oficial de policía que volvía acompañado del contramaestre.
—Me sorprende que las confidencias personales que se permite el comandante con usted no hayan llegado hasta ese punto —dijo.