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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (10 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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Gulliver apareció en cubierta dando palmadas, como hacía siempre que estaba preocupado.

—¿Algún problema, señor? —preguntó Slade.

Gulliver le miró receloso. Era muy poco el tiempo que había pasado desde que él mismo ocupara el puesto de Slade como para creer que ningún comentario pudiera ser casual e inocente.

¿Quizá buscaba obtener ciertos privilegios? ¿O era una manera de insinuarle que no estaba a la altura y la camareta de oficiales de popa eran aguas demasiado profundas para él?

—En cuanto varíe el barómetro cambiaremos de rumbo —le espetó. Luego examinó la oscilante aguja magnética—. Sudoeste cuarta al oeste. El comandante quiere ver desplegados los juanetes, aunque con esos vientos ligeros dudo que consigamos arrancarle un solo nudo más al barco.

Slade miró de soslayo hacia el puesto de observación del vigía.

—Así que ese extraño velero significa algo —dijo.

Se oyó la voz de Palliser precediéndole mientras subía por la escala de cubierta:

—Significa, señor Slade, que si ese velero continúa ahí mañana por la mañana ya no cabrá ninguna duda de que nos está siguiendo.

Bolitho vio la preocupación dibujada en los ojos de Gulliver e imaginó lo que Dumaresq debía de haberles dicho a él y a Palliser.

—Seguramente no podemos hacer nada al respecto, ¿no es así, señor? No estamos en guerra.

Palliser le miró serenamente.

—Hay bastantes cosas que podemos hacer. —Hizo una señal con la cabeza para dar más énfasis a lo que decía—: Así que estén preparados.

Cuando Bolitho se retiraba, dejando el alcázar a su cargo, Palliser gritó a sus espaldas:

—Y tendré que poner al día a esos rezagados suyos cuando todos los marineros estén ocupados aumentando vela.

—Será un honor para mí, señor —dijo Bolitho saludando.

Rhodes le esperaba en la cubierta de baterías.

—Bien dicho, Dick. Te respetará si le plantas cara.

Mientras caminaban juntos en dirección a popa, hacia la cámara de oficiales, Rhodes dijo:

—Nuestro dueño y señor va a capturar ese otro barco, ya lo debes de saber, ¿no, Dick?

Bolitho lanzó su sombrero sobre uno de los cañones y se sentó a la mesa de la cámara de oficiales.

—Supongo que sí —dijo; y retrocedió mentalmente hasta las calas y los acantilados de Cornualles—. Verás, Stephen, el año pasado yo estaba realizando un servicio temporal a bordo de un guardacostas.

Rhodes estuvo a punto de hacer una broma al respecto, pero vio cómo el dolor afloraba súbitamente a los ojos de Bolitho.

—Había un hombre —prosiguió Bolitho—, un respetado terrateniente, que murió intentando huir del país. Más tarde quedó demostrado que había hecho contrabando de armas para apoyar una sublevación en América. Puede que el comandante piense que esto es similar, y durante todo este tiempo el oro ha estado esperando a que alguien lo utilizara debidamente. —Hizo una mueca, sorprendido de lo solemne que se había puesto—. Pero hablemos de Río. Estoy deseando llegar.

Colpoys irrumpió en la cámara de oficiales y se acomodó a sus anchas en una silla.

Dirigiéndose a Rhodes dijo:

—El primer teniente ordena que elija usted a un guardiamarina para ayudar en los trabajos administrativos en el camarote. —Cruzó las piernas y comentó—: ¡Yo desde luego no tenía ni idea de que los jóvenes supieran escribir!

Sus risas se desvanecieron al ver entrar al médico, inusualmente cariacontecido; tras echar un vistazo alrededor para asegurarse de que no les molestarían, dijo:

—El artillero acaba de contarme algo muy interesante. Uno de sus segundos le ha preguntado si sería necesario mover algún cañón de los de doce libras de calibre para hacerle espacio al oro. —Dejó que sus palabras calaran en la conciencia de los otros—. ¿Cuánto tiempo debe de haber pasado? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¡Éste debe de haber sido el secreto peor guardado de toda la historia!

Bolitho oyó los chirriantes crujidos habituales de las jarcias y las perchas, los movimientos de la guardia en la cubierta, por encima de sus cabezas.

«Así que estén preparados», había dicho Palliser. Pero aquellas palabras acababan de adoptar un significado completamente distinto.

En la mañana que siguió a las revelaciones de Dumaresq acerca del galeón cargado con un tesoro, aquel extraño velero seguía viéndose a lo lejos desde popa, al acecho.

A Bolitho le correspondía la primera guardia de la mañana, y poco a poco fue sintiendo cómo crecía la tensión a medida que la luz del día se imponía, perfilando más claramente y dotando de personalidad los rostros que le rodeaban.

Entonces se oyó el grito:

—¡Atención en cubierta! ¡Velero al nordeste!

Dumaresq debía de haber estado preparado para eso, esperándolo. Se presentó en cubierta en cuestión de segundos, y tras una rápida mirada a la aguja magnética y las ondeantes velas comentó:

—El viento está amainando. —Miró a Bolitho—. Éste es un asunto detestable. —Pero recuperó la presencia de ánimo casi al instante—. Ahora tengo que desayunar. Que el señor Slade suba a la arboladura en cuanto se presente de guardia. Es muy hábil para identificar la mayoría de embarcaciones. Dígale que estudie con atención a ese intruso, aunque bien sabe Dios que es lo bastante astuto como para mantenerse a distancia y aun así no perdernos de vista.

Bolitho le observó hasta que hubo desaparecido escaleras abajo y luego contempló la
Destiny
de punta a punta. Aquélla era la hora de más trajín en el barco: marineros enfrascados en su trabajo fregando la tablazón de las cubiertas con piedra de arenilla, otros abrillantando cañones y comprobando jarcia de labor y jarcia firme bajo la crítica mirada del señor Timbrell. Los infantes de marina realizaban uno de sus numerosos, y al parecer complicados, ejercicios de instrucción con mosquetes y fijación de bayonetas, mientras Colpoys se mantenía a distancia, dejando el trabajo para su sargento.

Beckett, el carpintero, estaba ya dando instrucciones a parte de su equipo para que iniciaran las reparaciones necesarias en la pasarela de babor, que se había deteriorado al desplomarse un aparejo bajo el peso de algunos productos que llegaban a bordo para su almacenaje. La cubierta superior, con su doble fila de cañones de doce libras, parecía una ajetreada avenida y una plaza del mercado al mismo tiempo. Un mercadillo en el que se trabajaba duro y también se chismorreaba, donde se olvidaba un poco la autoridad pero también se procuraba obtener privilegios de ella.

Más tarde, una vez baldeadas las cubiertas, los marineros hacían instrucción a golpe de silbato, con Palliser en su puesto del alcázar observando sus frenéticos esfuerzos por ganar algunos segundos al tiempo que empleaban en rizar o aumentar vela.

Y durante todo el tiempo, mientras vivían la rutina diaria de un buque de guerra, aquel otro velero continuaba al acecho, sin abandonarles ni un instante. Estaba siempre allí, como una diminuta mariposa en el horizonte. Si la
Destiny
acortaba vela de modo que su avance llegaba a disminuir incluso hasta ser inferior al de un galeón, el intruso se adaptaba a su marcha. Desplegar más velamen suponía oír casi inmediatamente al vigía informando de que el inoportuno barco había actuado en consecuencia.

Dumaresq subió a cubierta a mediodía, justo cuando Gulliver estaba acabando de supervisar el trabajo de los guardiamarinas en sus observaciones y cálculos para determinar la posición del barco a aquella hora.

Bolitho se encontraba lo bastante cerca como para oírle preguntar:

—Y bien, señor Gulliver, ¿va a sernos favorable el tiempo esta noche? —El tono de su voz denotaba nerviosismo, como si le irritara incluso el hecho de que Gulliver estuviera cumpliendo con sus obligaciones llevando a cabo su tarea normal y cotidiana.

El piloto levantó la vista para observar el cielo y el gallardete rojo del calcés.

—El viento ha cambiado contra el sol un punto, señor. Pero sigue teniendo la misma fuerza. No tendremos estrellas esta noche; hay demasiadas nubes mar afuera.

Dumaresq se mordió el labio.

—Bien. Así será, pues. —Se giró bruscamente mientras decía—: Informe al señor Palliser. —Entonces vio a Bolitho y le advirtió—: Usted tiene hoy la guardia al anochecer. Asegúrese de tener todos los faroles que pueda en el mesana. Quiero que más tarde nuestro «amigo» vea nuestras luces. Eso hará que se confíe.

Bolitho fue consciente del cambio de actitud de aquel hombre, de cómo el sentimiento de poder invadía su ser como una especie de oleada, de la incontenible necesidad que sentía de aplastar a aquel impúdico perseguidor.

La curiosidad volvió a enturbiar la mirada de Palliser cuando irrumpió en popa y vio a Dumaresq hablando de nuevo con su teniente más joven e inexperto.

—Ah, señor Palliser, tengo un trabajo para usted.

Dumaresq sonrió, pero Bolitho notó por una especie de tic nervioso en la mandíbula, por la rigidez de la espalda y de sus anchos hombros, que su mente no estaba tan relajada como quería mostrar aquella indolente sonrisa.

Con un gesto majestuoso y cargado de dramatismo, Dumaresq explicó:

—Necesitaré que el bote esté listo para ser arriado cuando oscurezca, incluso antes del crepúsculo si no hay demasiada luz. Ponga a uno de los mejores hombres al mando, por favor, y quiero a unos cuantos marineros más de la cuenta que se encarguen de plantar el palo y desplegar las velas en cuanto hayan largado amarras. —Observó el inescrutable rostro de Palliser y agregó con suavidad—: También quiero que lleven consigo varios de los faroles más potentes. Nosotros apagaremos los nuestros y dejaremos el barco completamente a oscuras tan pronto como el bote se ilumine. En ese momento me propongo virar por avante a toda marcha, acercarme y esperar.

Bolitho se giró para mirar a Palliser. Atacar a otro barco en plena oscuridad no era algo que se pudiera tomar a la ligera.

Dumaresq aún agregó:

—¡Pienso azotar a cualquier hombre de a bordo que se deje ver demasiado hasta convertirlo en algo tan invisible como una luciérnaga aplastada!

Palliser saludó y dijo:

—Me encargaré de todo, señor. El señor Slade puede ir al mando del bote. Está tan ansioso por ascender que esa misión le vendrá muy bien.

Bolitho se quedó estupefacto al ver a Dumaresq y el primer teniente riendo igual que niños, como si aquella situación se produjera todos los días.

Dumaresq miró hacia el cielo y luego se giró para escrutar el horizonte desde popa. El otro barco sólo era visible desde el puesto del vigía, pero él parecía capaz de alcanzar con la mirada incluso más allá del horizonte. Había recuperado por completo la serenidad.

—Ya tiene una anécdota que explicar a su padre, señor Bolitho —dijo—. Le encantará oírsela contar.

Con sus pesados pasos, cruzó un marinero transportando sobre los hombros un montón de cabos como si fuera un manojo de serpientes muertas. Se trataba de Stockdale. Cuando el comandante se fue abajo, jadeó:

—¿Vamos a atacar a ese barco, señor?

Bolitho se encogió de hombros.

—Sí, creo… creo que sí.

Stockdale asintió gravemente.

—En ese caso afilaré la hoja de mi espada. —En apariencia, para él todo aquello era perfectamente lógico.

Sumido en sus pensamientos, Bolitho fue hasta la batayola y se quedó observando desde allí arriba a los hombres que ya estaban trabajando para desenganchar el bote y bajarlo de la andana en la que colgaba junto a los otros. ¿Sería Slade realmente consciente de lo que podía ser de él?, se preguntó. Si se levantaba el viento una vez hubieran arriado el bote, Slade podía ser arrastrado hasta alejarse millas y millas del rumbo. En tal caso, dar con él iba a ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar.

Jury subió a cubierta y, tras cierta vacilación, se decidió a reunirse con él en la batayola. Bolitho se lo quedó mirando.

—Tenía entendido que le habían enviado a popa para que se encargase del trabajo que llevaba el pobre Lockyer. Jury le miró a los ojos.

—Le pedí al primer teniente que asignara esa tarea al señor guardiamarina Ingrave en mi lugar. —Perdió en parte su presencia de ánimo bajo la mirada de Bolitho—. Prefiero continuar en su guardia, señor.

Bolitho le dio una palmada en la espalda.

—Usted sabrá lo que hace —le dijo con cierta aspereza. Pero no por ello dejó de sentirse halagado.

Los segundos del contramaestre corrían de escotilla en escotilla, y sus argentinos golpes de silbato resonaban extrañamente mezclados con las enronquecidas voces con que ellos mismos gritaban instrucciones al cuerpo de guardia, que había bajado para supervisar cómo se izaba el bote para poder arriarlo hasta el agua.

Jury se paró a escuchar los estridentes silbatos y dijo:

—Los ruiseñores de Spithead
[5]
cantan como si les hubieran echado los perros esta noche, señor.

Bolitho disimuló una sonrisa. Jury hablaba como si fuera un viejo marino, un auténtico lobo de mar.

Le miró cara a cara muy serio y le ordenó:

—Será mejor que vaya a ver lo que están haciendo con los fanales. De lo contrario me temo que será a nosotros dos a quienes nos eche los perros el señor Palliser.

Cuando llegó el crepúsculo, que les permitiría realizar todos los preparativos sin que el enemigo lo advirtiera, el vigía informó de que el otro velero seguía a la vista.

Palliser saludó al comandante cuando éste subió a cubierta.

—Todo listo, señor.

—Muy bien. —Los ojos de Dumaresq brillaban reflejando el imponente resplandor de los fanales—. Acorten vela y estén preparados para arriar el bote. —Levantó la vista para observar cómo la gavia de mayor se hinchaba y restallaba furiosamente en su verga—. Después habrá que desplegar cada fragmento de tela que el barco pueda soportar. Si ese hurón que llevamos detrás resulta ser un amigo que sólo busca protegernos en alta mar, esta noche lo sabremos sin lugar a dudas. Si no es así, señor Palliser, será a él a quien se le desvanezca cualquier tipo de duda sobre quiénes somos nosotros, ¡se lo prometo!

Una voz anónima susurró:

—¡Se acerca el comandante, señor!

Palliser se giró y esperó a que Dumaresq se reuniera con él en la batayola del alcázar.

Como una sombra, Gulliver surgió de las tinieblas y anunció:

—Sur cuarta al sudeste, señor. Bolina franca. Dumaresq soltó un gruñido.

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