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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (16 page)

BOOK: Sandokán
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—Enviaré a Paranoa, entonces. Es diestro y prudente. Apenas se haya puesto el sol irá a esperar tus órdenes. Espero que el lord no cambie de idea, pues nosotros no podemos permanecer mucho tiempo aquí. Debemos partir antes de que en Victoria se sepa dónde estamos porque en Mompracem hay pocos hombres.

—¡Tiemblo por mi isla!

—Procuraré que el lord apresure la marcha. Mientras tanto haz armar el parao y reúne aquí a toda la tripulación.

Se estrecharon la mano y se separaron.

Yáñez regresó y comenzó a pasear por el parque, pues todavía era demasiado temprano para presentarse al lord.

En una senda próxima a la casa se cruzó con Mariana.

—¡Ah, milady, qué suerte encontrarla! —dijo.

—Lo buscaba —contestó la joven—. Dentro de cinco horas salimos para Victoria, así lo ha dicho mi tío.

—Sandokán está preparado.

—¡Dios mío! —murmuró ella, y se tapó el rostro con las manos.

—¡No llore, lady Mariana! —dijo Yáñez.

—¡Tengo miedo, Yáñez!

—Escúcheme —dijo el portugués, llevándola hacia un sendero más apartado—. Muchos creen que Sandokán es un vulgar pirata salido de las selvas de Borneo, ávido de sangre y de víctimas. Pero se equivocan: es de estirpe real y no un pirata sino un vengador. Tenía veinte años cuando subió al trono de Muluder. Fuerte como un león, audaz como un tigre, valiente hasta la locura, al cabo de poco tiempo venció a todos los pueblos vecinos y extendió las fronteras de su reino hasta el de Varauni. Aquellas campañas le fueron fatales, pues ingleses y holandeses, celosos de una nueva potencia que iba a sojuzgar la isla entera, se aliaron con el sultán de Borneo para atacarlo. Concluyeron por hacer pedazos el nuevo reino. Sicarios pagados asesinaron a la madre y a los hermanos y hermanas de Sandokán; bandas poderosas invadieron el reino, saqueando, asesinando, cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokán luchó con el furor de la desesperación. Todos sus parientes cayeron bajo el hierro de los asesinos, pagados por los blancos, y él mismo apenas pudo salvarse, seguido de una pequeña tropa de leales. Anduvo errante varios años por las costas de Borneo, sin víveres, sufriendo horribles miserias, en espera de reconquistar el trono perdido y de vengar a su familia asesinada. Hasta que una noche, perdida toda esperanza, se embarcó en un parao y juró guerra a muerte a la raza blanca y al sultán de Varauni. Arribó a Mompracem, contrató hombres y empezó a piratear en el mar. Devastó las costas del sultanato, asaltó barcos holandeses e ingleses y terminó siendo el terror de los mares, convertido en el terrible Tigre de la Malasia. Usted ya sabe lo demás.

—¡Ah, Yáñez, qué bien me hacen sus palabras! —dijo Mariana—. Porque lo amo tanto que sin él la vida para mí sería un martirio.

—Volvamos ya a la quinta, milady. Dios velará por nosotros.

La condujo a la casa y subieron al comedor, donde ya estaba lord James.

—Me alegro que esté aquí —dijo—. Al verlo salir del parque temí que le sucediera alguna desgracia.

—Quise asegurarme por mí mismo de que no hay ningún peligro, milord.

Éste quedó silencioso durante algunos instantes, y en seguida se dirigió a Mariana.

—¿Has escuchado que nos vamos a Victoria?

—Sí —contestó ella con sequedad.

—¿Vendrás?

—Usted sabe demasiado bien que me sería inútil resistir.

—¡Antes que ser la mujer de ese perro que se llama Sandokán, prefiero matarte! —exclamó el lord furioso—. Anda a hacer los preparativos para el viaje.

La joven salió de la habitación cerrando violentamente la puerta.

—¿La ha visto? —dijo el lord volviéndose hacia Yáñez—. Cree que puede desafiarme, pero se engaña. ¡Vive Dios que lo evitaré aunque tenga que hacerla pedazos!

Yáñez cruzó los brazos para no caer en la tentación de echar mano del sable. Hubiera dado la mitad de su sangre por liquidar a aquel viejo siniestro en ese mismo momento.

Cenaron en silencio. Antes de levantarse de la mesa, Yáñez preguntó:

—¿Nos marcharemos pronto, milord?

—Sí, a medianoche. Llevaremos una escolta de doce soldados muy fieles y diez indígenas.

—Con esas fuerzas no tenemos nada que temer.

—¡Usted no conoce a los piratas de Mompracem! Si nos encontramos con ellos, no sé de quién sería la victoria.

—¿Me permite, milord, bajar al parque? Quisiera vigilar los preparativos de los soldados.

—Vaya, amigo, vaya.

El portugués salió y descendió rápidamente la escalera, pensando: "Creo que llegaré a tiempo para prevenir a Paranoa. Sandokán podrá preparar una magnífica emboscada".

Se acercó al invernadero sigilosamente y empujó la puerta.

De inmediato se alzó ante él una sombra y una mano le puso una pistola al pecho.

—¡Soy yo, Paranoa! —dijo—. Vete en seguida a advertir a Sandokán que dentro de unas pocas horas saldremos de la quinta.

—¿Son muchos?

—Unos veinte.

El malayo se lanzó por la senda y desapareció en medio de las sombras que proyectaban los árboles. Cuando Yáñez volvió a la casa, el lord bajaba la escalera. Tenía su sable y una carabina en la mano. Mariana lo seguía.

Ya no era la enérgica muchacha que horas antes hablara con tanto fuego y valentía. La idea de tener que dejar para siempre aquellos lugares para lanzarse a un porvenir incierto entre los brazos de un hombre a quien llamaban el Tigre de la Malasia, parecía aterrarla. Cuando montó a caballo no pudo refrenar las lágrimas.

A una orden de lord James, el pelotón se puso en marcha y tomó el sendero que conducía a la emboscada. El anciano se volvía de cuando en cuando y lanzaba a Mariana una mirada en la cual se leían terribles amenazas.

Ya habían recorrido cerca de dos kilómetros cuando se oyó un ligerísimo silbido.

Yáñez, que esperaba el asalto de un momento a otro, desenvainó el sable y se puso entre el lord y Mariana.

—¿Qué pasa? —preguntó el lord, volviéndose bruscamente.

—¿No ha oído?

—¿Un silbido?

—Sí.

—¿Y qué?

—Eso quiere decir, milord, que mis amigos nos rodean —contestó Yáñez.

—¡Ah, traidor! —gritó el lord.

—Señor, ya es muy tarde —dijo el portugués, poniéndose delante de Mariana.

En efecto, en ese instante dos mortales descargas derribaron a cuatro hombres y siete caballos. Luego, treinta tigres de Mompracem salieron de la espesura, lanzando gritos feroces y atacaron con furia a la escolta.

El lord lanzó un rugido. Con una pistola en la mano izquierda y el sable en la derecha, se fue como un rayo hacia Mariana.

—¡Espera un poco, viejo lobo de mar —gritó Yáñez—, que te voy a acariciar con la punta de mi acero! –

—Te mataré, traidor! —contestó el lord.

Se lanzaron uno contra otro, Yáñez resuelto a sacrificarse por salvar a la joven, y el inglés decidido a todo por arrebatársela al Tigre de la Malasia.

Los soldados se atrincheraron detrás de los cadáveres de sus caballos y se defendían valerosamente. Cimitarra en mano, Sandokán procuraba deshacer aquella muralla de hombres para ir a socorrer al portugués. Rugía, hendía cabezas a diestra y siniestra. La resistencia de los ingleses no podía durar mucho más.

—¡Mantente firme, Yáñez! —gritó Sandokán.

Pero en ese mismo instante el sable de Yáñez se rompió por mitad.

—¡Socorro, Sandokán! —gritó.

El lord se le fue encima, lanzando un grito de triunfo. Pero el portugués evitó el sablazo y con la cabeza le pegó en la mitad del pecho al viejo, quien cayó pesadamente al suelo.

Viendo caer a su lado a un soldado herido de un hachazo, el lord le gritó:

—¡Mata a Mariana! ¡Te lo ordeno!

Con un esfuerzo titánico, el soldado se irguió sobre las rodillas y empuñó la bayoneta. Pero no tuvo tiempo de disparar pues a dos pasos estaba el Tigre, que lo remató con su sable.

—¡Victoria! —exclamó el pirata, abrazando a la joven.

Saltó fuera de aquel ensangrentado lugar y huyó hacia el bosque, en tanto que sus hombres acababan con los últimos ingleses.

El lord, arrojado por Yáñez contra el tronco de un árbol, quedó medio atontado entre los cadáveres que cubrían el sendero.

XXIV. La mujer del pirata

La noche era magnífica. La luna brillaba en un cielo sin nubes. Todo era silencio; todo era misterio y paz.

El parao había salido de la boca del riachuelo, huyendo con rapidez hacia occidente, y dejaba atrás la isla de Labuán, que apenas se distinguía entre las sombras.

Sandokán consolaba a Mariana estrechándola contra su pecho.

—No llores, amor mío —le decía—, yo te haré feliz. Nos iremos lejos de estas islas, enterraremos el pasado y jamás volveremos a oír hablar de mis piratas ni de Mompracem. Mi gloria, mi poderío, mis sangrientas venganzas, mi temido nombre, todo lo olvidaré por ti. Refrenaré los ímpetus de mi salvaje naturaleza, abandonaré el mar del que me creía el amo. Te daré una nueva isla, más alegre, porque te amo.

—¡Yo también te amo, Sandokán, como nunca mujer alguna amó sobre la tierra!

—¡Ay de quien pretenda hacerte daño! —exclamó el pirata—. Mañana estaremos seguros en mi inaccesible roca, donde nadie tendrá el atrevimiento de atacarnos, y después, cuando haya desaparecido todo peligro, iremos donde tú quieras, mi amor.

Mariana dejó escapar un profundo suspiro, que casi parecía un gemido. En ese instante se escuchó la voz de Yáñez que decía:

—¡Hermano, el enemigo nos persigue!

El pirata se volvió y se encontró frente a Yáñez que le señalaba un punto luminoso que corría sobre el mar. Era un crucero que se acercaba a toda velocidad; el viento llevaba hasta el parao el ritmo de las ruedas que batían las olas.

—¡Ven, ven, maldito! —exclamó Sandokán desafiándolo con la cimitarra, mientras con el otro brazo sostenía a Mariana como para protegerla—. ¡Ven a medirte con el Tigre!

Miró por unos segundos al crucero, que forzaba la máquina, y después condujo a Mariana a su camarote. Aquí no te alcanzarán los tiros —le dijo—, las bandas de hierro que cubren la popa de mi barco bastan para rechazar las balas.

—¿Y tú, Sandokán?

Yo vuelvo al puente a dirigir la batalla si nos ataca el crucero. A la primera descarga lanzaré entre 'sus ruedas una granada que lo detendrá para siempre.

—¡Tiemblo por ti!

—La muerte le teme al Tigre de la Malasia —respondió él.

—Yo rezaré por ti, Sandokán.

El pirata la miró con ternura y besó sus manos.

—¡Y ahora —dijo en tono fiero—, vamos a vemos las caras, barco maldito, que vienes a turbar mi felicidad!

—¡Dios mío, protégelo! —murmuró Mariana, cayendo de rodillas mientras él abandonaba el camarote.

Se escuchó el primer disparo del enemigo. Los piratas se lanzaron a los cañones; los artilleros tenían las mechas encendidas ya cuando apareció Sandokán en el puente. Al verlo, un solo grito salió de todos los pechos:

—¡Viva el Tigre!

—¡Déjenme paso! —gritó Sandokán—. ¡Basto yo solo para castigar a esos insolentes!

Volvía a ser el terrible Tigre de la Malasia de otros tiempos. Sus ojos brillaban como carbones encendidos y sus facciones tenían una expresión de espantosa ferocidad.

—¿Me desafías? —dijo—. ¡Ven a quitármela, si eres capaz!

Hizo subir al puente un enorme mortero, que fue cargado con una bomba de veinte kilos de peso.

—Ahora esperemos a que amanezca —dijo Sandokán—. Quiero que ese barco maldito vea bien mi bandera y a mi mujer.

El vapor redobló su velocidad y, ya a mil metros, disparó un cañonazo, y luego otro y otro.

—¡Dispara, nave maldita! —gritó el pirata—. ¡No te temo! Cuando quiera te haré pedazos las ruedas y detendré tu vuelo.

De un salto se lanzó a la amura de popa y se aferró del asta de la bandera. Yáñez se estremeció de espanto.

—¡Baja, hermano! —gritó el portugués—. ¿Quieres que te maten?

El cañoneo siguió con más furia. No obstante aquella peligrosa granizada, Sandokán no se movía. Miraba con frialdad a la nave enemiga y sonreía cada vez que una bala pasaba silbando cerca de él.

—¡Todavía no! —murmuraba—. ¡Quiero que veas a mi mujer!

El vapor continuó durante otros diez minutos bombardeando al pequeño velero; luego se fue haciendo más lento el ataque, hasta que cesó por completo. En su arboladura ondeó una gran bandera blanca.

—¿Conque me invitas a rendirme, eh? —gritó el Tigre—. ¡Yáñez! ¡Despliega mi bandera! ¡Quiero que sepan que el que guía este parao es el Tigre de la Malasia!

Y te saludarán con una lluvia de granadas.

—El viento comienza a refrescar, Yáñez. Dentro de diez minutos estaremos fuera del alcance de sus tiros. Un pirata izó la bandera.

—¡Haz resonar tus cañones ahora! ¡Yo aquí te espero! ¡Quiero mostrarte mi conquista al relampagueo de mi artillería!

Dos cañonazos fueron la contestación. Habían visto la bandera de los tigres de Mompracem. El crucero apresuraba su marcha para lanzarse al abordaje del parco. Sin embargo, pronto debieron convencerse de que no era fácil perseguir a un velero como aquél. Aumentó el viento, y el barquito, con sus inmensas velas hinchadas como globos, parecía volar sobre las tranquilas aguas del mar.

—¿Qué quieres hacer, hermanito? —preguntó a su lado Yáñez—. ¿Piensas llevarte a ese crucero hasta Mompracem?

—No es ésa mi idea. Apenas el alba me permita distinguir la tripulación de ese barco, castigaré su insolencia. Quiero que ellos también vean quién hace fuego, y quiero mostrarles a la mujer del Tigre de la Malasia.

—¡Qué locura!

—Así sabrán en Labuán que el Tigre de Malasia se ha atrevido a violar las costas de la isla y a enfrentar a los soldados de lord Guillonk.

—A estas horas ya nadie lo ignorará en Victoria.

—Dentro de poco castigaré a ese curioso. Ya verás, Yáñez.

Mientras hablaban, los astros palidecían. Dentro de pocos minutos aparecería el sol.

El crucero perdía velocidad de segundo en segundo.

—¡Dispárale un buen tiro! —dijo Yáñez.

—Cuando esté a quinientos metros pondré fuego al mortero —contestó Sandokán.

Ordenó recoger las velas y el parao comenzó a acortar su velocidad. Sandokán se inclinó sobre el mortero con la mecha encendida, calculando la distancia con la mirada.

Al ver que el velero casi se detenía, el barco de guerra intentó alcanzarlo, sin dejar de atacarlo con granadas. —¡Fuego! —gritó de súbito Sandokán, dando un salto atrás.

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