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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (17 page)

BOOK: Sandokán
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Una potente detonación resonó en la lejanía. La bomba había estallado haciendo saltar con violencia el herraje de la rueda.

El barco se inclinó sobre la banda y empezó a dar vueltas sobre sí mismo al impulso de la otra rueda que todavía batía las aguas.

Mariana apareció en el puente. Sandokán la cogió entre sus brazos, la llevó hasta la amura y gritó a la tripulación del barco enemigo:

—¡Esta es mi mujer!

Y mientras los piratas lanzaban sobre el crucero un huracán de metralla, el parao se alejaba rápidamente hacia el oeste.

XXV. En Mompracem

Quebrantada por tantas emociones, Mariana había vuelto a retirarse a su camarote, y una buena parte de la tripulación también dejó la cubierta, pues por el momento no parecía que amenazara ningún peligro a la nave.

Yáñez y Sandokán permanecieron en el puente.

—Ese vapor tendrá mucho que hacer para llegar hasta Victoria —dijo Yáñez—. ¿Crees que lord Guillonk lo envió para darnos caza?

—No lo creo —contestó Sandokán—. El lord no ha tenido tiempo para advertir al gobernador de Victoria lo sucedido. Ese buque debió andar buscándonos al saberse nuestro desembarco.

—¿Crees que el lord vendrá a atacarnos a nuestra isla?

—No lo sé, Yáñez, pero ésa es mi preocupación. Lord James goza de grandes influencias y además es muy rico. Me temo que dentro de poco aparezca una flotilla ante Mompracem.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros?

—Daremos nuestra última batalla.

—¿La última? ¿Por qué dices eso, Sandokán?

—Porque después Mompracem se quedará sin sus jefes —respondió éste dando un suspiro—. Mi carrera llega a su fin. Este mar, teatro de mis campañas, ya no verá surcar sus ondas a los paraos del Tigre. ¿Qué quieres? Así estaba escrito. El amor de la niña de los cabellos de oro tenía que hacer desaparecer al pirata de Mompracem. ¡Es triste! Tener que decir adiós para siempre a estos lugares, y perder fama y poderío. No más batallas, ni abordajes sangrientos. ¡Mi corazón sufre, Yáñez, al pensar que el Tigre morirá para siempre y que este mar y mi isla serán de otros!

—¿Y nuestros hombres?

—Seguirán el ejemplo de su jefe, si así lo quieren, y darán su adiós a Mompracem.

—¡Pobre Mompracem! —exclamó Yáñez con profunda amargura—. Quedará desierta. ¡Yo que la quería como si fuera mi patria!

—¿Crees que a mí no se me rompe el alma pensando que quizás no vuelva a verla más?

—¡No me puedo resignar a perder de un solo golpe todo nuestro poderío, que tan inmensos sacrificios nos ha costado y tantos ríos de sangre!

—¡Que se cumpla nuestro destino! Daremos en Mompracem nuestra última batalla y después saldremos de la isla y nos haremos a la vela.

—¿Hacia dónde, Sandokán?

—Lo ignoro, Yáñez. Iremos donde ella quiera; muy lejos de aquí, espero, porque si tuviera que estar cerca no resistiría la tentación de volver a Mompracem.

—El combate será tremendo —dijo Yáñez, resignado—, porque el lord nos atacará con todo su odio.

—Fortaleceremos el poblado para que pueda resistir el más terrible bombardeo. ¡No será domado todavía el Tigre; rugirá fuerte y llevará el espanto a las filas enemigas!

—¿Y si caemos bajo el peso del número? Tú sabes que los ingleses están aliados con los holandeses para combatir la piratería. Podrían unirse las dos flotas y dar un golpe mortal a Mompracem.

—Si me veo vencido, pondré fuego a la pólvora y volaremos todos junto con nuestro poblado y nuestros paraos. ¡Antes que me arrebaten a Mariana prefiero mi muerte y la suya!

—Esperemos que eso no suceda, Sandokán.

El pirata inclinó la cabeza y permaneció unos instantes en silencio.

—¡Fatalidad! —murmuró de pronto—. ¡Por ella debo perderlo todo, incluso ese mar que llamaba mío y que consideraba como si fuera sangre de mis venas! ¿Crees que yo no sufro también?

Se llevó las manos a la frente, como si quisiera apartar los pensamientos que oprimían su cansado cerebro. Después de un rato se marchó lentamente a su camarote.

A la mañana siguiente, el parao se encontraba a unos cuarenta kilómetros de Mompracem.

Ya todos se consideraban seguros, cuando el portugués, que vigilaba con atención, descubrió una sutil columna de humo que se dirigía hacia el este.

—¡Otro crucero a la vista! —exclamó—. ¡Que yo sepa, en este trozo de mar no hay volcanes!

—¿Qué hay, Yáñez? —preguntó Sandokán.

Acabo de descubrir una cañonera, hermano. —Menos mal que no es más que una cañonera. Ya sé que no encierra peligro porque lleva un solo cañón. Pero me preocupa el hecho de que ese barco viene del oeste, quizás de Mompracem.

—¿Temes que haya cañoneado tu isla, Sandokán? —preguntó Mariana, que acababa de subir a cubierta y se les acercaba.

—Sí, pero no ella sola.

Hacia el mediodía, un pirata que había trepado hasta el penol del trinquete para arreglar una cuerda, avistó Mompracem, la temida madriguera del Tigre de la Malasia.

Yáñez y Sandokán respiraron, pues se consideraron seguros, y seguidos de Mariana se dirigieron a la proa. Allá lejos se divisaba una larga línea de color incierto que poco a poco fue haciéndose verde.

—¡Más rápido, más rápido! —exclamó ansioso Sandokán.

—¿Qué temes? —preguntó Mariana.

—No lo sé, pero el corazón me dice que ha sucedido algo. ¿Nos sigue siempre la cañonera?

—Sí —contestó Yáñez.

—¡Mala señal!

—Así es, Sandokán, mala señal.

—¿Ves algo más?

Yáñez miró atentamente con un anteojo y repuso: Veo los paraos anclados en la bahía.

Sandokán respiró con alivio, y un relámpago de alegría brilló en sus ojos.

Pronto estuvo el parao bastante cerca para distinguir las fortificaciones, los almacenes, las cabañas.

Sobre la gran roca ondeaba la bandera de la piratería, pero el poblado no estaba tan floreciente ni los paraos eran tantos como antes de que ellos salieran de Mompracem.

—¡Ah! —exclamó Sandokán, llevándose una mano al pecho—. ¡Lo que yo sospechaba ha sucedido: el enemigo ha atacado mi isla! ¡Mi isla, un día tan temida e inaccesible, ha sido violada y mi fama se ha oscurecido para siempre!

Cuando por fin desembarcaron Sandokán y sus hombres, los piratas de Mompracem, reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro, saludándolo con grandes vivas y reclamando venganza contra los invasores.

Como temiera Sandokán, sabiendo los ingleses de su partida y seguros de que encontrarían una guarnición muy débil, se dirigieron a la isla, bombardearon las fortificaciones y echaron a pique varios barcos. Llevaron su audacia hasta desembarcar tropas, pero el valor de Giro Batol y de sus tigres concluyó por triunfar y el enemigo se vio obligado a retirarse. Había sido una victoria, es verdad, pero por poco cae la isla.

—¡Este es el fin! —murmuró Yáñez con mortal tristeza.

Profundamente conmovido, Sandokán, acompañado por Mariana, subió lentamente los estrechos escalones que conducían a lo alto de la roca. Después de dejar a la joven instalada en una cabaña, bajó a la playa.

La cañonera, en tanto, seguía a la vista de la isla. Parecía que esperaba algo, probablemente algún otro crucero que viniera de Labuán.

Los piratas, previendo un ataque, trabajaban febrilmente bajo la dirección de Yáñez, reforzando bastiones, excavando fosos, levantando estacadas.

Sandokán se acercó a Yáñez.

—¿Ha aparecido algún nuevo barco? —le preguntó.

—No —contestó el portugués—. Pero la cañonera no se aleja de nuestras aguas y ésa es una muy mala señal.

—Es preciso tomar medidas para poner a salvo nuestras riquezas y, en caso de una derrota, prepararnos la retirada.

—¿Temes que no podamos hacer frente a los atacantes?

—¡Tengo malos presentimientos, Yáñez! Algo me dice que perderé esta isla.

Al caer la tarde, la roca presentaba un aspecto imponente; parecía inexpugnable. Los ciento cincuenta hombres que quedaban después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que siguieran a Sandokán a Labuán, habían trabajado como quinientos.

Llegada la noche, Sandokán hizo embarcar sus joyas y artículos de valor en un gran parao y, junto a otros dos, lo envió a las costas occidentales para que se remontara a alta mar por si era necesario huir.

A medianoche, Yáñez, los jefes y todas las bandas se reunían con Sandokán ante la gran cabaña. El Tigre estaba vestido en traje de gala, de raso rojo, con turbante verde adornado con un penacho cuajado de brillantes. A la cintura llevaba dos kriss, insignia de gran jefe, y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro. A su lado tenía a Mariana.

—¡Amigos, mis fieles tigres! —dijo—. Los he llamado para decidir la suerte de Mompracem. Comprendo que mi misión vengadora ha concluido, que ya no sabré rugir ni combatir como en otros días, que necesito reposo. Combatiré, sin embargo, una vez más al enemigo que quizás mañana venga a atacarnos, y después daré mi adiós a Mompracem y me iré lejos a vivir con esta mujer, a quien amo y que será mi esposa. ¿Quieren continuar las empresas del Tigre? Les dejo mis barcos y mis cañones. Pero si prefieren acompañarme a mi nueva patria, seguiré considerándolos como a mis hijos.

Los piratas no contestaron, pero muchos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y los vientos del mar, se bañaban en lágrimas.

—¡Capitán, mi capitán! —exclamó Giro Batol, que lloraba como un niño—. ¡No abandone nuestra isla! ¡Nosotros la defenderemos!

—¡Milady —dijo Inioko—, quédese usted también con nosotros! Formaremos una muralla con nuestros cuerpos para protegerla de las balas de los enemigos.

La joven se adelantó hacia las bandas y luego miró al Tigre.

—Sandokán —dijo con voz firme—, si yo rompiera el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y adoptara por patria esta isla, ¿te quedarías?

—Sí, y te juro que no volveré a tomar las armas sino en defensa de mi tierra.

—¡Entonces que Mompracen sea mi patria! ¡Aquí me quedo!

Cien armas se alzaron mientras los piratas gritaban a una voz:

—¡Viva la reina de Mompracem!

XXVI. El bombardeo

A la mañana siguiente parecía que el delirio se había apoderado de los piratas de Mompracem. No eran hombres; eran titanes que trabajaban con energía sobrehumana en fortificar la isla, que ya no abandonarían gracias a que la Perla de Labuán había jurado permanecer en ella.

Y la reina de Mompracem estaba allí, animándolos con su voz y con sus sonrisas, mientras, a la cabeza de todos, Sandokán trabajaba con actividad febril ayudado por Yáñez, que no perdía su acostumbrada calma.

—Temo un ataque violento —dijo Sandokán a Yáñez—. Ya verás como los ingleses no vienen solos a atacarnos. Estoy seguro que se han coligado con los holandeses.

—¡Pues encontrarán la horma de su zapato! Nuestra isla es inexpugnable ahora.

—¡Ojalá, Yáñez, pero no nos fiemos! De todos modos, en caso de que nos derroten, los paraos están dispuestos para escapar.

Al amanecer se oyeron fuertes gritos: —¡El enemigo! ¡El enemigo!

Sandokán, Mariana y Yáñez se precipitaron hacia el borde de la gigantesca roca.

—¡Es una verdadera flota! —murmuró Yáñez—. ¿Dónde han reunido tantas fuerzas esos canallas ingleses?

—¡Mira —indicó Sandokán—, hay barcos ingleses, holandeses, españoles, hasta paraos de ese miserable sultán de Varauni!

La escuadra agresora se componía de tres cruceros ingleses, dos corbetas holandesas, cuatro cañoneras españolas y ocho paraos del sultán. Disponían entre todos de unos mil quinientos hombres.

—¡Mil rayos! ¡Son muchos! —exclamó Yáñez.

—Pero nosotros somos valientes y nuestra roca es fuerte.

—¿Vencerás, Sandokán? —preguntó Mariana con voz temblorosa.

—¡Eso espero, amor mío! —contestó el pirata. Doscientos indígenas habían llegado del interior de la isla y ocupaban los puntos que les señalaran los piratas, quienes ya se encontraban en sus puestos detrás de los cañones.

—No está tan mal —dijo Yáñez—, seremos trescientos cincuenta para sostener el choque.

Sandokán confió a seis de los más valientes el cuidado de Mariana para que la internaran en los bosques a fin de no exponerla al peligro.

—Yo volveré a buscarte. No temas, querida mía, las balas seguirán respetando al Tigre de la Malasia.

La miró sonriendo, como si se despidiera, y en seguida echó a correr hacia los bastiones, gritando:

—¡Arriba, tigrecitos, el capitán está con ustedes!

—¡Viva Sandokán!, ¡viva nuestra reina!

—¡Recuerden que defienden a la Perla de Labuán y que esos hombres que nos atacan son los que asesinaron a nuestros compañeros!

—¡Venganza! —gritaron a coro los piratas.

Un cañonazo derribó en ese momento la bandera que ondeaba en el bastión central.

Sandokán se estremeció y un dolor intenso se reflejó en su rostro.

—¡Odiada flota enemiga, hoy me vencerás! —exclamó.

Miró un instante a su alrededor, con profunda tristeza.

—¡Tigres, a limpiar el mar de enemigos! —gritó—. ¡Fuego!

A la orden del Tigre, todos dispararon a un tiempo, dejando oír una sola detonación. La escuadra, aunque muy maltratada por aquella primera y formidable descarga, no tardó en contestar.

No se perdía tiro de una parte ni de otra. La flota tenía la ventaja del número y la de poder moverse y dividir los fuegos del enemigo; pero a pesar de eso no adelantaba nada.

Sandokán no cesaba de gritar alentando a sus hombres. Un parao del sultán hizo explosión y una cañonera española quedó desarbolada.

—¡Vengan a medirse con los tigres de Mompracem! —gritaba Sandokán.

Estaba visto que, mientras no faltara la pólvora, ningún barco podría acercarse a las costas de la temida isla. Pero, por desgracia para los piratas, a eso de las seis de la tarde, cuando ya la flota iba a retirarse, llegó un inesperado socorro para los atacantes. Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a poca distancia por un bergantín de vela perfectamente artillado.

Sandokán y Yáñez palidecieron al ver aquellos nuevos enemigos. Comprendieron que la caída de la roca en sus manos era cuestión de horas. Pero no perdieron el ánimo y apuntaron sus cañones contra los nuevos agresores.

Las granadas caían por centenares en los bastiones y en las casas de la aldea y deshacían las obras de defensa. Al cabo de una hora la primera línea no era más que un montón de ruinas. Dieciséis cañones estaban inservibles y una docena de culebrinas yacían entre un centenar de cadáveres.

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