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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (11 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Roxana se detuvo a pocos metros de distancia. Pasó el brazo por encima de los hombros del niño, pero éste la apartó.

No quería que el brazo de su madre le recordase lo joven que era.

Con qué orgullo avanzaba ella el mentón. Eso fue lo primero que le gustó de Roxana, su orgullo. No pudo evitar una sonrisa, pero agachó la cabeza para que ella no la viera.

—Al parecer no se te resiste ningún animal. Hasta hoy, mi oca había ahuyentado a todo el mundo —la voz de Roxana no denotaba la fuerza y la belleza que desplegaba al cantar.

—Sí, eso no ha cambiado —reconoció él—. Al menos durante todos estos años.

De repente, mientras la observaba, le embargó la sensación de haber vuelto a casa. Fue una sensación tan intensa que las rodillas le flaquearon. Qué feliz se sentía de volver a verla, qué etosamente feliz. «¡Pregúntame!», se decía Dedo Polvoriento. «Pregúntame dónde he estado.» Aunque no sabía cómo explicárselo.

—Parece que en el lugar donde has estado te ha ido bien —se limitó a opinar ella.

—Eso es engañoso —repuso él—. Yo no me quedé allí por propia voluntad.

Roxana escudriñó su rostro como si hubiera olvidado su aspecto, y acarició el pelo a su hijo. Lo tenía tan negro como el suyo, pero sus ojos eran los de otro y lo miraban con repudio.

Dedo Polvoriento se frotó las manos y musitó a sus dedos palabras de fuego hasta que saltaron chispas que gotearon como la lluvia y al caer sobre el suelo pedregoso, brotaban flores, flores rojas, cada pétalo una lengua de fuego.

El niño las miraba entre embelesado y temeroso. Al final se agachó y alargó la mano hacia los capullos de fuego.

—¡Cuidado! —le previno Dedo Polvoriento, pero ya era demasiado tarde.

El niño, confundido, se introdujo en la boca las yemas de los dedos quemadas.

—Así que aún dominas el fuego —dijo Roxana, y por primera vez él descubrió en sus ojos algo parecido a una sonrisa—. Pareces hambriento. Ven —concluyó dirigiéndose hacia la casa.

El chico seguía mirando fijamente las flores de fuego.

—He oído que cultivas hierbas para los curanderos —Dedo Polvoriento se detuvo indeciso junto a la puerta.

—Sí. Hasta Ortiga me compra.

Ortiga, bajita como una mujer de musgo, siempre gruñona y lacónica como un mendigo al que hubieran cortado la lengua. Pero no había mejor curandera en ese mundo.

—¿Sigue viviendo en la vieja cueva de los osos del lindero del bosque? —Dedo Polvoriento se deslizó indeciso por la puerta.

Ésta era tan baja, que tuvo que encoger la cabeza. El aroma de pan recién horneado llegó a su nariz. Roxana colocó una hogaza sobre la mesa y trajo queso, aceite, olivas.

—Sí, pero rara vez está allí. Se vuelve cada día más extraña. Está siempre andando por el bosque, hablando con los árboles y consigo misma, y buscando plantas desconocidas. A veces desaparece semanas enteras, de modo que la gente cada día acude más a mí. Ortiga me ha enseñado algunas cosas en los últimos años —ella no lo miraba mientras lo decía—. Me enseñó a sembrar y a cultivar plantas que sólo se crían en el bosque. Aleluyas, tevetias, anémonas rojas con cuyas flores fabrican su miel los elfos de fuego.

—No sabía que esas anémonas se utilizasen también para sanar.

—Es que no se utilizan. Las planté porque me recordaban a alguien —ahora sí lo miró.

Dedo Polvoriento alargó la mano hacia uno de los manojos de hierbas que colgaban del techo y trituró los capullos secos entre los dedos: flores de lavanda, escondrijo para víboras y útiles cuando le pican a uno.

—Seguramente estas plantas sólo crecen aquí porque les cantas —dijo él—. ¿No es lo que siempre decían antes: Cuando canta Roxana, florecen hasta las piedras?

Roxana cortó un trozo de pan y vertió aceite en un cuenco.

—Ya sólo canto para ellas —comentó—. Y para mi hijo —le acercó el pan—. Come. Lo cocí ayer mismo —y dándole la espalda se acercó al hogar.

Dedo Polvoriento miró con disimulo a su alrededor mientras hundía en el aceite un mendrugo de pan. Dos sacos de paja y unas mantas sobre la cama, un banco, una silla, una mesa, jarros, cestas, botellas y cuencos, manojos de hierbas secas debajo del techo, muy juntos, como habían estado siempre en la cueva de Ortiga, y un arcón, extrañamente lujoso en aquella estancia por lo demás tan pobre. Dedo Polvoriento aún recordaba bien al comerciante en paños que se lo había regalado a Roxana. A sus criados les había costado mucho trabajo transportarlo. Estaba atiborrado de vestidos de seda guarnecidos de perlas, las mangas cubiertas con blondas. ¿Seguirían en el arcón? Sin usar, inútiles para el trabajo en el campo.

—Fui a ver a Ortiga por primera vez cuando enfermó Rosanna —Roxana no se volvió hacia él mientras hablaba—. No sabía nada, ni siquiera cómo bajar la fiebre. Ortiga me enseñó todo lo que sabía al respecto, pero de nada sirvió con nuestra hija. Así que cabalgué con ella a ver a Buho Sanador mientras la fiebre subía sin parar. La llevé al bosque, junto a las hadas, pero ellas no me ayudaron. Quizá lo hubieran hecho por ti… pero tú no estabas.

Dedo Polvoriento vio cómo se pasaba el dorso de la mano por los ojos.

—Bailanubes me lo contó —sabía que eran las palabras equivocadas, pero simplemente no se le ocurrió nada mejor.

Roxana se limitó a asentir con la cabeza, llevándose de nuevo la mano a los ojos.

—Hay quien dice que es posible añorar a aquellos a quienes se ama incluso después de muertos —murmuró—. Que te visitan de noche o al menos en sueños porque la nostalgia los trae de vuelta, aunque sólo sea por poco tiempo… Rosanna no vino. Acudí a las mujeres que aseguran hablar con los muertos. Quemé hierbas cuyo aroma al parecer los convoca, y pasé noches en vela con la esperanza de que regresase al menos una vez… Pero todo es mentira. Es imposible regresar. ¿O acaso has estado allí y has encontrado el remedio?

—¿Con los muertos? No —Dedo Polvoriento sacudió la cabeza con una sonrisa triste—. No, no he llegado tan lejos. Pero créeme, incluso allí habría buscado un camino para regresar a tu lado…

Cuánto tiempo lo miró ella. Nadie lo había mirado jamás así. Y él volvió a buscar palabras capaces de explicar su ausencia, pero no las halló.

—Cuando Rosanna murió… —la lengua de Roxana pareció estremecerse al pronunciar esta palabra, como si fuese capaz de matar a su hija de nuevo—. Cuando murió y yo la sostenía entre mis brazos me juré algo: Juré que nunca, nunca más volvería a estar tan indefensa si la muerte quería llevarse a alguien a quien amo. Desde entonces he aprendido mucho. Hoy quizá podría sanarla. O quizá no.

Volvió a mirarle, y cuando él le devolvió la mirada no intentó ocultar su dolor como solía.

—¿Dónde la enterraste?

Ella señaló con la cabeza hacia el exterior.

—Detrás de la casa. Donde siempre jugaba.

Él se volvió hacia la puerta abierta, deseoso de contemplar la tierra bajo la que yacía, pero Roxana lo detuvo.

—¿Dónde has estado? —susurró apoyando la frente contra su pecho.

Él acarició sus cabellos, los finos mechones grises que se extendían como telarañas por el negro, y enterró en ellos su rostro. Roxana seguía mezclando naranja amarga en el agua cuando se lavaba sus cabellos. El aroma le trajo tantos recuerdos que le dio un vahído.

—Muy lejos —contestó—. He estado lejos, muy lejos —y se quedó ahí sin más, sujetándola, no podía creer que ella fuera de verdad, no sólo un recuerdo, borroso y confuso, sino de carne y hueso… y que no lo rechazase de nuevo.

No supo cuánto tiempo permanecieron así.

—¿Qué ha sido de la mayor? ¿Cómo está Brianna? —preguntó en cierto momento.

—Vive en el castillo, desde hace cuatro años. Sirve a Violante, la nuera del príncipe, a quien todos llaman la Fea —se desprendió de sus brazos y se pasó las manos por el pelo recogido y tirante—. Brianna canta para la Fea, cuida a su hijo malcriado y le lee en voz alta. A Violante le encantan los libros, pero sus ojos enfermos le impiden leer, aparte de que ha de hacerlo a escondidas, porque el príncipe desprecia a las mujeres lectoras.

—¿Pero Brianna sabe leer?

—Sí. También se lo he enseñado a mi hijo.

—¿Cómo se llama?

—Jehan. Por su padre —Roxana se acercó a la mesa y acarició las flores depositadas encima.

—¿Lo conocía yo?

—No. Él me dejó esta granja… y un hijo. Los incendiarios prendieron fuego a nuestro granero, él entró para salvar a los animales, y el fuego lo devoró. ¿No es extraño… amar a dos hombres y que el fuego proteja a uno y mate al otro? —calló un buen rato antes de continuar—. Zorro Incendiario capitaneaba entonces a los Dedos de Fuego. Bajo su mandato ellos casi cometieron más fechorías que con Capricornio. Basta y Capricornio desaparecieron al mismo tiempo que tú, ¿lo sabías?

—Sí, eso he oído —murmuró él, sin poder apartar la vista de ella.

Qué hermosa era. Qué maravillosa. Dolía casi mirarla. Cuando volvió a acercarse a él, cada movimiento le recordó el día en el que la vio bailar por primera vez.

—Las hadas hicieron muy bien su trabajo —musitó mientras acariciaba su rostro—. Si no lo supiera, diría que alguien dibujó las cicatrices en tu rostro a punta de plata.

—Esa es una mentira muy piadosa —respondió Dedo Polvoriento también en voz baja.

Nadie conocía el origen de las cicatrices mejor que Roxana. Ninguno de los dos olvidaría el día en que Cabeza de Víbora la había ordenado cantar y bailar para él. Capricornio también estaba allí… con Basta y todos los demás Dedos de Fuego. Basta había mirado a Roxana como un gato a un pájaro apetitoso. La había perseguido día tras día, prometiéndole oro y joyas, la había amenazado y halagado, y cuando a pesar de todo ella le rechazó, una y otra vez, a solas y en presencia de los demás, Basta ordenó averiguar a qué hombre prefería. Basta acechó a Dedo Polvoriento cuando se encaminaba a ver a Roxana y dos de sus secuaces lo sujetaron mientras Basta le rajaba la cara.

—¿No volviste a contraer matrimonio tras la muerte de tu marido? —«cabeza de chorlito», pensó él, «estás celoso de un muerto».

—No. El único hombre de esta granja es Jehan.

El niño apareció tan repentinamente en la puerta abierta como si hubiera estado detrás esperando a que pronunciasen su nombre. Pasó en silencio junto a Dedo Polvoriento y se sentó en el banco.

—Las flores han aumentado de tamaño —comentó.

—¿Te has quemado los dedos con ellas?

—Un poquito.

Roxana le acercó un jarro con agua fría.

—Toma, mételos dentro. Y si eso no sirve, te cascaré un huevo. No hay mejor remedio contra las quemaduras que la clara.

Jehan, obediente, introdujo los dedos en el jarro, la mirada todavía fija en Dedo Polvoriento.

—¿Él nunca se quema? —preguntó a su madre.

Roxana esbozó una sonrisa.

—No, nunca. El fuego le ama. Le lame los dedos y le besa.

Jehan observó a Dedo Polvoriento como si Roxana le hubiera contado que por sus venas no corría sangre humana, sino de hada.

—¡Cuidado, ella te está tomando el pelo! —le advirtió Dedo Polvoriento—. Claro que me muerde.

—Las cicatrices de tu cara… no son del fuego.

—No —Dedo Polvoriento volvió a coger un poco de pan—. Esa tal Violante —dijo—, Bailanubes me contó que su padre es Cabeza de Víbora. ¿Odia ella a los titiriteros tanto como él?

—No —Roxana acarició el pelo negro de Jehan—. Si Violante odia a alguien es a su padre. Tenía siete años cuando él la envió aquí. A los doce la casaron con Cósimo, seis años después enviudó. Ahora vive en el castillo de su suegro intentando hacer lo que él ha olvidado hace mucho tiempo debido a la aflicción por su hijo: ocuparse de sus súbditos. Violante siente compasión por los débiles. Mendigos, tullidos, viudas con hijos hambrientos, campesinos que no pueden pagar los impuestos… todos acuden a ella. Pero Violante es una mujer. Su escaso poder se debe al temor que infunde su padre, incluso a este lado del bosque.

—Brianna está contenta en el castillo —Jehan se secó los dedos mojados en el pantalón y contempló preocupado sus yemas enrojecidas.

Roxana volvió a introducir sus dedos en el agua fría.

—Así es, por desgracia —reconoció ella—. A nuestra hija le gusta llevar los vestidos usados de Violante, dormir en una mullida cama con baldaquino y que los cortesanos le hagan cumplidos. Pero a mí no me gusta, y ella lo sabe.

—¡La Fea también mandará a buscarme algún día! —era imposible pasar por alto el orgullo que traslucía la voz de Jehan—. Para que juegue con su hijo. Jacopo molesta a Brianna y a ella cuando leen, y nadie más quiere jugar con él, porque empieza a gritar en cuanto luchan con él. Y si pierde, grita que mandará que te corten la cabeza.

—¿Le dejarás jugar con un principito malcriado? —Dedo Polvoriento dirigió a Roxana una mirada inquieta—. Los príncipes jamás son amigos, da igual la edad que tengan. ¿Acaso lo has olvidado? Y lo mismo cabe decir de su hijas, máxime si su padre es Cabeza de Víbora.

Roxana se apartó de él en silencio.

—No necesitas decirme cómo son los príncipes —advirtió—. Tu hija tiene quince años, hace ya mucho que no obedece mis consejos, pero quién sabe, quizá escuche a su padre a pesar de no haberlo visto desde hace diez años. El próximo domingo el Príncipe Orondo celebrará el cumpleaños de su nieto. Ve, si te apetece. Un buen escupefuego sin duda será bienvenido, después de que durante todos estos años sólo han podido contemplar a Pájaro Tiznado —se detuvo en la puerta abierta—. ¡Ven, Jehan! —exclamó—. Tus dedos no tienen muy mal aspecto y aún queda mucho trabajo por hacer.

El chico obedeció sin rechistar. Lanzó una mirada de curiosidad a Dedo Polvoriento desde la puerta y se alejó de un brinco… Dedo Polvoriento se quedó solo en la casa angosta. Contempló los pucheros arrimados al fuego, las fuentes de madera, la rueca en el rincón y el arcón que hablaba del pasado de Roxana. Sí, era una casa sencilla, apenas mayor que una choza de carbonero, pero era el hogar que Roxana siempre había anhelado. A ella nunca le había gustado pasar la noche al raso. Ni siquiera cuando Dedo Polvoriento hacía que el fuego echase flores para ella que velaban su sueño.

MEGGIE LEE

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Carlos Ruiz Zafón
,
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BOOK: Sangre de tinta
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