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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (8 page)

BOOK: Sangre de tinta
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La posada que constituía su objetivo no había cambiado mucho en los últimos años, ni para bien ni para mal. Seguía siendo igual de mísera con sus escasas ventanas, apenas unos agujeros en los grises muros de piedra. En el mundo que lo había albergado hasta tres días antes, seguramente ningún huésped habría traspasado un umbral tan mugriento, pero allí la posada era el último refugio antes del bosque, la última oportunidad de tomar un plato caliente y conseguir un sitio para dormir que no estuviera húmedo por el rocío o la lluvia… «¡Y encima te regalan unos cuantos piojos y chinches como compañeros de viaje!», pensó Dedo Polvoriento mientras abría la puerta de un empellón.

El espacio al que accedió estaba tan oscuro que sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la penumbra. El otro mundo se los había echado a perder con tantas luces y centelleos que convertían la noche en día. Había acostumbrado a sus ojos a que todo fuera claramente reconocible, a que la luz se encendiese y se apagase a voluntad. Ahora, sin embargo, tenían que volver a arreglárselas en un mundo de penumbra y de sombras, de noches largas y negras como el carbón, en casas en las que se impedía la entrada del sol porque a menudo calentaba demasiado.

Lo único que iluminaba el interior de la posada eran los escasos rayos de sol que penetraban por los huecos de las ventanas. El polvo bailoteaba en ellos como un enjambre de hadas diminutas. En el hogar ardía el fuego bajo un caldero negro abollado. El olor que ascendía de él no resultaba especialmente atractivo, ni siquiera para el estómago vacío de Dedo Polvoriento, pero eso no le sorprendió. Esa posada nunca había contado con un buen cocinero. Una niña, apenas mayor de diez años, removía con un palo el contenido hirviente del caldero. Unos treinta huéspedes se sentaban a oscuras en los bancos toscamente fabricados, fumando, murmurando, bebiendo.

Dedo Polvoriento caminó despacio hacia un sitio vacío y se sentó. Acechó a su alrededor sin llamar la atención, buscando una cara conocida, los pantalones de colores que tan sólo vestían los juglares. Un tañedor de laúd, sentado cerca de la ventana, negociaba con un hombre mucho mejor vestido que él, seguramente un rico mercader. Como es lógico, ningún campesino podía permitirse el lujo de contratar a un juglar. Si un campesino quería música en su boda, tenía que echar mano del violín él mismo. No habría podido pagar ni siquiera a los dos tañedores de pífano sentados junto a la ventana. En la mesa contigua, un grupo de cómicos discutían a voz en grito, seguramente por conseguir el mejor papel en una obra nueva. Uno todavía llevaba la máscara tras la que se ocultaba en los mercados. Extraño como un duende, se sentaba entre los demás, pero con máscara o sin ella, todos ellos eran extraños, tanto si cantaban o bailaban, interpretaban historias burdas sobre un escenario de madera o escupían fuego. Lo mismo cabía decir de los que les acompañaban: barberos ambulantes, remiendahuesos, curanderos, a los que los juglares atraían la clientela.

En aquella estancia atestada de humo había de todo: caras viejas, caras jóvenes, caras felices y caras desdichadas, pero a Dedo Polvoriento ninguna le resultó conocida. También él se sentía observado, lo notaba, pero estaba acostumbrado. Su rostro surcado por las cicatrices atraía todas las miradas, y la ropa que vestía hacía el resto, la indumentaria del escupefuego, negra como el hollín, roja como las llamas que otros temían y con las que él jugaba. Por un momento se sintió extraño y fuera de lugar en aquel tráfago antaño familiar, como si el otro mundo se hubiese adherido a su piel durante los años interminables transcurridos desde que Lengua de Brujo lo había arrancado de su historia y le había robado su vida, por pura casualidad, como el que al pasar aplasta a un caracol.

—¡Por todos los diablos!

Una mano se posó pesadamente en su hombro y un hombre se inclinó sobre él, mirándole de hito en hito. Su pelo era gris, su rostro redondo y sin barba, y se alzaba tan inseguro sobre las piernas que Dedo Polvoriento pensó por un instante que estaba borracho.

—¡Que me zurzan si no conozco esta cara! —balbuceó con incredulidad mientras lo agarraba tan fuerte por el hombro como si quisiera demostrar que Dedo Polvoriento era de carne y sangre—. ¿De dónde sales, viejo comefuego, del reino de los muertos? ¿Qué ha sucedido, te han vuelto a despertar a la vida las hadas? ¡Esos pequeños demonios azules siempre han estado locos por ti!

Unos hombres se volvieron hacia ellos, pero el ruido en la oscura y sofocante estancia era tal que pocos repararon en lo que sucedía a su alrededor.

—¡Bailanubes! —Dedo Polvoriento se levantó y lo abrazó—. ¿Qué tal estás?

—¡Ah, pensaba ya que me habías olvidado! —Bailanubes esbozó una amplia sonrisa que descubrió sus enormes dientes amarillos.

Oh, no, Dedo Polvoriento no lo había olvidado… aunque lo había intentado, igual que con los demás a los que había echado de menos. Bailanubes, el mejor funambulista que había paseado jamás entre los tejados. Dedo Polvoriento lo había reconocido en el acto, a pesar de que su pelo se había tornado gris y su pierna izquierda se torcía denotando una extraña rigidez.

—Acompáñame. Esto hay que celebrarlo. Uno no se tropieza todos los días con un amigo muerto.

Impaciente, arrastró consigo a Dedo Polvoriento hasta un banco situado bajo una de las ventanas, sobre el que caía un rayo de sol procedente del exterior. Después hizo una seña a la niña que seguía removiendo el puchero y le pidió dos vasos de vino. La pequeña clavó un momento sus ojos fascinados en las cicatrices de Dedo Polvoriento, después se alejó, presurosa, hacia el mostrador, tras el que un hombre gordo de mirada turbia observaba a sus parroquianos.

—¡Tienes buen aspecto! —constató Bailanubes—. Bien alimentado, ni un pelo gris, apenas un agujero en la ropa. Hasta pareces conservar todos los dientes. ¿Dónde has estado? A lo mejor debería encaminarme hacia allí. Por lo visto en ese lugar se vive bien.

—Olvídalo. Mucho mejor aquí —Dedo Polvoriento se apartó los cabellos de la frente y miró en torno suyo—. Basta de hablar de mí. ¿Qué tal te ha ido? Puedes pagarte el vino, pero tu pelo es gris y tu pierna izquierda…

—Claro, la pierna.

La niña trajo el vino. Mientras buscaba en su bolsa la moneda adecuada, la niña escudriñó con tanta curiosidad a Dedo Polvoriento que éste se frotó las puntas de los dedos y cuchicheó algunas palabras al fuego. Estiró el índice, le sonrió y sopló suavemente sobre la yema del dedo. Una diminuta llama, demasiado débil para encender un fuego aunque brillaba lo suficiente para reflejarse en los ojos de la niña, se retorció encima de su uña y escupió chispas doradas sobre la mesa sucia. La niña se quedó boquiabierta, hasta que Dedo Polvoriento apagó la llama de un soplido y sumergió su dedo en el vaso de vino que le acercó Bailanubes.

—Aja, conque te sigue gustando jugar con el fuego —constató Bailanubes mientras la niña lanzaba una mirada de preocupación al orondo posadero y regresaba a toda prisa junto al puchero—. Bueno, por desgracia mis juegos terminaron hace mucho tiempo.

—¿Qué pasó?

—Me caí de la cuerda, ya no soy Bailanubes. Un comerciante a cuya clientela distraía por lo visto en exceso me tiró un repollo. Puedo darme con un canto en los dientes por haber aterrizado en el puesto de un comerciante en paños. Sólo me rompí la pierna y unas cuantas costillas, pero salvé el cuello.

Dedo Polvoriento lo contempló, meditabundo.

—¿De qué vives desde que ya no puedes subir a la cuerda?

Bailanubes se encogió de hombros.

—Quizá no lo creas, pero todavía soy muy bueno andando. Hasta puedo montar a caballo con la pierna… cuando dispongo de montura. Me gano la vida como mensajero, aunque me sigue gustando charlar con los juglares, escuchar sus historias y sentarme con ellos junto al fuego. Ahora, sin embargo, me alimentan las letras, aunque todavía no sé leer. Cartas amenazadoras, cartas petitorias, cartas de amor, contratos de compraventa, testamentos… Yo entrego todo lo que quepa en un trozo de pergamino o de papel. También traslado con seguridad de pueblo a pueblo las palabras confidenciales que me susurran al oído. No vivo mal, la verdad, aunque desde luego no soy el mensajero más rápido que se puede obtener por dinero. Conmigo, sin embargo, todos saben que la carta que entrego únicamente va a parar a su destinatario. Algo así es difícil de encontrar.

Dedo Polvoriento no lo dudaba.
Por un par de monedas de oro cualquiera puede leer incluso el correo del príncipe,
decían en su época. Sólo había que conocer a alguien que supiera falsificar sellos rotos.

—¿Y los demás? —Dedo Polvoriento observó a los tañedores de pífano situados junto a la ventana—. ¿Qué es de su vida?

Bailanubes dio un sorbo de vino y torció el gesto.

—Puaj, qué asco. Tendría que haberlo pedido con miel. Los demás, bueno… —se frotó la pierna rígida—. Algunos han muerto, otros han desaparecido igual que tú. Ahí al fondo, justo detrás de ese campesino que contempla, melancólico, su vaso —señaló la barra con la cabeza—, se apoya nuestro viejo amigo, Pájaro Tiznado, la risa tatuada en la cara y el peor escupefuego a la redonda, a pesar de que sigue intentando con fruición copiarte, y busca desesperadamente el motivo por el que dominas el fuego mejor que él.

—Jamás lo averiguará.

Dedo Polvoriento miró con disimulo hacia el otro escupe-fuego. Por lo que recordaba, Pájaro Tiznado era ducho en los juegos malabares con antorchas ardiendo, pero no dominaba el fuego. Era un amante sin esperanza, al que la joven elegida rechazaba una y otra vez. Tiempo atrás, Dedo Polvoriento le había regalado un trocito de miel de fuego, porque le apenaban sus desesperados esfuerzos, pero ni siquiera con ella había comprendido Pájaro Tiznado el lenguaje de las llamas.

—Al parecer ahora trabaja con el polvillo de los alquimistas —susurró Bailanubes por encima de la mesa—, una broma costosa en mi opinión. El fuego le muerde con tanta frecuencia que tiene las manos y brazos completamente enrojecidos. Sólo impide que se acerque a su rostro. Antes de actuar, se lo embadurna hasta que brilla como una corteza de tocino.

—¿Sigue bebiendo después de cada representación?

—Después de la representación y antes de la representación, pero a pesar de todo es un tipo simpático, ¿no crees?

Desde luego que lo era, con su rostro amable, siempre sonriente. Pájaro Tiznado era uno de los titiriteros que vivían de las miradas de los demás, de las risas, de los aplausos y de la gente que se detenía a mirarlos. También ahora entretenía a los que se apoyaban con él en la barra. Dedo Polvoriento le volvió la espalda, no quería ver la vieja admiración y la envidia en los ojos del otro. Pájaro Tiznado no figuraba entre la gente a la que había echado de menos.

—No creas que los tiempos han mejorado para el Pueblo Variopinto —susurró Bailanubes por encima de la mesa—. Desde la muerte de Cósimo, el Príncipe Orondo ya sólo permite a los nuestros ir a los mercados en días festivos y subir al castillo a lo sumo cuando su nieto exige titiriteros a grito pelado. No es un pequeñuelo muy simpático, pues va dando órdenes a los sirvientes y amenazándolos con el látigo y la picota, pero ama al Pueblo Variopinto.

—¿Cósimo el Guapo ha muerto? —Dedo Polvoriento casi se atragantó con el vino ácido.

—Sí —Bailanubes se inclinó sobre la mesa como si no fuera decoroso hablar alto de la muerte y la desgracia—. Hace apenas un año partió, hermoso como un ángel, para demostrar su valor como soberano y exterminar a los incendiarios que moraban entonces en el bosque. Seguramente recordarás a Capricornio, su jefe, ¿no?

Dedo Polvoriento no pudo reprimir una sonrisa.

—Oh, sí, claro que lo recuerdo —respondió en voz baja.

—Desapareció casi al mismo tiempo que tú, pero la banda continuó haciendo de las suyas. Zorro Incendiario se convirtió en su nuevo jefe. Todos los pueblos, todas las granjas a este lado del bosque estaban a su merced. Cósimo, pues, partió para poner fin a la pesadilla. Acabó con toda la banda, pero no regresó, y desde entonces a su padre, que amaba tanto la comida que su desayuno habría servido para alimentar a tres pueblos, también lo llaman el Príncipe de los Suspiros. Porque eso es lo único que hace el Príncipe Orondo.

Dedo Polvoriento estiró los dedos hacia el polvo que bailoteaba al sol por encima de él.

—¡El Príncipe de los Suspiros! —murmuró—. Vaya, vaya. ¿Y qué es lo hace el muy ilustrísimo señor del otro lado del bosque?

—¿Cabeza de Víbora? —Bailanubes acechó inquieto a su alrededor—. Ay, ése por desgracia no ha muerto. Sigue considerándose el amo del mundo, hace cegar a todo campesino al que sus guardabosques pillan en el bosque con un conejo, esclaviza a quienes no pagan sus impuestos y los obliga a excavar la tierra en busca de plata hasta que escupen sangre. Las horcas delante de su castillo nunca están vacías y lo que más le complace es ver bambolearse allí unos cuantos pantalones multicolores. A pesar de todo, casi nadie habla mal de él, porque sus espías abundan más que las chinches en esta posada y les paga bien. Pero la muerte —añadió Bailanubes en voz baja— es insobornable, y Cabeza de Víbora se hace viejo. Dicen que en los últimos tiempos le dan pánico las Mujeres Blancas y la muerte, tanto que por las noches se pone de rodillas y aulla como un perro apaleado. Al parecer, sus cocineros le preparan todas las mañanas un bebedizo de sangre de becerro, que por lo visto te mantiene joven, y se dice que debajo de la almohada guarda la falange de un ahorcado para protegerse de las Mujeres Blancas. En los últimos siete años se ha casado cuatro veces. Sus esposas son cada vez más jóvenes, aunque ninguna le ha dado lo que él más fervientemente ansia.

—¿Cabeza de Víbora aún no tiene descendencia?

Bailanubes negó con la cabeza.

—No, pero a pesar de todo su nieto nos gobernará algún día, porque el viejo zorro casó a una de sus hijas, Violante, a la que todos llaman la Fea, con Cósimo el Guapo, y ella tuvo un hijo con él antes de que partiera para morir. Se dice que su padre la hizo apetitosa para el Príncipe Orondo como novia para su hijo entregando como dote a Violante un valioso manuscrito…, amén de al mejor miniador de su corte. Sí, en otros tiempos al Príncipe Orondo le entusiasmaba tanto el papel escrito como la buena comida, pero ahora sus valiosos libros enmohecen. Ya nada le interesa y sus súbditos, menos. Algunos susurran que justo así lo habría planeado Cabeza de Víbora. Que él mismo se habría encargado de que su yerno jamás regresase de la fortaleza de Capricornio para que su nieto accediera al trono a la muerte del Príncipe Orondo.

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