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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (7 page)

BOOK: Sangre de tinta
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—Sí. Orfeo está muy envanecido por su forma de leer —Farid escupió el nombre como si fuera el hueso de una ciruela—. Y sin embargo, si te interesa saberlo, no sabe leer ni la mitad de bien que tú o tu padre.

«Es posible», pensó Meggie, «pero con su lectura ha traído de vuelta a Dedo Polvoriento. Y ha escrito él mismo las palabras precisas para ello. Ni Mo ni yo habríamos sabido hacerlo.» Arrebató a Farid de la mano la hoja con las líneas de Orfeo. La letra era difícil de descifrar, pero tenía una caligrafía bonita, extrañamente entrelazada y muy personal.

—¿En qué lugar exacto desapareció Dedo Polvoriento?

Farid se encogió de hombros.

—No lo sé —murmuró, compungido.

Claro, ella lo había olvidado: él no sabía leer. Meggie recorrió con el dedo la primera frase:
Dedo Polvoriento regresó un día que olía a bayas y setas.

Inclinó la hoja, meditabunda.

—Es imposible —murmuró—. Ni siquiera disponemos del libro. ¿Cómo lo conseguiremos sin él?

—¡Tampoco Orfeo lo utilizó! Dedo Polvoriento le arrebató el libro antes de leer la nota! —Farid corrió la silla hacia atrás y se situó al lado de Meggie. Su proximidad, sin saber por qué, la turbó.

—¡Eso es imposible! —musitó Meggie.

Pero Dedo Polvoriento se había ido. Unas pocas frases escritas a mano le habían abierto la puerta entre las letras, que Mo había sacudido en vano. Sin embargo, no era Fenoglio, el autor del libro, quien había escrito las frases, sino un desconocido… Un desconocido con un extraño nombre: Orfeo.

Meggie conocía mejor que la mayoría de la gente lo que acechaba detrás de las palabras. Ella misma había abierto puertas, había traído a este mundo a seres que respiraban fuera de las páginas amarillentas por el tiempo… y había presenciado cómo su padre, con la lectura, había sacado de un cuento árabe al chico que ahora estaba a su lado. Pero ese tal Orfeo parecía saber más, mucho más que ella, más incluso que Mo, al que Farid seguía llamando Lengua de Brujo… De repente a Meggie las palabras de aquella sucia hoja de papel la aterrorizaron, y la depositó sobre su escritorio, como si quemase.

—¡Por favor! ¡Inténtalo al menos! —la voz de Farid sonaba casi suplicante—. ¿Qué pasará si Orfeo, leyendo, ha trasladado a Basta al otro lado? Dedo Polvoriento ha de saber que los dos están compinchados! ¡El cree que ahora, en su mundo, está a salvo de Basta!

Meggie seguía mirando fijamente las palabras de Orfeo. Resultaban hermosas, de una belleza embriagadora. Meggie sintió cómo su lengua ansiaba saborearlas. Un poco más y habría empezado a leerlas en voz alta. Asustada, se tapó la boca con la mano.

Orfeo.

Como es natural conocía el nombre y la historia que lo rodeaba como una corona de flores y espinas. Elinor le había regalado el libro que mejor la relataba.

A ti, oh, Orfeo, te lloraron llenos de dolor los pájaros, manadas de venados, la roca petrificada y el bosque que tantas veces siguió tu canción. El árbol se desprende de sus hojas y, calvo, lleva luto por ti.

Miró, interrogante, a Farid.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Orfeo? —Farid se encogió de hombros—. Veinte, veinticinco, ¿qué sé yo? Es difícil precisarlo. Tiene cara de niño.

Qué joven. Las palabras del papel no presagiaban a un hombre joven. Eran demasiado sabias.

—¡Por favor! —Farid seguía mirándola—. Lo intentarás, ¿verdad?

Meggie miró hacia el exterior. Recordó los nidos de hada vacíos, los hombres de cristal desaparecidos y lo que le había dicho Dedo Polvoriento hacía mucho tiempo:
A veces, por la mañana temprano, cuando ibas a lavarte a la fuente, revoloteaban por encima del agua esas hadas diminutas, apenas mayores que vuestras libélulas y de una tonalidad azulada como las violetas. Les gustaba revolotear por el pelo, a veces hasta te escupían en la cara. No se mostraban muy amables, pero por la noche relucían como luciérnagas.

—Bien —repuso Meggie como si no fuese ella la que contestase a Farid—. De acuerdo, lo intentaré. Pero antes deben mejorar tus pies. No puedes ir con los pies hechos polvo al mundo del que habla mi madre.

—¡Qué disparate, están perfectamente! —Farid caminó arriba y abajo sobre la mullida alfombra a modo de demostración—. ¡Por mí, puedes intentarlo ahora mismo!

Meggie negó con la cabeza.

—No —replicó, decidida—. Primero tengo que aprender a leerlo de corrido. Con esta letra no es fácil; además algunos pasajes tienen borrones, así que seguramente lo copiaré. El tal Orfeo no mintió. Escribió algo sobre ti, pero no estoy segura de que sea suficiente. Además… —añadió de pasada—,…si lo intento, quiero acompañarte.

—¿Qué?

—¡Claro! ¿Por qué no? —Meggie no logró impedir que su voz revelase lo mucho que la ofendía su mirada de eto.

Farid no contestó.

¿No comprendía que Meggie también quería ver todo lo que habían relatado Dedo Polvoriento y su madre, con la voz enternecida de nostalgia: las bandadas de hadas sobrevolando la hierba, los árboles tan altos que uno creía que las nubes se enredarían en sus ramas, el Bosque Impenetrable, los juglares, el castillo del Príncipe Orondo y las torres de plata del Castillo de la Noche, el mercado de Umbra, la danza del fuego, las charcas susurrantes, con rostros de ondinas mirando hacia fuera…?

No, Farid no lo comprendía. Seguramente él nunca había añorado otro mundo, ni había sentido la nostalgia que desgarraba el corazón de Dedo Polvoriento. Farid sólo ansiaba una cosa: reunirse con Dedo Polvoriento para prevenirle del cuchillo de Basta y regresar a su lado. Era su sombra. Ese era el papel que quería interpretar, sin que le importase en qué historia.

—¡Olvídalo! ¡No puedes acompañarme! —sin mirarla, regresó cojeando hasta la silla que Meggie le había acercado, se sentó y se quitó de sus dedos las tiritas que Resa había pegado encima con tanto esfuerzo—. Nadie puede trasladarse a sí mismo con la lectura de un libro. ¡Ni siquiera Orfeo! El mismo se lo confesó a Dedo Polvoriento: lo había intentado muchas veces, pero sencillamente es imposible.

—¿Ah, sí? —Meggie intentó aparentar más seguridad de la que sentía—. Tú mismo has reconocido que leo mejor que él. ¡A lo mejor yo sí puedo! —«aunque no escriba como él», se dijo a sí misma.

Farid le lanzó una mirada inquieta mientras guardaba las tiritas en el bolsillo de su pantalón.

—Pero allí es peligroso —advirtió—. Sobre todo para una ch… —se interrumpió en mitad de la palabra y empezó a examinar con esfuerzo los dedos sangrantes de sus pies.

Cretino. A Meggie su enfado le dejó un sabor amargo en la boca. ¿Qué se figuraba? Seguramente ella sabía más sobre el mundo al que tenía que trasladarlo con la lectura que él mismo.

—Ya sé que es peligroso —reconoció, irritada—. Si no te acompaño, no leeré. Piénsalo. Y ahora déjame sola. Necesito reflexionar.

Farid lanzó una postrera mirada a la hoja que contenía las palabras de Orfeo antes de encaminarse hacia la puerta.

—¿Cuándo piensas intentarlo? —preguntó antes de salir al pasillo—. ¿Mañana?

—Tal vez —se limitó a contestar Meggie.

Después, cerró la puerta tras él y se quedó sola con las letras de Orfeo.

LA POSADA DE LOS JUGLARES

«Gracias», dijo Lucy, abriendo la caja y sacando una cerilla. «¡Prestad atención!», gritó en voz alta. «¡ATENCIÓN! ¡HASTA NUNCA, MALOS RECUERDOS!»

Philip Ridley
,
Dakota Pink

Dos días enteros necesitó Dedo Polvoriento para atravesar el Bosque Impenetrable. Dos días durante los cuales se topó con muy pocas personas, unos carboneros, negros de tizne, un andrajoso cazador furtivo con dos conejos al hombro y el hambre escrita en la cara, y una tropa de monteros del príncipe, armados hasta los dientes, que seguramente irían en busca de algún pobre diablo que habría disparado a un corzo para dar de comer a sus hijos. Ninguno de ellos llegó a ver a Dedo Polvoriento. Éste sabía cómo hacerse invisible, y sólo en la segunda noche, cuando oyó aullar a una manada de lobos en las colinas cercanas, se arriesgó a llamar al fuego.

El fuego. Qué diferente era en este mundo y en el otro. Cuánto le reconfortaría volver a oír su voz chisporroteante. Y contestarle. Dedo Polvoriento reunió un poco de leña seca cubierta por flor de cera y tomillo, que abundaba entre los árboles. Desenvolvió de las hojas que mantenían húmeda y maleable la miel que había robado a los elfos, y se introdujo en la boca un trocito diminuto. ¡Qué miedo le había invadido la primera vez que probó la miel! Miedo a que su valioso botín le provocase una quemazón tan duradera en la lengua que le hiciese perder la voz. Pero su preocupación había sido vana. La miel ardía en la lengua como el carbón rusiente, pero el dolor pasaba, y soportándolo el tiempo necesario, le permitía hablar después con el fuego, aunque tuviera lengua humana. Un minúsculo pedacito surtía efecto durante cinco o seis meses, a veces hasta casi un año. Bastaba un leve susurro en el idioma de las llamas, un chasquido de los dedos para que las chispas estallaran chisporroteando en la madera seca y húmeda, incluso en la piedra.

Al principio el fuego lamió las ramas más vacilante que antes, como si hubiera olvidado el sonido de su voz o no acabara de creer en su regreso. Pero luego empezó a susurrar y a darle la bienvenida, cada vez más turbulento, hasta que tuvo que contener las llamas que se retorcían salvajemente, imitando su chisporroteo. El fuego se agazapó entonces como un gato montes que se encoge ronroneando en cuanto acaricias su piel con sumo cuidado.

Mientras el fuego devoraba la madera y su resplandor mantenía alejados a los lobos, Dedo Polvoriento no pudo evitar recordar al chico. A lo largo de incontables noches había descrito a Farid el lenguaje del fuego, a él, que sólo conocía llamas mudas y malhumoradas.

—Hay que ver —murmuró calentándose los dedos a la perezosa lumbre—. ¡Todavía sigues echándolo de menos! —y se alegró de que al menos la marta se hubiera quedado con el muchacho para ayudarle contra los espíritus que veía por doquier.

Cierto, Dedo Polvoriento echaba de menos a Farid. Pero también había echado de menos a otros durante diez años, hasta el punto de que su corazón continuaba herido por la nostalgia. Por su causa su paso se tornaba cada vez más impaciente, a medida que se acercaba al lindero del bosque y a lo que aguardaba detrás, el mundo de los hombres. Sí, en el otro mundo no sólo le habían atormentado la nostalgia de las hadas, las gentes de cristal y las ondinas. También había otras personas a las que había echado de menos, no muchas, pero a esas pocas las había añorado muchísimo.

Había intentado olvidarlas desde que, medio muerto de hambre, había llegado a la puerta de Lengua de Brujo y éste le había explicado que ya no podría regresar… Entonces había comprendido que tenía que elegir. «¡Olvídalos, Dedo Polvoriento!», cuántas veces se lo había repetido a sí mismo. «O haberlos perdido a todos te hará enloquecer.» Pero su corazón, sencillamente, no le obedeció. Esos recuerdos, tan dulces y tan amargos… lo habían devorado durante todos esos años y alimentado al mismo tiempo. Hasta que en cierto momento comenzaron a palidecer, se tornaron imprecisos, se difuminaron igual que un dolor que uno ahuyenta deprisa porque le parte el corazón. Pues, ¿de qué servía recordar algo irremisiblemente perdido?

«¡Será mejor será que tampoco lo recuerdes ahora!», se dijo Dedo Polvoriento mientras los árboles que lo rodeaban se tornaban más jóvenes y el techo de hojas más diáfano. Diez años es un largo periodo de tiempo en el que puede perderse alguno. Las cabañas de carboneros menudeaban ya entre los árboles, pero Dedo Polvoriento no se dejó ver entre los Hombres Negros. Las gentes de fuera del bosque los trataban con desprecio, porque los carboneros vivían en lo más profundo de la espesura y no se atrevían a internarse hasta allí. Artesanos, labradores, comerciantes y príncipes: todos ellos necesitaban el carbón vegetal, pero no les gustaba ver en sus ciudades y pueblos a aquellos que lo fabricaban. A Dedo Polvoriento le agradaban los carboneros, sabían casi tanto del bosque como él, aunque día tras día convirtieran a los árboles en enemigos. A menudo se había sentado junto a sus fogatas a escuchar sus historias, pero después de todos esos años quería oír otros relatos, por ejemplo qué había sucedido fuera del bosque, y sólo podía oírlos en un lugar: en una de las posadas que se alzaban a lo largo del camino.

Dedo Polvoriento tenía un destino muy concreto: el lindero norte del bosque, justo donde el sendero aparecía entre los árboles y comenzaba a serpentear colina arriba, pasando junto a unas granjas apartadas hasta llegar a las puertas de la ciudad de Umbra, el lugar sobre cuyos tejados el castillo del Príncipe Orondo proyectaba su sombra.

Las posadas situadas al borde del camino, fuera de las ciudades, habían sido siempre un lugar de encuentro para los juglares. Allí ricos comerciantes, mercaderes y artesanos los contrataban para bodas y funerales, para fiestas que celebraban el seguro regreso de un viajero o el nacimiento de un niño. A cambio de unas cuantas monedas, los juglares proporcionaban música, bromas pesadas y juegos malabares, distracción de las grandes y pequeñas penas, y si Dedo Polvoriento quería saber lo que había sucedido todos esos años en los que había estado ausente, lo mejor era preguntar al Pueblo Variopinto. Los juglares eran el periódico de ese mundo. Nadie conocía mejor lo que acontecía en él que aquellos que carecían de techo.

«¿Quién sabe?», pensó Dedo Polvoriento mientras dejaba atrás los últimos árboles. «Con un poco de suerte, a lo mejor incluso encuentro a viejos conocidos.»

El camino era un cenagal y estaba cubierto de charcos. Las ruedas de los carro habían excavado hondos surcos en él, y el agua de lluvia llenaba las huellas de las pezuñas de los toros y de los cascos de los caballos. En esa época del año a veces llovía días enteros, como ayer, cuando se alegró de estar bajo los árboles, que impedían que la lluvia lo calase hasta los huesos. La noche había sido fría, sus ropas estaban húmedas a pesar de que había dormido junto al fuego, y era de agradecer que ese día el cielo estuviera claro, salvo unos jirones de nubes que flotaban por encima de las colinas.

Por fortuna había encontrado unas monedas en sus viejas ropas. Seguramente bastarían para pagar unos platos de sopa. Dedo Polvoriento no se había traído nada del otro mundo. ¿Qué hubiera hecho aquí con el papel impreso con el que pagaban en el otro, aquí donde sólo contaban el oro, la plata y el cobre tintineante, a ser posible con la cabeza del príncipe adecuado encima? En cuanto gastase las monedas tendría que buscarse un mercado en Umbra o en cualquier otro sitio.

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