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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (4 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Dos de esos diminutos seres azules, en lugar de alejarse revoloteando al verlo, miraron con avidez sus cabellos pelirrojos, mientras la luz del crepúsculo que caía entre las copas de los árboles teñía sus alas de rojo.

—Ah, sí, claro —Dedo Polvoriento rió en voz baja—. Queréis algunos de mis cabellos para vuestros nidos.

Se cortó un mechón con el cuchillo. Una de las hadas lo agarró con sus manitas menudas de escarabajo y se alejó aleteando presurosa. La otra, tan diminuta que seguramente acababa de salir de su huevo blanco como el nácar, la siguió. Había echado de menos a esos descarados seres azules, los había echado mucho de menos.

Bajo él, la noche irrumpía entre los árboles, aunque por encima de su cabeza el sol poniente aún coloreaba las copas rojas como acederas en un prado veraniego. Las hadas pronto dormirían en sus nidos, los ratones y conejos en sus cuevas, el frescor de la noche entumecería los miembros de las lagartijas y los cazadores se prepararían, sus ojos luces amarillas en la noche negra. «Bueno, esperemos que no tengan hambre de un come-fuego», pensó Dedo Polvoriento, mientras estiraba las piernas sobre el tronco caído. Clavó el cuchillo a su lado en la corteza quebradiza, se arrebujó en el tabardo, que no se había puesto durante diez años, alrededor de los hombros y alzó la vista hacia las hojas cada vez más oscuras. Un buho se cimbreó en una encina y se alejó volando, apenas una sombra entre las ramas. Cuando se extinguió el día, un árbol musitó en sueños palabras incomprensibles para cualquier oído humano.

Dedo Polvoriento cerró los ojos y escuchó.

Había regresado a casa.

LA HIJA DE LENGUA DE BRUJO

¿Acaso sólo había un mundo que soñaba con otros mundos?

Philip Pullman
,
La daga

Meggie odiaba discutir con Mo. Después todo su cuerpo temblaba y nada podía consolarla, ni los abrazos de su madre, ni el regaliz que Elinor le entregaba a escondidas tras haber escuchado sus voces en la biblioteca, ni Darius, que en tales casos creía en el efecto misterioso de la leche caliente endulzada con miel.

Nada.

En ese caso había resultado especialmente malo, porque en realidad Mo había ido a verla para despedirse. Le esperaba un nuevo encargo, unos libros enfermos, demasiado viejos y valiosos para enviárselos. Antes, Meggie le habría acompañado, pero ahora había decidido quedarse con Elinor y con su madre.

¿Y por qué había llegado él a su habitación precisamente cuando volvía a hojear las libretas de notas?

En los últimos tiempos habían discutido con frecuencia por culpa de esas libretas, a pesar de que su padre odiaba las discusiones tanto como ella. Luego, su padre solía desaparecer en el taller que Elinor había mandado construir para él detrás de la casa, y Meggie lo seguía cuando ya no aguantaba más el enfado. Él nunca alzaba la cabeza cuando Meggie se deslizaba por la puerta y se sentaba a su lado sin decir palabra, en la silla que siempre la esperaba, y observaba su labor, como había hecho desde que ni siquiera sabía leer. Le gustaba ver sus manos liberando a un libro de su ajado vestido, separando las páginas manchadas, cortando los hilos que sujetaban el viejo bloque del libro, o ablandando viejo papel de hilo para remendar una página carcomida. Mo tardaba mucho en volverse para preguntarle cualquier cosa: ¿Le gustaba el color que había escogido para un forro de lino? ¿No pensaba también que la pasta de papel que había preparado para el remiendo le había salido un poco oscura? Era la forma de disculparse de su padre: No discutamos más, Meggie, olvidemos lo que hemos dicho…

Pero ese día fue imposible. Porque él, en lugar de desaparecer en su taller, se marchó a casa de algún coleccionista para alargar la vida de sus tesoros impresos. Esta vez no acudiría a su lado con un libro como regalo de reconciliación, descubierto en alguna librería de viejo, o un marcapáginas adornado con plumas de arrendajo común halladas en el jardín de Elinor…

¿Por qué no habría leído otro libro cuando su padre entró en su habitación?

—¡Cielos, Meggie, es que no tienes en la cabeza nada más que esas libretas de notas! —le había dicho, enfadado, en los últimos meses siempre que la había encontrado en su habitación tumbada sobre la alfombra, sorda y ciega para todo lo que sucedía a su alrededor, los ojos prendidos de las letras con las que ella había escrito lo que le había contado Resa… sobre lo que ella había vivido «allí», según la amarga denominación de Mo.

Allí.

El Mundo de Tinta había convocado a Meggie al lugar que Mo censuraba tanto y del que su madre hablaba a veces con nostalgia… El Mundo de Tinta por el libro que hablaba de ese lugar:
Corazón de Tinta.
El libro había desaparecido, pero los recuerdos de su madre eran tan vivos como si no hubiera transcurrido ni un solo día desde que estuvo en ese mundo de papel y tinta de imprenta poblado por hadas y príncipes, ondinas, elfos de fuego y árboles que crecían hasta el cielo.

Meggie se había pasado innumerables días y noches sentada junto a Resa, escribiendo lo que su madre le refería por señas. Resa había perdido su voz en El Mundo de Tinta, y relataba aquellos años a su hija bien con lápiz y papel o con las manos, los portentosos y etosos años como ella los denominaba. A veces también dibujaba lo que había visto con sus ojos, aunque no pudiera describirlo con su lengua: hadas, pájaros, flores extrañas, conjuradas con un par de trazos sobre el papel y sin embargo tan auténticas que Meggie casi creía haberlas percibido con sus propios ojos.

Al principio Mo en persona había encuadernado las libretas en las que Meggie consignaba los recuerdos de Resa, a cual más bella. Pero a partir de cierto momento Meggie notó su mirada de preocupación al verla hojeándolas, completamente ensimismada en los dibujos y en las palabras. Ella comprendía su malestar, por supuesto, al fin y al cabo había perdido muchos años a su mujer en ese mundo de letras y papel. ¿Cómo iba a gustarle que su hija no pensase en otra cosa? Sí, Meggie entendía muy bien a su padre, y a pesar de todo no podía hacer lo que Mo le exigía… cerrar las libretas de notas y olvidar al menos durante una temporada ese mundo de tinta.

Quizá su nostalgia no habría sido tan grande si hubieran estado allí las hadas y los duendes, todas esas extrañas criaturas que se habían traído desde el pueblo maldito de Capricornio. Pero ni uno siquiera vivía ya en el jardín de Elinor. Los nidos vacíos de las hadas seguían adheridos a los árboles y aún existían las cuevas excavadas por los duendes, pero sus moradores habían desaparecido. Al principio Elinor creyó que se habían escapado, que los habían robado, lo que fuera… pero un día hallaron la ceniza, fina como el polvo, que cubría la hierba del jardín, una ceniza gris, tan gris como la sombra de la que en su día habían salido los extraños invitados de Elinor. Y Meggie comprendió que nadie podía regresar de la muerte, ni siquiera las criaturas hechas de palabras.

Elinor, sin embargo, se había negado a aceptar esa idea. Testaruda y presa de la desesperación, había vuelto a viajar al pueblo de Capricornio. Sólo halló callejas vacías y casas quemadas, pero ni un solo ser vivo.

—Sabes, Elinor —le había dicho Mo, cuando ella regresó con el rostro lloroso—, me temía algo semejante. Nunca he creído de verdad que hubiera palabras capaces de resucitar a los muertos. Y además… a fuer de sincera, ellos no encajaban en este mundo.

—¡Yo tampoco lo haré! —repuso Elinor.

En las semanas siguientes, cuando Meggie se deslizaba por la noche hasta la biblioteca para coger un libro, oía sollozos procedentes del cuarto de Elinor. Desde entonces habían transcurrido muchos meses. Llevaban casi un año viviendo todos juntos en la enorme mansión, y Meggie intuía que Elinor prefería no vivir sola con sus libros. Les había cedido las habitaciones más bonitas. (A cambio, hubo que alojar en el desván la colección de Elinor de antiguos libros escolares y las obras de un par de poetas que habían caído en desgracia para ella). Desde la ventana de Meggie se isaban las montañas festoneadas de nieve, y desde la alcoba de sus padres se vislumbraba el lago cuyas aguas resplandecientes habían inducido con tanta frecuencia a las hadas a bajar revoloteando.

Mo nunca se había marchado por las buenas. Sin una palabra de despedida. Sin reconciliarse con ella…

«Quizá debería bajar y ayudar a Darius en la biblioteca», pensó Meggie, mientras se enjugaba las lágrimas de la cara.

Ella nunca lloraba cuando se peleaba con su padre, los sollozos llegaban siempre después… Y cuándo él veía sus ojos enrojecidos por el llanto, se sentía siempre culpable.

Seguro que todos sabían que se habían peleado. Seguramente Darius ya habría preparado leche con miel, y Elinor, en cuanto metiera la cabeza por la puerta de la cocina, empezaría a despotricar de Mo y de los hombres en general. No, prefería quedarse en su habitación.

Ay, Mo. Él le había arrancado de las manos la libreta de notas que estaba leyendo y se la había llevado consigo. Precisamente la libreta en la que ella había recopilado ideas para escribir sus propias historias, comienzos que habían quedado reducidos a unas frases iniciales, tachadas, a intentos fallidos… ¿Por qué se la quitó? Ella no quería que Mo la leyera, que viera la inutilidad con que ella intentaba ensamblar las palabras que durante la lectura acudían a sus labios con tanta facilidad, tan poderosas. Sí, Meggie podía escribir lo que relataba su madre, llenar una página tras otra con las descripciones de Resa. Pero en cuanto intentaba urdir algo nuevo a partir de eso, una historia con vida propia, sencillamente no se le ocurría nada. Las palabras parecían desaparecer de su mente… como copos de nieve que apenas dejan una mancha húmeda en la piel en cuanto alargas la mano hacia ellos.

Alguien llamó a su puerta.

—Adelante —dijo Meggie sorbiendo y buscando en los bolsillos de su pantalón uno de los pañuelos pasados de moda que le había regalado Elinor. («Pertenecieron a mi hermana. Su nombre comenzaba por M igual que el tuyo. Está bordado abajo, en la esquina, ¿lo ves? Pensé que era mejor que los usaras tú antes de que se los coman las polillas.»)

Su madre asomó la cabeza por la puerta.

Meggie intentó esbozar una sonrisa, pero cosechó un lamentable fracaso.

—¿Puedo pasar? —los dedos de Resa dibujaban las palabras en el aire más deprisa de lo que las pronunciaban los labios de Darius, y Meggie asintió.

Para entonces dominaba el lenguaje de signos de su madre casi con la misma naturalidad que las letras del alfabeto, mejor que Mo y Darius, y mucho mejor que Elinor. A menudo ésta, cuando los dedos de Resa hablaban con excesiva rapidez, recurría, desesperada, a Meggie.

Resa cerró la puerta a su espalda y se sentó a su lado en el alféizar de la ventana. Meggie siempre llamaba a su madre por su nombre, quizá porque durante diez años no había tenido madre, o tal vez por la misma razón incomprensible por la que su padre siempre había sido para ella simplemente Mo.

Meggie reconoció en el acto la libreta de notas que Resa depositó en su regazo. Era la misma que le había quitado Mo.

—Estaba delante de tu puerta —dijeron las manos de su madre.

Meggie acarició las tapas con dibujos. Así que Mo se la había devuelto.

¿Por qué no había entrado? ¿Porque seguía enfadado o porque le dio pena?

—Él quiere que lleve las libretas al desván. Al menos durante algún tiempo.

Meggie se sintió de repente una niña pequeña. Y al mismo tiempo muy vieja.

—A lo mejor tendría que transformarme en un hombrecillo de cristal —me dijo él—, o teñirme de azul la piel, porque mi mujer y mi hija evidentemente añoran más a las hadas y a los hombres de cristal que a mí.

Resa sonrió y le acarició la nariz con el índice.

—Sí, lo sé, él, por supuesto, no lo cree. Pero se enfada tanto cada vez que me ve con las libretas de notas.

Resa miró por la ventana abierta. El jardín de Elinor era tan grande que no se veía principio ni fin, sólo árboles altos y macizos de rododendros, tan viejos que rodeaban la casa de Elinor como un bosque de perenne verdor. Justo debajo de la ventana de Meggie había un trozo de césped, rodeado por un estrecho sendero de gravilla. Al borde se veía un banco. Meggie aún recordaba la noche en la que se había sentado en él para contemplar a Dedo Polvoriento escupiendo fuego.

El jardinero gruñón de Elinor no había limpiado de hojas secas el césped hasta esa tarde. En el centro aún se percibía la zona desnuda en la que los hombres de Capricornio habían quemado los libros más preciados de Elinor. El jardinero intentaba una y otra vez convencer a Elinor de que replantara esa zona o resembrase el césped, pero Elinor se limitaba a negar enérgicamente con la cabeza.

—¿Desde cuándo se resiembra el césped sobre una tumba? —replicó, enfurecida, la última vez que se lo preguntó, y le ordenó que dejara también la milenrama que desde el fuego brotaba tan frondosa al borde de la negra tierra quemada, como si con sus chatas flores en capítulos quisiera recordar la noche en que los hijos impresos de Elinor fueron pasto de las llamas.

El sol se ponía detrás de las cercanas montañas, tan rojo como si también él quisiera evocar el fuego extinguido tiempo atrás. El aire fresco hizo estremecer a Resa.

Meggie cerró la ventana. El viento arrastró unos pétalos de rosa mustios, amarillos, pálidos y transparentes, que quedaron adheridos al cristal.

—Si yo no me quiero pelear con él —musitó ella—, si antes nunca me peleaba con Mo, bueno, casi nunca…

—Quizá tenga razón.

Su madre se echó el pelo hacia atrás. Era tan largo como el de Meggie, pero más oscuro, como si una sombra hubiera caído sobre él. Resa solía recogérselo con un prendedor. Ahora también Meggie acostumbraba a llevarlo, y a veces, cuando se contemplaba en el espejo de su armario, le parecía que no se veía a sí misma sino a su madre en su juventud.

—Un año más y será más alta que tú —decía Mo cuando quería chinchar a Resa y el miope Darius confundía a Meggie con su madre.

Resa deslizó su índice por el cristal, como si calcase los pétalos de rosa adheridos a él. Después sus manos hablaron con la misma vacilación con la que a veces lo hacen los labios:

—Comprendo a tu padre, Meggie —le dijo—, a veces yo también creo que nosotras dos hablamos del otro mundo con excesiva frecuencia. Ni yo misma comprendo por qué insisto tanto. Te hablo continuamente de lo bello que era, en lugar de las otras cosas: mi encierro, los castigos de Mortola, el dolor en las rodillas y en las manos de tanto trabajar que me impedía dormir… En fin. De todas las crueldades que presencié allí… ¿Te he hablado de la criada que murió de miedo porque un íncubo se introdujo a hurtadillas en nuestro cuarto?

BOOK: Sangre de tinta
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