Sangre fría (31 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

BOOK: Sangre fría
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Capítulo 53

El doctor John Felder sentía que estaba haciendo el papel de carabina mientras veía a Poole pasear por el zoológico de Central Park llevando a Constance del brazo. Habían visitado las focas, los osos polares y en esos momentos ella acababa de decir que deseaba ver los monos de la nieve japoneses. Felder nunca la había visto tan efusiva. No podía decir que pareciera emocionada —alguien de temperamento tan flemático difícilmente lo estaría— pero sí que había bajado la guardia hasta cierto punto. Felder no estaba seguro de cómo se sentía ante el hecho de que Constance, que en un primer momento había parecido desconfiar de Poole, se mostrara tan afectuosa con él.

«Tal vez demasiado afectuosa, pensó amargamente mientras caminaba un paso por detrás de ellos.

Cuando se aproximaron al foso de los monos, oyó los gritos y chillidos de los animales que jugaban saltando por las rocas del foso y zambulléndose en el agua con gran escándalo.

Miró a Constance. El viento le echaba el cabello hacia atrás y le daba un ligero rubor en sus mejillas, normalmente pálidas. Observaba a los monos y sonreía ante las acrobacias de uno en concreto que se tiraba a la piscina desde una roca, como haría un niño, y volvía a salir para repetirlo.

—Es curioso que no tengan frío —comentó Constance.

—Por eso se les llama macacos de la nieve —contestó Poole, riendo—. Están acostumbrados a vivir en climas muy fríos.

Mientras observaban a los animales, Felder miró disimuladamente la hora. Todavía disponían de media hora, pero lo cierto era que estaba impaciente porque Constance regresara a Mount Mercy. Aquel entorno era demasiado abierto, y le parecía que el doctor Poole, entre las risas, los comentarios chistosos y el contacto físico con la joven, no mantenía la adecuada distancia entre médico y paciente.

Constance murmuró alguna cosa a Poole, y este se volvió hacia Felder.

—Me temo que debemos hacer una visita al aseo de señoras. Creo que está por allí, en el edificio de la Zona Tropical.

—Muy bien.

Siguieron el camino que conducía hasta el edificio y entraron. El interior recreaba una jungla tropical, con pájaros y otros animales en sus respectivos hábitats. Los aseos estaban al final de un largo pasillo. Felder se quedó al principio del pasillo, mientras que Poole acompañó a Constance hasta la puerta del servicio de señoras, la abrió y se quedó fuera, esperando.

Pasaron varios minutos. Felder volvió a mirar la hora. Las once y cuarenta. La salida debía finalizar a las doce. Miró por el pasillo y vio a Poole cruzado de brazos ante la puerta y con aire pensativo.

Transcurrió un rato más y Felder, intranquilo, fue en busca de Poole.

—¿No deberíamos entrar? —dijo.

—Tal vez sí. —Poole se inclinó hacia la puerta y gritó—: ¡Constance! ¿Se encuentra bien?

No llegó ninguna respuesta.

—¡Constance! —Poole golpeó la puerta con los nudillos.

Seguía sin haber respuesta. Poole miró a Felder con expresión de gran inquietud.

—Será mejor que entre.

Felder, haciendo un esfuerzo por controlar el creciente pánico, asintió. Poole empujó la puerta y entró ruidosamente para anunciar su presencia. La puerta se cerró, y Felder lo oyó llamar a Constance, mientras abría la puerta de los retretes.

Segundos después reapareció con el rostro descompuesto.

—¡Ha huido! ¡Y la ventana de atrás está abierta!

—¡Dios mío! —exclamó Felder.

—No puede haber ido lejos —dijo Poole, hablando precipitadamente—. Tenemos que encontrarla. Salgamos. Usted irá por la izquierda y yo por la derecha. Rodearemos el edificio y..., por el amor de Dios, ¡abra bien los ojos!

Felder corrió hacia la salida, abrió la puerta y giró a la izquierda. Rodeó el edificio a todo correr mientras buscaba con la mirada la figura de Constance. Nada.

Llegó a la parte trasera del edificio, donde estaban los aseos. Allí vio la ventana abierta del servicio de señoras. Pero tenía barrotes.

¿Barrotes?

Miró a su alrededor con los ojos desorbitados, a la espera de que Poole apareciera por el otro lado. Pero Poole no llegaba. Soltando una maldición, Felder volvió a echar a correr alrededor del edificio y, segundos más tarde, alcanzó la entrada.

Ni rastro de Poole.

Obligó a su cerebro a ir más despacio, a pensar en el problema desde un punto de vista lógico. ¿Cómo era posible que Constance hubiera salido por una ventana con barrotes? ¿Dónde demonios estaba Poole? ¿Persiguiéndola? Seguramente. Recordó que todo el zoo estaba vallado y que únicamente tenía dos salidas: una en la esquina de la calle Sesenta y cuatro y otra en su extremo sur. Corrió hacia esta última, pasó por el torno y recorrió con la mirada la arboleda del parque y sus largos caminos. Había muy poca gente paseando. Teniendo en cuenta la hora del día, el parque parecía extrañamente desierto.

La llamativa figura de Constance no se veía por ninguna parte. Y la del doctor Poole tampoco.

Estaba claro que seguía en el zoo. O tal vez había escapado por la otra salida. De repente Felder fue consciente del alcance de la situación: Constance era una asesina que había sido declarada mentalmente perturbada por los tribunales. Él había organizado aquella salida por su cuenta, gracias a su posición. Si ella la había aprovechado para escapar estando a su cuidado, aquello podía significar el final de su carrera.

¿Debería llamar a la policía? No, todavía no. Imaginó los titulares de los periódicos y la cabeza le dio vueltas.

«Contrólate», se dijo. Seguramente Poole había encontrado a Constance. Tenía que haberla encontrado. Lo único que Felder debía hacer era dar con Poole.

Corrió hasta la salida de la calle Sesenta y cuatro, salió del recinto y volvió a entrar para encaminarse de nuevo hacia la Zona Tropical. Buscó por todas partes, dentro y fuera, mientras se decía que Poole debía de tenerla controlada, que la había atrapado y la estaría reteniendo en algún lugar cercano. Quizá necesitara ayuda.

Sacó el móvil y marcó el número de Poole, pero enseguida le salió el contestador automático.

Volvió al servicio de señoras y entró sin miramientos. La ventana seguía abierta, pero los barrotes quedaban claramente a la vista. Se detuvo en seco, mirándola fijamente, mientras las implicaciones de lo que veía penetraban lentamente en su cerebro.

Podía jurar que había oído cómo Poole abría los retretes uno tras otro y llamaba a Constance, pero ¿qué sentido tenía hacer eso si la ventana tenía barrotes y no había escape posible? Contempló el pequeño aseo. Allí no había lugar donde esconderse.

Fue entonces cuando comprendió con repentina y terrible claridad que solo había una explicación posible: Poole tenía que estar implicado en la desaparición de Constance.

Capítulo 54

Tumbada en la cama, con los auriculares puestos mientras escuchaba a Nine Inch Nails, Corrie Swanson oyó el débil sonido de su móvil. Se incorporó de un salto, se quitó los auriculares y buscó entre la ropa amontonada en el suelo hasta que encontró el teléfono.

La llamada entrante correspondía a un número que no conocía.

—¿Sí?

—Hola. —Era una voz masculina—. ¿Hablo con Corinne Swanson?

¿«Corinne»? Aquel hombre tenía acento del Profundo Sur, no tan refinado y melodioso como el de Pendergast, pero muy parecido. Aquello la puso en guardia al instante.

—Sí, soy Corinne.

—Corinne, me llamo Ned Betterton.

Corrie esperó.

—Soy periodista.

—¿Para qué periódico trabaja?

Hubo un instante de vacilación.

—Para el
Ezerville Bee.

Al oír aquello, Corrie no pudo evitar reírse.

—Está bien, ¿de qué va todo esto y cuál es la broma? ¿Es usted amigo de Pendergast?

Al otro lado de la línea siguió un momentáneo silencio.

—No se trata de ninguna broma, pero resulta que Pendergast es la razón de que la haya llamado.

Corrie aguardó.

—Le pido disculpas por ponerme en contacto con usted de esta manera, pero tengo entendido que usted es quien actualiza la página web del agente especial Pendergast...

—Sí—dijo Corrie en guardia.

—Ahí fue donde conseguí su nombre —dijo él—. Hasta hoy no he sabido que estaba usted en la ciudad. Estoy haciendo un reportaje sobre un doble asesinato ocurrido en Mississippi y me gustaría hablar con usted.

—Hable.

—Por teléfono, no. En persona.

Corrie vaciló; su instinto le decía que colgara, pero la conexión con Pendergast la intrigaba.

—¿Dónde?

—Apenas conozco Nueva York. ¿Qué tal el Carnegie Deli?

—No me gusta el
pastrami.

—He oído que tienen una tarta de queso estupenda. ¿Qué le parece dentro de una hora? Llevaré una bufanda roja.

—Como quiera.

En el Carnegie Deli había unas diez personas con bufanda roja, y para cuando Corrie consiguió localizar a Betterton su buen humor se había esfumado. Él, cuando la vio acercarse, se levantó y le apartó la silla.

—Puedo sentarme yo sólita, gracias. No soy una indefensa damisela sureña —dijo Corrie quitándole la silla de las manos y tomando asiento.

El periodista tendría veintimuchos años, era menudo pero fornido, tenía antiguas cicatrices de acné pero era atractivo. Vestía una chaqueta hortera, llevaba el pelo castaño corto y en punta, y parecía que alguna vez le habían roto la nariz. Intrigante.

Betterton pidió una ración de pastel de queso con trufas, y Corrie un sándwich de beicon, lechuga y tomate, un BLT. Cuando la camarera se alejó, Corrie cruzó los brazos y miró fijamente a Betterton.

—Bueno, ¿de qué va todo esto?

—Hará un par de semanas, un matrimonio, Carlton y June Brodie, fue brutalmente asesinado en Malfourche, Mississippi. Torturados y después asesinados, para ser exactos.

Sus palabras quedaron momentáneamente ahogadas por el grito de un camarero pidiendo una comanda y el entrechocar de los platos.

—Continúe —dijo Corrie.

—El crimen sigue sin resolver, pero he encontrado cierta información y he decidido seguirla. No es nada concluyente, ya me entiende, pero sí interesante.

—¿Qué papel tiene Pendergast en todo esto?

—Enseguida llegaremos a eso. Esta es la historia. Hará unos diez años, los Brodie desaparecieron. La mujer fingió un suicidio, y luego el marido se evaporó. Hace un par de meses los dos reaparecieron como si nada hubiera ocurrido, regresaron a Malfourche y reanudaron su vida. Ella explicó que su fingido suicidio se había debido a ciertos problemas conyugales y profesionales, y contaron a todo el mundo que habían pasado ese tiempo regentando un hotelito en México. Pero no era verdad. Mintieron.

Corrie se inclinó hacia delante. Aquello estaba resultando más interesante de lo que esperaba.

—Poco antes de la reaparición de los Brodie, Pendergast llegó a Malfourche acompañado por una mujer con el grado de capitán de la policía de Nueva York.

Corrie asintió. Tenía que ser Hayward.

—Nadie ha podido decirme para qué o por qué fueron allí —prosiguió Betterton—. Al parecer, Pendergast sentía curiosidad acerca de un lugar que hay en mitad de un pantano cercano, un sitio llamado Spanish Island. —Betterton le explicó lo que sabía y sus sospechas de que se trataba de una operación de refinado y tráfico de drogas.

Corrie hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Así pues, ese era el asunto en el que Pendergast estaba trabajando con tanto secreto.

—Hace menos de dos semanas apareció por Malfourche un tipo con acento alemán. Los Brodie fueron brutalmente asesinados. He seguido la pista de ese hombre hasta Nueva York. Utilizaba una dirección falsa, pero he conseguido vincularlo con una casa del 428 de East End Avenue. He hecho algunas averiguaciones por el vecindario. Ese edificio está en el núcleo de un antiguo barrio de habla alemana llamado Yorkville, y es propiedad de la misma empresa desde 1940. Una empresa inmobiliaria. Por lo visto, dicha compañía tiene también un yate amarrado en el Boat Basin, un yate de los grandes. He seguido a ese hombre desde la casa hasta el yate.

Corrie asintió de nuevo y se preguntó cuándo iba Betterton a pedirle información a cambio.

—¿Y? —preguntó.

—Y creo que ese tal Pendergast, de quién usted parece saber tanto, es la clave de todo este asunto.

—Seguro. Este debe de ser el caso tan importante en el que estaba trabajando.

Se produjo un silencio incómodo.

—No es eso lo que yo creo.

—¿A qué se refiere?

—A que un agente del FBI que trabaja en un caso no vuela por los aires una tienda de artículos de pesca, hunde varias barcas y prende fuego a un laboratorio clandestino perdido en un pantano. No, Pendergast ha hecho todo eso por su cuenta y riesgo.

—Es posible. A menudo investiga de manera... independiente.

—Eso no fue una investigación. Fue una... venganza. Creo que ese tal Pendergast es el cerebro que se oculta detrás de toda la operación.

Corrie lo miró fijamente.

—¿El cerebro de qué?

—Del asesinato de los Brodie. De la operación de tráfico de drogas, si eso es lo que es. Se trata de algo muy gordo y muy ilegal, eso está claro.

—A ver, un momento. ¿Me está diciendo que Pendergast es un capo de la droga o incluso un asesino?

—Digamos que su participación despierta mis peores sospechas. Todo lo ocurrido hasta el momento me hace pensar en un asunto de drogas, y ese agente del FBI parece estar metido hasta el cuello en...

Corrie se levantó bruscamente; su silla se cayó al suelo.

—¿Está usted chiflado? —dijo en voz alta.

—Por favor, siéntese...

—¡No pienso sentarme! ¿Pendergast metido en el tráfico de drogas? —Su tono de disgusto e incredulidad hizo que los clientes del abarrotado local se giraran para mirarla, pero a ella no le importó.

Betterton pareció encogerse ante semejante reacción.

—Baje la voz...

—Pendergast es una de las personas más íntegras que podría llegar a conocer. Usted no le llega ni a la suela de los zapatos.

Vio que Betterton se ruborizaba de vergüenza. Ahora todo el mundo tenía la mirada puesta en ella. Algunos camareros y algunas camareras se acercaban a toda prisa. Había algo casi gratificante en todo aquello.

Su larga frustración por la desaparición de Pendergast y su enfado porque le hubieran hecho creer que había muerto parecían haberse concentrado en un único objetivo: Betterton.

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