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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (36 page)

BOOK: Sefarad
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En Moscú me acordaba de Madrid y en Madrid me acuerdo de Moscú, qué voy a hacerle, y si a España la llevo en mi corazón la Unión Soviética también es mi patria, cómo no va a serlo si viví en ella más de cincuenta años, y me duele cuando la insultan, y cuando pongo la televisión y veo las cosas tan tristes que pasan allí, las que me cuenta mi hijo en sus cartas, que le salen más baratas que llamarme por teléfono. Todos los días me levanto muy temprano, aunque no tengo nada que hacer, y al principio no sé si me he despertado en Madrid o en Moscú, y me paso horas limpiando y ordenando mi casa, con lo pequeña que es y si me descuido me come el desorden y se me llena todo de polvo, y entonces me da remordimiento pensar que yo estoy aquí tan a gusto, con mi calefacción y mi agua caliente, mi nevera y mi televisor, mi buena alfombrilla en el dormitorio para que no me dé frío en los pies cuando me levanto en invierno, y me acuerdo que ni mi hermano ni mis padres pudieron disfrutar nunca de tantas comodidades, y yo, que soy la más tonta, para qué voy a negarlo, la que menos valía, resulta que ahora lo tengo todo para mí. Me siento aquí, por las tardes, y algunas veces no pongo la tele, y no enciendo la luz cuando empieza a anochecer, y como no me llama casi nadie me quedo horas y horas callada, sin hacer nada, sin ocupar las manos en nada, no como mi madre, que siempre estaba con alguna labor, me quedo sentada mano sobre mano oyendo pasar los coches por esa carretera y empiezo a acordarme de cosas, pero no es que yo me empeñe, es que los recuerdos vienen a mí y se encadenan los unos con los otros, como las cuentas del rosario entre los dedos cuando yo iba de niña a la catequesis sin que se enteraran mis padres. Veo las caras de la gente, escucho sus voces, me quedo quieta y se va haciendo oscuro y me parece que entran por esa puerta y se sientan a mi lado, y también oigo las músicas, la Internacional que tocaba una banda de aficionados en nuestro pueblo minero, la marcha fúnebre de Chopin, el día del entierro de Stalin, y otra marcha que me gustaba mucho, que la ponían en Moscú siempre los Primeros de Mayo, me parece que voy por la calle y la estoy escuchando, la marcha triunfal de
Aída,
me acuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas, será que me he vuelto tan sentimental como los rusos. Pero la música que más me gusta de todas está en
Sherezade,
era la que sonaba cuando se abría la cajita de nácar que me trajo mi padre aquella vez que volvió de su primer viaje a Rusia, cuando yo no me atrevía a mirarlo a la cara porque había estado sin verlo cinco o seis meses y ya me parecía un desconocido, hasta llevaba un bigote negro que no tenía cuando se marchó. Yo guardaba la caja debajo de la almohada, la abría poco a poco y empezaba a oír la música y la cerraba enseguida, porque tenía miedo de que se me gastara si la dejaba sonar mucho tiempo, como si la música fuera igual que esos perfumes que se gastan si se deja el frasco abierto. Tantas cosas que tengo en la cabeza y que preferiría olvidar, y sin embargo no recuerdo dónde se quedó mi caja de música, vaya usted a saber en qué mudanza la perdí. Pero las cosas duran más que las personas, y a lo mejor aquella caja la tiene alguien todavía, como esas cosas antiguas que pasa mucho tiempo y se venden en el Rastro, y cuando la abre escucha
Sherezade,
y se pregunta a quién le perteneció.

América

Aguardaría en la habitación con la luz apagada a que sonaran en la torre de la iglesia de El Salvador las campanadas de las doce. Ya disimulando, aunque todavía no hubiera salido a la calle, ya preparado para que no pudieran reconocerme si alguien se cruzaba conmigo, aunque a esas horas y esas noches crudas de invierno no había casi nadie que se aventurara a hacer frente al viento o a la lluvia que batían el gran espacio abierto de la plaza por la que yo iba a cruzar unos minutos más tarde, embozado en mi capa, que era muy recia y daba más calor que un abrigo, con la gorra bien calada sobre los ojos, y además la bufanda tapándome la mitad de la cara. Tú no has conocido inviernos como aquéllos, ni noches tan oscuras. Había bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas que colgaban de cables tendidos sobre las plazas, y que se agitaban enseguida con el viento, así que la luz y las sombras se movían como cuando uno iba por una habitación con una vela en la mano. La plaza entera parecía moverse igual que un barco en medio de una tempestad en las noches de viento. La noche era otro mundo. No había mucha gente que tuviera entonces aparatos de radio, y era raro que hubiera luz eléctrica en todas las habitaciones de una casa. Dabas un paso alejándote del brasero y de la luz y enseguida entrabas en el frío y en la oscuridad. Pasábamos la bombilla y el cable de una habitación a otra por un agujero abierto en un rincón de la pared. Pero además la luz se iba con mucha frecuencia, empezaba a amarillear la bombilla y parecía que se reavivaba, como una vela cuando está a punto de apagarse, y de pronto nos quedábamos a oscuras. Los niños tenían una canción para esas ocasiones:

Que venga la luz,

que vamos a cenar

pan y huevos fritos

y encima una ensalá.

Se iba la luz y ya daba igual tener un aparato de radio o tener bombillas en todas las habitaciones, y había que encender la vela o el candil e ir a acostarse casi a tientas, escaleras arriba hacia los dormitorios tan fríos que las sábanas estaban un poco húmedas cuando se metía uno en ellas, y los pies se quedaban helados. Qué ganas daban entonces de apretarse contra el calor de una mujer bien carnosa y desnuda. El día era el día y la noche era la noche, no como ahora, que se confunden el uno y la otra, como se confunden tantas cosas, por lo menos para nosotros, los que somos ya muy viejos para adaptarnos a estos tiempos. Los inviernos largos y las noches sin fin, negras como boca de lobo en los callejones por los que yo me desviaba al salir de mi casa por miedo a encontrarme a alguien que me conociera si bajaba por la calle Real, recién sonadas las doce en el reloj de la plaza y luego en el del Salvador, que siempre iba un poco retrasado, pero sonaba más hondo, más a bronce, en esa torre tan alta y con las ventanas estrechas que parece más torre de castillo que de iglesia. Nada más empezar a escucharlas se me sobresaltaba el corazón, yo solo y a oscuras esperando en mi cuarto para que nadie sospechara, escuchando el mecanismo de mi despertador, que sonaba tan fuerte que muchas veces me hacía abrir los ojos en mitad de la noche creyendo que oía pasos. Pero los golpes del corazón en el pecho eran más fuertes que los del despertador, y de tanta impaciencia empezaba a dar vueltas por la habitación, pero tenía que quedarme quieto, no vaya a ser que escucharan mis pasos en el piso de abajo, me sentaba en la cama envuelto ya en la capa y con la gorra puesta y notando el frío que me subía desde los pies, esperando a que llegara la hora, a que sonaran las campanadas, tal como ella me había dicho, ordenado más bien, ni un minuto antes de la medianoche, y no por la calle principal sino por los callejones, porque cualquier precaución era poca. Una o dos horas antes ya estaba esperando, muriéndome de ganas, ya se me había puesto tan dura como la tranca de una puerta, como una mano de almirez, y al quedárseme tanto tiempo así acababa doliéndome, parece mentira ahora el vigor que tenía uno cuando era joven. Por lo que más quieras, me decía ella, no salgas antes de tiempo, no te dejes ver. Escuchaba la primera campanada y ya era como si un imán estuviera atrayéndome Y yo no pudiera resistirme, salía de mi habitación y bajaba las escaleras sin encender la vela, tanteando por las paredes, descorría el cerrojo con mucho cuidado para no despertar a nadie, uno de aquellos cerrojos tan grandes que había entonces en las casas. Qué raro que hayan desaparecido todas las cosas que eran normales para nosotros, los cerrojos grandes de hierro, las trancas y los llamadores de las puertas, las llaves de las casas, que podían ser enormes, como yo me imaginaba de chico que debían de ser las llaves del Reino de los Cielos que llevaba San Pedro.

Bajaba embozado por los callejones, desembocaba en la plaza inmensa y oscura de Santa María, una figura solitaria que procuraba deslizarse cerca de las paredes, que se quedaba inmóvil en la esquina del palacio del Ayuntamiento, el único habitante de la ciudad que permanecía despierto a esas horas, casi el único, porque al otro lado de la plaza, en uno de esos edificios colosales y sombríos que tienen de noche algo de grabados fantásticos o decorados de ópera, había alguien que también esperaba contando los minutos y las campanadas del reloj: todas las noches, después de las doce, ella dejaba descorrido el cerrojo de una puertecilla lateral y encendía y apagaba tres veces una linterna de petróleo en la ventana más alta del torreón, y ésa era la señal que él esperaba para cruzar la plaza y empujar la puerta cuyos goznes ella había aceitado y asegurarla luego por dentro con un cerrojo que también se deslizaba en silencio. Sube muy despacio, no enciendas ninguna luz, ni siquiera un mechero o una cerilla, cuenta tres rellanos y cuarenta y cinco escalones, en el tercer rellano habrá un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, toca suave tres veces para que sepa que eres tú y empújala y yo estaré esperándote.

Ahora que se le borraban tantos recuerdos y se le olvidaban itinerarios, obligaciones y palabras, le volvían de vez en cuando voces muy precisas, mezcladas con las que escuchaba mientras iba paseando sin rumbo, voces del ayer muy lejano superpuestas a las de un ahora mismo en el que con frecuencia no sabía dónde estaba, como si padeciera rachas no de amnesia, sino de sonambulismo, y se despertara de pronto en una plaza no de su pueblo querido, sino del centro de Madrid, vestido con una ropa que tardaba en reconocer como suya, huésped de un cuerpo viejo y lento que no podía ser el suyo, llamado por voces poderosas o atraído por impulsos antiguos que no sabía adonde lo llevaban.

Ave María Purísima, le decían, y él contestaba:

—Sin pecado concebida.

Oía las dos voces simultáneas, al mismo tiempo que el ruido de la puerta de cristales al abrirse, y ya no levantaba la cabeza inmediatamente ni interrumpía el trabajo, acostumbrado a esa misma aparición de casi todas las mañanas, a la diferencia de las dos voces y los dos acentos, tan contrastada como las figuras con las que se correspondían, y que vistas de lejos parecían idénticas: las dos monjas con los hábitos iguales, ropones pardos y tocados negros, una más alta y más joven que la otra, las dos con aquellas sandalias que debían de dejarles helados los pies, los pies tan blancos como las manos y las caras, con una blancura translúcida en una de ellas y terrosa y muerta en la otra, la una con la voz limpia y nítida y un acento de muy hacia el norte, la otra ronca, bronquítica, con una ruda entonación aldeana. Pero las dos voces tan dispares sonaban al mismo tiempo cuando una de las monjas empujaba la puerta de cristales mal ajustados y él no tenía que levantar la cabeza para saber enseguida con qué expresión iban a mirarlo cada una de las dos, de súplica amable la una y de malhumorada exigencia la otra, paradas delante de su mesa de zapatero remendón, pidiendo casi cada día una limosna para los pobres, algún par de zapatos viejos que a él ya no le sirvieran, unos céntimos sueltos para las velas del altar o para comprarle medicinas a una madre muy enferma. Pero no hacía falta que enunciaran la petición, porque el tono de sus dos voces ya la declaraba, exactamente simultáneas y concertadas a pesar de que no podían ser distintas, igual que no se parecían en nada las dos monjas y sin embargo eran idénticas si se las veía de lejos, cuando subían desde el fondo de la calle Real en las mañanas de aquel invierno, mañanas frías y desiertas, porque había empezado la aceituna y media ciudad estaba en el campo recogiendo la cosecha, de tal modo que la calle sólo se animaba un poco a la caída de la tarde.

—Ave María Purísima.

Hacía como que estaba irritado con ellas, o hastiado de su persistencia, pero si estaba fumando cuando las veía entrar se quitaba la colilla de la boca y la apagaba apresuradamente contra el filo de la mesa, guardándosela detrás de la oreja, porque no estaban los tiempos para desperdiciar ni una hebra de tabaco. Incluso hacía un confuso ademán como de inclinar la cabeza o de ir a ponerse en pie antes de contestarles con un tono algo burlesco de resignación:

—Sin pecado concebida.

Ya sabéis que sigue siendo un viejo de gran porte, aunque en los últimos tiempos parece que tiene un poco rara la cabeza, pero entonces, con treinta años que tendría, llamaba la atención por lo alto que era, y no se privaba de hacer bromas con las parroquianas que le llevaban a remendar sus zapatos, bromas de doble sentido que más de una vez pasaron a mayores, si bien él tuvo siempre la discreción y la astucia necesarias para que nada llegara a saberse. Al fin y al cabo era directivo de una cofradía de Semana Santa, y desfilaba con una vela en la procesión del Corpus Christi, y entre su clientela —su parroquia, como se decía entonces— había curas de las iglesias próximas, y hasta oficiales del cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba en la plazuela de al lado. Pero él las mataba callando, y os asombraría saber a cuántas damas de buen ver y comunión diaria se pasó por la piedra, aprovechando que iba a llevarles un par de zapatos recién arreglados a una hora a la que el marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela, y algunas veces, lo sé porque él mismo me lo ha contado, las hacía pasar a la trastienda, que era todavía más diminuta que el portal donde trabajaba, y allí les levantaba las faldas y se las beneficiaba contra la pared, en un arrebato de calentura. Entonces las mujeres eran mucho más ardientes que ahora, dice, o decía, porque ya cuenta poco, no como antes, que en cuanto yo le sacaba el tema se embalaba y no había modo de pararlo, y además era un corte ir con él por la calle, porque hablaba muy alto y se las quedaba mirando a todas con un descaro que ya no se lleva, y que tampoco es propio de un hombre de sus años. Mira, no te lo pierdas, mira qué culo, qué tetas tiene ésa, qué andares. El se confesaba, claro, y hacía penitencias tremendas, casi todos los años salía descalzo en la procesión, y algunas veces llevando una cruz muy pesada, eso sí, sin que lo supiera nadie, fuera de su confesor, don Diego, seguro que os acordáis, aquel cura tan colorado que era párroco en Santa María, y que cada dos por tres le amenazaba con negarle la absolución. Se puede cumplir la penitencia, Mateo, pero si no hay propósito de enmienda el sacramento no limpia los pecados. Lo que ocurre es que él, en el fondo de su alma, no creía que el sexto mandamiento fuera tan serio como los otros nueve, sobre todo si uno lo quebrantaba con discreción y amplio disfrute de las partes implicadas, sin escándalo ni daños a terceros, y además sin los tratos degradantes y la falta de higiene que traía consigo el ir de putas, hábito muy extendido entonces, cuando aún había casas legalmente abiertas, pero en el que Mateo decía con orgullo que nunca incurrió. ¿Cómo iba yo a disfrutar con una mujer que estaba conmigo porque le había pagado?

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