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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (37 page)

BOOK: Sefarad
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Aquel año fue el del trono nuevo para la Santa Cena, cuando aquel escultor que le debía tanto dinero le pagó a nuestro amigo retratándolo como San Mateo. Mírelo, hermana, decía la monja vieja, fíjese en este zapatero, que tiene la misma cara que el Apóstol, lo que seguro que no tiene es su santidad. Estamos hechos de barro, madre, somos pecadores, aunque buenos cristianos, y no todos podemos dedicarnos en exclusiva como hacen ustedes al culto divino. ¿No dijo eso Cristo en casa de Marta y María? ¿Y no dijo Santa Teresa que nuestro señor también andaba entre los pucheros? Pues a lo mejor también anda por aquí entre mis zapatos viejos y mis medias suelas. Más obras de caridad y menos palabras, remendón, que la fe sin obras es una fe muerta, y además es de paganos tanta afición a los toros. Menos carteles de corridas y más láminas de santos…

La otra monja, la joven, no decía nada, se le quedaba mirando como si pensara en otra cosa o miraba de soslayo a la vieja, y él, poco a poco, en aquellas mañanas de invierno en las que había tan poco trabajo, se fue fijando más en ella, fue distinguiéndola poco a poco de la otra, y también de su figura abstracta de monja, y sorprendiendo gestos tan fugaces que no parecía que hubieran sucedido, rápidas miradas como de disgusto o de hastío, el modo en que la joven a veces se frotaba las manos, o se mordía el labio inferior en un brote de impaciencia que no tenía nada de monjil, que no se correspondía con el hábito o con las sandalias bastas y el tono rezador y meloso que había casi siempre en su voz, en las pocas cosas que decía, apenas Ave María Purísima y Dios se lo pague. Al principio le había parecido que la monja joven actuaba siempre como una subordinada dócil de la otra, la segunda voz en un dúo manso y concertado de iglesia, pero día a día fue observando en ella un principio de discordia, de hostilidad oculta que sólo se revelaba en fogonazos rápidos de ira en las pupilas, el fastidio de ir siempre acompañando a una mujer muy vieja y llena de achaques y manías monótonas, conteniendo el ritmo natural de sus pasos para adaptarlo a la lentitud de la otra, las dos subiendo despacio cada mañana desde el fondo de la calle Real, las siluetas oscuras en la ciudad casi despoblada, la más joven irguiendo a veces la cabeza con un gesto involuntario o secretamente vengativo de gallardía y la vieja encorvada y afanosa, la cara tan arrugada como el manto, las manos secas y los dedos de los pies torcidos como sarmientos en las sandalias penitenciales.

Calle arriba se iban parando una por una en todas las tiendas, os acordáis de cuántas había entonces, y ya han desaparecido casi todas, en la confitería, en la ferretería, en las tiendas de juguetes y de relojes, en la sastrería, en la farmacia, en la barbería de Pepe Morillo, la misma murga todas las mañanas, el ruido de las puertas de cristales al abrirse y de la campanilla que la puerta agitaba, Ave María Purísima, sin pecado concebida, sor Barranco la vieja y la joven sor María del Gólgota, qué dos nombres. Parece que ya no se acuerda de nada, pero cuando estoy con él en su casa y su mujer no nos oye le digo, sor María del Gólgota, y se le pone una media sonrisa como de recordar muy bien y no querer decirlo, no querer todavía que se sepa el secreto, al cabo de tantísimos años. Algunas mañanas, si se retrasaba la visita, empezó a asomarse al tranco de la puerta, con su mandil de cuero y su colilla en la boca, y esperaba a verlas aparecer al fondo de la calle, cuando doblaban la esquina de la plaza de los Caídos, y entonces apagaba la colilla y se la guardaba no detrás de la oreja, sino en el cajón de la mesa, y agitaba la puerta para que el aire fresco limpiara el humo y el olor del tabaco, y apagaba la radio, en la que solía tener sintonizados concursos o programas de toros o de coplas. Qué raro, pensaba, no haberme fijado hasta ahora, no haber visto más que una cara redonda y blanca de monja como cualquier otra. Ahora se daba cuenta de que tenía los ojos grandes y rasgados, y las manos largas y muy delicadas de forma, a pesar de que estaban siempre enrojecidas, de lavar con agua fría, algunas veces moradas de sabañones. Y su cara, a pesar de estar ceñida por una toca, no tenía la redondez algo cruda que solía tener la cara de las monjas, porque era una cara fuerte, un poco a lo Imperio Argentina, dice él, que de joven se pasaba la vida en el Ideal Cinema, nada más cruzando la calle desde el portal de su zapatería, y que en las películas era aficionado a lo mismo que en la realidad, a las mujeres, sobre todo a las artistas de los musicales que bailaban con los muslos al aire, o las que hacían de Jane en las películas de Tarzán, con aquellas falditas tan cortas de piel, y sobre todo, por encima de todas las cosas, a las bañistas en technicolor de las películas de Esther Williams, la propia Esther Williams la primera de todas.

Le gustaba acordarse de eso, de que la monja más joven, sor María del Gólgota, tenía la barbilla como Imperio Argentina, y de que a pesar de los ropones lúgubres de vez en cuando le era posible hacerse una idea rápida de alguna de sus formas, no el pecho, desde luego, que llevaría como fajado o amortajado, sino una rodilla, o el presentimiento de una cadera o un muslo, cuando subía por la calle y el viento le daba de frente, o el dibujo del talón y el tobillo que prometían la longitud desnuda de las piernas tan blancas en la cavidad sombría del hábito.

—Ave María Purísima. —Sin pecado concebida. Contestaba sin levantar los ojos de lo que estuviera haciendo, por miedo a que la vieja sor

Barranco, que miraba siempre con tanta desconfianza, descubriera una atención excesiva en sus pupilas, y recreándose también en la postergación de su deleite, en el momento en que vería la cara joven de sor María del Gólgota y procuraría conseguir de ella un gesto de simpatía, o de complicidad en su disgusto, en sus miradas de soslayo. Él me dice, o me decía hasta hace nada, que una de sus reglas en esta vida ha sido el buscarse mujeres que no fueran muy guapas, porque dice que las guapas no se dan completamente en la cama, no le ponen ni de lejos la misma fe que la que es un poco fea y tiene que compensarlo haciendo méritos. Las artistas guapas, en el cine, o en las revistas ilustradas. Si es fea la que tienes debajo pues apagas la luz o te las arreglas para no mirarle la cara, dice el tío, pero el rendimiento práctico no tiene comparación, y además hay mucha menos competencia. Salta la carcajada en la barra del bar, frente a las cañas recién servidas y las raciones de calamares y pescado frito, y el narrador de la historia bebe un gran trago de cerveza, chasquea los labios, pica algo y se dispone a seguir contando, tan halagado por la atención de los otros que no repara en que habla muy alto.

Pero ésta, aunque era guapa, sí que le gustaba. Le gustaba tanto que empezó a imaginarse cosas y a tener miedo de dar un paso en falso y cometer alguna tontería. Se me quedaba mirando y me parecía que quería decirme algo, y hacía un gesto señalando a la vieja, como diciéndome, si pudiera librarme de ella, pero luego yo recapacitaba cuando se habían ido y no estaba seguro de haber visto lo que me imaginaba, y al día siguiente llegaban las dos, Ave María Purísima, sin pecado concebida, y por más que yo me fijaba en sor María del Gólgota no veía que me hiciera ninguna señal, o ni siquiera me miraba, ni hacía ningún gesto, se quedaba allí parada mirando un cartel de toros mientras sor Barranco me sacaba la limosna del día y cuando se marchaban decía, Dios se lo pague, y era como si en todo el rato no me hubiera visto, o como si fuera una monja igual que cualquier otra y todo lo que yo había creído ver en ella no fueran más que imaginaciones mías, delirios de estar tantas horas solo y sin hablar con nadie y nada más que clavando puntas y cortando medias suelas rodeado de zapatos viejos, que son la cosa más triste del mundo, porque a mí siempre me hacían pensar en los muertos, sobre todo en esa época, en invierno, cuando todo el mundo se iba a la aceituna y podía pasarse el día entero sin que entrara nadie a hablar conmigo. En la guerra, cuando yo era chico, vi muchas veces zapatos de muertos. Fusilaban a alguien y lo dejaban tirado en una cuneta o detrás del cementerio y los niños íbamos a ver los cadáveres, y yo me fijaba en que a muchos se les habían salido los zapatos, o se veían unos zapatos tirados o un zapato solo y no se sabía de qué muerto eran. Lo mismo se me olvida todo que me acuerdo de cosas que no sé lo que son. Me acuerdo de haber visto hace muchos años en uno de esos noticiarios en blanco y negro que daban en los cines montañas y montañas de zapatos viejos, en aquellos campos que había en Alemania. Pero veo cosas que pasaron hace mucho tiempo y no me acuerdo de lo que he hecho esta mañana, y me parece que me llaman o que me preguntan algo y contesto y mi mujer me dice que vaya manía que he cogido de hablar solo.

—Por el amor de Dios, ¿podría darme un poco de agua?

La hermana joven estaba más pálida de lo habitual esa mañana, la cara apagada y sin brillo, la línea de los párpados enrojecida y las ojeras violáceas, como de malas noches sin dormir. Ante el ceño de contrariedad y la mirada recelosa de sor Barranco él la guió hacia el pequeño corredor en penumbra, contiguo a su portal, donde estaba el cuarto de aseo y la repisa del botijo, uno de esos botijos antiguos en forma de gallo, de barro vidriado, con colores muy vivos, la cresta roja y la panza amarilla. Le pareció vagamente indecoroso que una monja bebiera a pulso del botijo y buscó un vaso limpio donde servirle el agua. Se fijó con disimulo en sus manos, que sostenían el vaso con un principio de temblor, en sus bellos labios incoloros, en su barbilla fuerte por la que se deslizó un hilo de agua, porque las manos temblaban ahora visiblemente, y cuando él quiso sujetar el vaso a punto de caer apretaron con fuerza las suyas, y percibió en sus palmas húmedas una temperatura de fiebre. Cómo apretaban esas manos, delicadas de forma pero grandes y curtidas, qué cerca sentía él en ese momento la respiración afiebrada de la monja y el peso y la carnalidad de su cuerpo, debilitado por disciplinas y ayunos, por el frío sin consuelo que haría sin duda en las celdas, en los refectorios y en los corredores de aquel convento tan viejo que amenazaba ruina. Entonces perdí el juicio y ni yo mismo me creía lo que estaba haciendo, la abracé por la cintura con las dos manos y la apreté contra mí, le busqué los muslos y el culo por debajo del hábito y la besé en la boca aunque ella intentaba apartar la cara, y pensé, como si ya viera lo que iba a pasarme, va a ponerse a gritar, va a entrar la otra monja y a armar un escándalo, casi escuchaba los gritos y veía acercarse a la gente de las tiendas, pero me daba lo mismo, me daba lo mismo o no podía evitar lo que estaba haciendo, y mientras le buscaba la boca y notaba lo caliente que tenía la cara y todo el cuerpo me di cuenta de que podía gritar y sin embargo no gritaba, ni se me resistía, más bien se me abandonaba en los brazos, mientras yo palpaba buscando lo que me había imaginado tantas veces. Entonces vi que cerraba los ojos, como en las películas cuando se acercaba un beso y estaba cortado por la censura, y el hombre y la mujer se apartaban de golpe el uno del otro, como si les hubiera dado una corriente eléctrica. Pero cerraba los ojos no porque hubiera caído en un trance amoroso, sino porque se estaba desmayando, y se le quedaron vueltos y en blanco mientras iba cayendo al suelo sin que yo pudiera sujetarla.

Qué miedo, verla tendida tan pálida y con los párpados entornados, tan blanca como si estuviera muerta, como si él la hubiera matado con la profanación inaudita de su atrevimiento. No recordaba si llamó a gritos a la otra monja o si ella entró en la trastienda alarmada por el retraso o por el ruido sordo del cuerpo al caer. Cuando lograron reanimarla estaba más pálida que nunca, y si él le decía algo se lo quedaba mirando con la cara tan neutra como si no se acordara de lo que había sucedido. De nuevo, al quedarse solo, tuvo la sensación exasperante de no distinguir entre lo que veía y lo que se imaginaba, entre la certeza de haber besado y acariciado a la monja y la expresión ajena con que ella le sonrió débilmente después, cuando se disponía a volver al convento apoyándose en la figura chata y recia de sor Barranco y le dio las gracias por sus atenciones. Quizás estaba loca y tampoco sabía ella si era verdad o no lo que había sucedido durante unos instantes en la trastienda de la zapatería.

Pasaban los días sin que ninguna de las dos monjas volviera a aparecer. Sor María del Gólgota estaba muy enferma y sor Barranco no se apartaba de su lado, o bien se había muerto de aquellas calenturas, o después de todo sor Barranco había sospechado algo y no le permitía salir del convento y menos aún acercarse al portal del zapatero. Pero si estaba muerta se habría sabido en la ciudad, habrían sonado las campanadas lentas y muy espaciadas de los entierros. Más de un día, a media mañana, echó el cierre a su puerta de cristales y se fue a merodear por la plaza de Santa María, aunque sin acercarse demasiado a las puertas del convento, que se abrían de vez en cuando para dar paso a una figura de monja que desde lejos siempre era, durante unos segundos, sor María del Gólgota, o también una irritada sor Barranco que se dirigía hacia él para reprocharle su impía lascivia.

No abandonaba del todo otras ocupaciones, desde luego, ya lo conocéis. Asistía a las reuniones de la directiva de la cofradía de la Ultima Cena y de la Sociedad Benéfica Corpus Christi, dedicada a proveer de asistencia médica y modestos subsidios a agricultores y artesanos, en aquellos tiempos anteriores a la Seguridad Social. Tampoco desatendió del todo a la mujer de un subteniente de Intendencia que le mandaba aviso en cuanto su marido salía de maniobras. Pero en las reuniones se quedaba más distraído de lo habitual, y la subtenienta, como él la llamaba, lo notaba más frío que otras veces, y le preguntaba si es que había otra, amenazándolo con contárselo todo al subteniente en un rapto de despecho, o con robarle la pistola y cometer una barbaridad. ¿Ves lo que tienen las mujeres guapas? Que te estropean, te hacen volverte melindroso incluso antes de que te hayas acostado con ellas, como cuando nos acostumbramos al pan de trigo y a las patatas, y ya no queríamos pan negro ni boniatos, y nos daban asco las algarrobas, que nos habíamos comido con tantas ganas en los años del hambre. Como me había empicado con la monja, que era guapa y más joven, la subtenienta empezó a parecerme gorda y mayor, con lo caliente que era, y lo agradecida, y los cafés con leche y las tostadas con mantequilla que me llevaba a la cama después de echarle un polvo, mientras el subteniente andaba de maniobras. Como era de Intendencia, en aquella casa no faltaba nada de comer. Algunas veces, cuando ya me iba, la subtenienta me daba media docena de huevos o un bote entero de leche condensada. Anda, me decía, para que cojas fuerzas.

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