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Authors: Matsuo Bashô

Tags: #Clásico, Poesía, Relato

Senda hacia tierras hondas (4 page)

BOOK: Senda hacia tierras hondas
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Alquilé un caballo, pudiendo llegar hasta la estación de Kôri. Aunque tenía por delante un trayecto tan largo y adolecía de mi enfermedad, pensé que, al cabo, me había lanzado a un viaje largo por tierras remotas, recordé la impermanencia de este efímero mundo y que, si moría en el camino
[31]
, era ello el destino marcado por los cielos, así que recobré un poco de ánimo y con garbosos andares de majo crucé las grandes puertas de madera del paso de Date
[32]
.

SIN VER AL DIOS DE LOS CAMINOS

D
EJAMOS
atrás el pueblo de Abumizuri y el castillo de Shiraishi y entramos en la comarca de Kasájima, donde preguntamos a la gente por la tumba del coronel Fujiwara Sanekata. Nos dijeron: «Muy lejos, entre Minowa y Kasájima, dos pueblos a la falda del monte, está el santuario del dios de los caminos
[33]
. Y aún se conservan por allí los
miscantos
del recuerdo»
[34]
.

Con las lluvias de mayo estaban los caminos casi intransitables, y como estábamos agotados, nos limitamos a ver aquellos lugares desde lejos. Pensé que Minowa (capote) y Kasájima (isla sombrero) eran nombres muy apropiados para las lluvias de mayo, y escribí:

¿Dónde está Isla Sombrero,

caminos que por mayo

sois lodazales?

Pernoctamos en Iwánuma.

EL PINO DE DOS TRONCOS

A
L
ver el pino de Takékuma, me pareció como si se me despertara el corazón. Desde la raíz se divide en dos troncos, y es célebre por no haber perdido su figura desde tiempos antiguos. Lo primero, me acordé del maestro Nôin. También hubo una vez un hombre que pasó por este lugar, yendo destinado como señor de Mutsu, y cortó el pino para usarlo como pilar del puente sobre el río Natori, y por eso Nôin dijo en su poema «… y ahora del pino no queda rastro»
[35]
.

Pero si una generación lo corta, otra lo vuelve a plantar, y ahora presenta una figura como de mil años, verdaderamente soberbia.

Al salir de Edo, Kyonaku me había dedicado como despedida un poema que decía:

Muéstrale al menos

el pino de Takékuma,

cerezo tardío.

Yo le respondí hoy escribiendo:

De aquel cerezo

al pino de dos troncos

tardé tres meses.

LIRIOS EN LAS SANDALIAS

C
RUZAMOS
el río Natori y entramos en Sendai. Era el día en que se adornan los aleros con lirios
[36]
. Buscamos una posada y nos alojamos cuatro o cinco días. Vivía en Sendai un pintor llamado Kaemón. Como nos habían dicho que era un hombre con algo de buen gusto, nos hicimos amigos. Nos dijo que se ocupaba de localizar los sitios famosos que ya nadie conocía, y estuvo haciendo de guía nuestro durante un día. Los campos de Miyagino estaban llenos de
lespedezas
e imaginé cómo sería este paisaje en otoño.

Vimos también Tamada y Yokono y nos dirigimos a Tsutsujigaoka (Cerro de Azaleas), donde pensé lo que sería verlo cuando florecen las
piérides
. Luego entramos en un pinar tan espeso que no dejaba filtrar la luz del sol, y Kaemón nos dijo que se llama Kinóshita (Bajo los árboles). Ya antiguamente era aquí tan copioso el rocío, que se escribió aquello de

Nobles guerreros,

decidle al señor

que use sombrero…
[37]

Después de rezar en el templo de Yákushi y en el santuario de Tenjin, se puso el sol. Kaemón nos regaló pinturas con escenas de Matsúshima y Shiogama. Como despedida nos dio dos pares de sandalias con cordones teñidos en azul marino. Me confirmé en que era un hombre de gusto exquisito y le correspondí con este poema:

Flores del lirio

pondré en mis pies, cordones

de mis sandalias.

CAMBIAN RÍOS Y MONTES

S
IGUIENDO
el mapa que nos diera el pintor, cerca del monte que bordea la senda hacia tierras hondas, están los juncos de Tofu. Dicen que incluso ahora todos los años los habitantes tejen esteras de enea y las ofrecen como regalo al señor de la tierra.

La estela de Tsubo está en el castillo de Taga, en la aldea de Ichikawa. La estela de Tsubo mide seis pies de alto y unos tres de ancho, y su inscripción es apenas visible por el musgo que la cubre. Señala, primero, la distancia hasta los otros señoríos en los cuatro puntos cardinales. Luego dice:

«Castillo levantado el año primero de la era de Jinki (724) por el señor Ôno Azumahito, inspector, adelantado y capitán general. Reconstruido el año sexto de la era de Tempyô-Hôji (762) por el señor Emi Asakari, consejero, visitador de los montes de Tôkaidô y capitán general, quien levantó esta estela el día primero de diciembre».

Pertenece, pues, a la época del mikado Shômu
[38]
.

De los lugares celebrados en poemas antiguos se conocen muchos en nuestros días, pero los montes se han derrumbado, los ríos han cambiado de curso, las rocas se han medio enterrado en el suelo y los árboles, ya viejos y desechados, han sido substituidos por retoños jóvenes: pasan los tiempos, cambian las edades, sin que sus huellas sean ciertas, pero esta estela es, sin duda, un recuerdo de hace mil años y con mis propios ojos podía penetrar en el corazón de los hombres de antaño. Méritos del viaje, alegría de vivir, y olvidando el cansancio de tan larga caminata, a punto estuve de llorar.

TUMBAS EN EL PINAR

M
ÁS
adelante vimos en Noda el río Tama y visitamos la roca en el estanque de Oki. En Sue-no-Matsuyama (Monte Pino del Fin) han construido un monasterio que se llama Masshôsan (Monte Pino del Fin —leyendo los ideogramas a la manera china). El pinar está lleno de tumbas, que es donde terminan todas las promesas de amor, aquello de juntar las alas y entrelazar las ramas. Aumentó mi tristeza y en ese momento oí doblar una campana en la bahía de Shiogama, recordando la caducidad de las cosas. Se despejó algo el cielo de las lluvias de mayo y bajo una tenue luna vespertina la isla de Magaki parecía tocarse con la mano. Bogaban en fila las barcas de los pescadores y se oían las voces de los que repartían los peces en la playa. ¡Qué emoción al recordar entonces el sentimiento del que escribió aquel verso… «maromas tan tristes»
[39]
.

Por la noche oí a un maestro vihuelista ciego recitar una balada de
jôruri
al estilo de Oku, que no era el del
Heike-monogatari
ni tampoco bailable; pero tenía cierta rusticidad y, estando el cantor cerca de mi lecho, me pareció algo ruidoso, pero aprecié mucho el que no se hubiesen perdido los viejos cantares de una comarca tan remota.

OFRENDA VOTIVA DE HACE QUINIENTOS AÑOS

A
L
amanecer fuimos al santuario Myôjin de Shiogama. Reconstruido por el señor de la tierra (Date Masamune, en 1607), sus pilares son gruesos, las vigas suntuosas y espléndidas de color, altísimas las escaleras de acceso; el sol de la mañana iluminaba la balaustrada pintada de bermellón. Era realmente admirable que el espíritu de los dioses estuviese vivo y milagroso en tan remotos confines, siguiéndose las tradiciones del país.

Frente al santuario hay un viejo farol magnífico, en cuya portezuela de hierro está escrito: «Ofrenda de Izumi Saburô, año tercero de la era de Bunjin (1187)».

Tenía no poco de maravilloso que algo de hace quinientos años apareciera ahora ante mis ojos. Fue él un guerrero valiente y leal. No hay nadie que no recuerde su nombre con cariño. En verdad se dijo: «Debe el hombre seguir su camino, debe tener lealtad. Y su fama seguirá a sus obras».

EL MEJOR PAISAJE DEL ORIENTE

C
ERCA
del mediodía alquilamos una barca, que nos llevó a Matsúshima (Islas de Pinos), a unas dos leguas y media, desembarcando en la playa de Ojima.

Ocioso sería ponderar las excelencias de Matsúshima, siendo el primer panorama del país, sin desmerecer de los lagos Dôtei y Sei de China. Penetra el mar en tierra firme desde el sureste, formando una bahía de tres leguas, con una pleamar comparable a la de Sekkô, en China. Son innumerables las islas, las esbeltas como apuntando al cielo, las postradas como yaciendo sobre las olas. Una parece doblarse, otra triplicarse; desde la izquierda algunas parecen ser islas distintas, desde la derecha aparecen como una sola. Una parece que lleva a cuestas otra isla pequeña, otra como que la abraza, como una madre a su hijo. Intenso es el verdor de los pinos, cuyas ramas ha retorcido el viento marino de tal forma que, aunque naturales, parecen obra de jardinería. El paisaje, de belleza profunda, recuerda el rostro de una mujer hermosa. ¿Sería creado antiguamente por el dios de los montes, en la edad de los dioses, los impetuosos? ¿Qué hombre podrá expresar, con palabras o pinturas, los prodigios del divino artífice?

ANACORETAS PLAYEROS

L
A
playa de Ojima es una lengüeta de tierra que se adentra en el mar. Todavía quedan vestigios de la ermita del maestro de Zen Ungo y la piedra donde meditaba. Parecía haber a la sombra de los pinos una buena porción de anacoretas apartados del mundo, viviendo en solitario en chozas, de donde se veía subir el humo de quemar hojarasca y piñas secas; no sabía qué clase de personas serían, pero como me sentía algo atraído a ellos, hice por acercarme, cuando la luna se reflejó sobre el mar, ofreciendo un espectáculo muy diferente al del día. Volví a la posada, un edificio de dos pisos con ventanas que daban al mar, donde el poder dormir de viaje como en medio de las nubes me llenó de un sentimiento extraño, hasta sospechoso. Sora escribió:

Islas de Pinos.

Cuclillo, que la grulla

te dé sus plumas.

Yo me acosté en silencio, pero no pude dormir. Tenía un poema sobre Matsúshima, que Sodô me había regalado cuando dejé mi choza de Edo. Y Hara Anteki también me había dado una
waka
[40]
sobre la isla de Matsugaura. Abrí mi zurrón e hice de estos dos poemas mis compañeros de noche. También tenía
hokkus
[41]
de Sanpû y Jokushi.

EL TEMPLO PARADISÍACO

E
L
día once de mayo rezamos en el templo Zuigán. Había sido primero un monasterio de la secta Tendai, pero el trigésimo segundo abad, Manabe Heishirô, al volver de China de sus ascéticas y estudios, construyó el templo actual. Después vivió en él Ungo, maestro de Zen, gracias a cuya devoción se renovaron siete pabellones, revestidas de oro las paredes, relumbrando los enseres todos y adornos, y convirtiéndose el conjunto en catedral del paraíso de Buda
[42]
.

Anhelé saber cuál de aquellos pabellones había sido el templo del santo Kenbutsu.

EL MONTE DONDE FLORECE EL ORO

E
L
día doce nos dirigimos a Hiraizumi y, habiendo oído hablar del pino de Aneha y el puente de Odae, estuvimos caminando por senderos casi intransitados, que sólo parecen usar los cazadores y leñadores, y nos extraviamos, hasta que al cabo nos encontramos en un puerto llamado Ishinomaki. Al otro lado del mar se divisaba el monte Kinka, del que un viejo poema decía: «…el levantino monte Michinoku ha florado en oro»
[43]
.

Varios cientos de barcas se congregaban en la bahía, las casas de los lugareños se disputaban el suelo y se remontaba al cielo el humo de los hogares. Perplejos de encontrarnos en tal lugar, buscamos posada, pero nadie nos la dio. Al fin, pasamos la noche en una casita pobre y al amanecer volvimos a perdernos por caminos desconocidos. Vimos desde lejos el vado de Sode, los prados de Obuchi y los carrizales de Mano, y seguimos a lo largo de una larguísima ribera. Era una ciénaga tremebunda, tras la cual nos albergamos en un lugar llamado Toima, llegando por fin a Hiraizumi. Recuerdo haber caminado aquel día más de veinte leguas.

RUINAS DE HÉROES

L
A
gloria de tres generaciones de Fujiwaras duró el sueño de una noche y las ruinas de las poternas de su castillo estaban a una legua de las de los torreones centrales. El palacio de Hidehira había quedado convertido en campos y arrozales y sólo retenía su prístina silueta el monte Kinkei. Subimos, antes que nada, al monte Takadachi, desde donde se veía fluir desde el sur el gran río Kitagami. El río Koromo, ciñendo el castillo de Izumi, confluye con el gran río al pie mismo del monte Takadachi. Las ruinas del castillo de Yasuhira están más allá del paso de Koromo, como si hubieran sido una defensa contra todo acceso desde el sur, guardando de las incursiones de los ezos. En este castillo se atrincheraron los vasallos leales, dejando memoria de sus proezas. Recordé el viejo poema chino:

Pasan las naciones, quedan ríos y montes

y es el castillo en primavera la hierba que verdea
[44]
.

Me senté sobre mi sombrero y estuve llorando sin sentir el paso del tiempo.

Hierbas de estío:

ruinas son de sueños

de paladines.

Sora escribió:

La
deutzia
en flor

me recuerda las canas

de Kanefusa
[45]
.

Estaban abiertas las dos capillas que tanto me habían alabado. En la de las Sutras quedaban las estatuas de los tres generales
[46]
y en la de la luz estaban los ataúdes de los tres caudillos (Kiyohira, Motohira y Hidehira)
[47]
, habiendo imágenes de tres Budas (Amida, Seishi y Kannon). Los siete tesoros (oro, plata, lapislázuli, nácar, ágata, perla y granate) se han dispersado, el viento ha dilapidado las puertas incrustadas de perlas, se pudren bajo la nieve y la escarcha las columnas doradas y todo se habría convertido en vanidad y desolación si no se hubiesen levantado nuevas cercas, renovando las tejas, y así resiste aún a los vientos y las lluvias. Por algún tiempo permanecerá como recuerdo de hace mil años.

No lo abatieron

ni las lluvias de mayo.

¡Templo de luz!
[48]

LA ALMOHADA

V
EÍASE
en lontananza el camino hacia Nanbu y nos hospedamos en la aldea de Iwate. Pasando por Ogurosaki y las islitas del río Arao, fuimos desde las fuentes termales de Narugo hacia el paso de Shitomae, por el que entramos en el país de Dewa. Como este camino suele ser poco frecuentado por los viajeros, los guardias del paso sospecharon de nosotros
[49]
, pero al cabo conseguimos cruzarlo. Subimos a un gran monte y como ya el sol había declinado pedimos cobijo en la casa de uno de los guardias. Durante tres días se desató un temporal de viento y lluvia, por lo que no tuvimos más remedio que permanecer encerrados en aquel lugar montaraz.

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